domingo, 27 de octubre de 2013

Capítulo 12: Una divergente en llamas y con runas

Holiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!! Bueno, se ha hecho de rogar, pero como prometí, el capítulo 12 está listo hoy ;)) Espero que os guste, y aunque mucha gente (bueno, toda) sepa que pasa, adoro el final ^^

BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))


Capítulo 12: Mi chico amoroso

Menos mal que tomé la precaución de agarrarme con el cinturón, porque he rodado de lado sobre las ramas y ahora estoy mirando al suelo, sujeta por el cinturón y una mano, y con los pies a horcajadas sobre la mochila, dentro del saco de dormir, abrazada al tronco. Tengo que haber hecho algún ruido al deslizarme, pero los profesionales estaban demasiado absortos con su discusión como para oírme.
--Venga, chico amoroso --le dice el del Distrito 2--, compruébalo tú mismo.
Veo de reojo a Peeta, iluminado por una antorcha, dirigiéndose a la chica de la hoguera. Tiene la cara amoratada, una venda ensangrentada en el brazo y, por el sonido de sus pasos, cojea un poco. Recuerdo cómo sacudió la cabeza para decirme que no fuese a por las provisiones, mientras que él planeaba meterse en la refriega desde el principio. Justo lo contrario de lo que le había dicho Haymitch.
Vale, puedo soportarlo, ver tantas cosas juntas resultaba tentador. Sin embargo, esto..., esto es distinto. Haberse aliado con esta manada de lobos profesionales para cazarnos a los demás... ¡A nadie del Distrito 12 se le habría ocurrido algo semejante! Lo mires por donde lo mires, los tributos profesionales son malvados, arrogantes y están mejor alimentados, pero sólo porque son los perritos falderos del Capitolio. Todo el mundo los odia profundamente, salvo la gente de su propio distrito. Ni me imagino lo que estarán diciendo de Peeta en casa, ¿y él tiene el valor de hablarme de vergüenza? ¿Y él quería ser el bueno? ¿él que morirá con su esencia intacta? ¿el alma más inocente de los Juegos? ¿y nuestro romance? Quiero decir, nuestro montaje… Y yo… creía que me estaba ayudando, con lo del ser su amor platónico en la entrevista. ¿Por qué lo hizo? También se comportaba de forma amable conmigo, hasta que claro, yo pegué ese portazo dejando claras mis intenciones. Y la última seña… vale, me he perdido el gong, pero he salido viva gracias a eso del baño de sangre. Yo, salir viva del baño de sangre... nunca diría eso en casa.
Pero ya no estoy en casa, y si de aquí sólo puede salir uno, debo ser yo. «Peeta, gracias por aclararme las cosas.» Aunque olvidar lo que hizo e casa no sea fácil, pero… ¡No! Prometí olvidar ese gesto y todo lo que desencadenó dentro de mí.
Está claro que lo del chico noble del tejado era otro de sus jueguecitos, y va a ser el último. Esta noche desearé que su muerte aparezca en el cielo, si no lo mato yo antes.
Los tributos profesionales guardan silencio hasta que sale de su alcance, para después hablar en voz baja.
--¿Por qué no lo matamos ya y acabamos con esto?
--Deja que se quede. ¿Qué más da? Sabe utilizar el cuchillo.
¿Ah, sí? Eso es nuevo; cuántas cosas interesantes estoy aprendiendo de mi amigo Peeta.
--Además, es nuestra mejor baza para encontrarla.
Tardo un momento en darme cuenta de que hablan de mí.
--¿Por qué? ¿Crees que la chica se ha tragado la cursilería romántica?
--Puede. Parecía bastante simplona. Cada vez que la recuerdo dando vueltas con el vestido me dan ganas de potar.
--Ojalá supiéramos cómo consiguió el once.
--Seguro que el chico amoroso lo sabe.
Se callan al oír que vuelve Peeta.
--¿Estaba muerta? --le pregunta el chico del Distrito 2.
--No, pero ahora sí --responde Peeta. En ese momento suena el cañonazo--. ¿Nos vamos?
La manada profesional sale corriendo justo cuando despunta el alba y los cantos de los pájaros llenan el aire. Me quedo en mi incómoda postura, con los músculos temblando durante un rato más, y después me coloco de nuevo sobre la rama. Necesito bajar, seguir adelante, pero, por un momento, me quedo tumbada donde estoy, digiriendo lo que he oído. La chica tontorrona a la que hay que tomarse en serio porque ha conseguido un once; porque sabe usar un arco. Eso Peeta lo sabe mejor que nadie.
Sin embargo, todavía no se lo ha dicho. ¿Está guardándose la información porque sabe que es lo que lo mantiene con vida? ¿Sigue fingiendo que me ama de cara a la audiencia? ¿Qué se le estará pasando por la cabeza?
De repente, los pájaros se callan y uno lanza una aguda llamada de advertencia. Una sola nota, como la que Gale y yo oímos cuando capturaron a la chica pelirroja. Un aerodeslizador se materializa sobre la hoguera moribunda y de él bajan unos enormes dientes metálicos. Poco a poco, con cuidado, meten a la niña muerta en el aparato. Después desaparece y los pájaros reanudan su canción.
--Muévete -olvida a Rue- ya --susurro para mis adentros. No derramaré una lágrima por nadie aquí, aunque me parezca imposible. Rue está muerta. Max sigue vivo, sólo ahí fuera, pero vivo.
Salgo como puedo del saco de dormir, lo enrollo y lo meto en la mochila. Respiro profundamente. Mientras me ocultaban la noche, el saco y las ramas de sauce, las cámaras no habrán podido obtener una buena imagen de mí, pero sé que deben de estar siguiéndome. En cuanto toque el suelo, tengo garantizado un primer plano.
La audiencia habrá estado como loca, sabiendo que estaba en el árbol, que he oído la conversación de los profesionales y que he descubierto que Peeta está con ellos. Hasta que averigüe cómo quiero utilizar la información, será mejor que actúe como si estuviese por encima de todo. Nada de perplejidad y, obviamente, nada de confusión o miedo.
No, tiene que parecer que voy un paso por delante de ellos.
Así que salgo del follaje y llego a la zona iluminada por el alba, me detengo un segundo para que las cámaras puedan captarme, inclino la cabeza ligeramente a un lado y sonrío con suficiencia. ¡Ya está! ¡A ver si descubren lo que significa!
Estoy a punto de marcharme cuando pienso en las trampas. Quizá sea imprudente comprobarlas estando los otros tan cerca, pero tengo que hacerlo. Supongo que llevo demasiados años cazando, aparte de la atracción de la comida. La recompensa es un buen conejo. En un segundo limpio y destripo el animal, dejando la cabeza, las patas, el rabo, el pellejo y las entrañas debajo de una pila de hojas. Me encantaría encender un fuego (comer conejo crudo puede darte tularemia, una lección que aprendí de la peor manera); entonces me acuerdo de Rue. Corro de vuelta a su campamento y, efectivamente, las brasas de su hoguera todavía están calientes. Corto el conejo, fabrico un espetón con ramas y lo pongo sobre las brasas.
Ahora me alegro de tener cámaras alrededor, porque quiero que los patrocinadores vean que puedo cazar, que soy una buena apuesta porque no caeré en las trampas del hambre con tanta facilidad como los demás. Mientras se asa el conejo, machaco parte de una rama quemada y me pongo a camuflar la mochila naranja. El negro la disimula un poco, aunque me parece que una capa de lodo ayudaría bastante. Por supuesto, para conseguir lodo necesito agua...
Me pongo mis cosas, cojo el espetón, echo tierra encima de las brasas y salgo en dirección opuesta a los tributos profesionales. Me como la mitad del conejo por el camino y envuelvo el resto en mi plástico para después. El estómago deja de hacerme ruido, pero la carne no ha servido para quitarme la sed. El agua es mi principal prioridad.
Mientras sigo adelante, estoy segura de que todavía salgo en las pantallas del Capitolio, así que sigo ocultando con cuidado mis emociones; sin embargo, Claudius Templesmith debe de estar pasándoselo en grande con sus comentaristas invitados, diseccionando el comportamiento de Peeta y mi reacción. ¿Qué querrá decir todo esto? ¿Ha revelado Peeta sus verdaderas intenciones? ¿Cómo afecta eso a las apuestas? ¿Perderemos patrocinadores? ¿Acaso tenemos alguno? Sí, yo creo que sí los tenemos o, al menos, los teníamos.
Está claro que Peeta ha lanzado una llave inglesa al engranaje de nuestra dinámica de amantes trágicos. ¿O no? Quizá, como no ha dicho mucho sobre mí, todavía podamos sacarle partido; quizá la gente piense que lo hemos planeado juntos, si da la impresión de que el asunto me divierte.
El sol sube en el cielo e, incluso a través de los árboles, parece demasiado brillante. Me unto los labios con la grasa del conejo e intento no jadear, aunque no sirve de nada, porque ya ha pasado un día y me deshidrato rápidamente. Intento pensar en todo lo que sé sobre la búsqueda de agua: fluye colina abajo, así que, de hecho, seguir por el valle no es mala idea. Si pudiera localizar el rastro de algún animal o alguna zona de vegetación especialmente verde, eso podría ayudarme, pero todo parece igual. Sólo están la pendiente, los pájaros y los mismos árboles.
Conforme avanza el día, sé que voy a tener problemas. La poca orina que expulso es marrón oscuro, me duele la cabeza y noto una sequedad en la lengua que se niega a humedecerse. El sol me hace daño en los ojos, así que me pongo las gafas de sol, aunque, al hacerlo, las noto raras y las vuelvo a guardar en la mochila.
De repente, avanzada la tarde, creo que he encontrado ayuda: veo un arbusto con bayas y corro a coger los frutos para chuparles el jugo. Sin embargo, justo cuando me los estoy llevando a la boca, les echo un buen vistazo: creía que eran arándanos negros, pero tienen una forma distinta y, por dentro, son rojos. No reconozco las bayas; aunque quizá sean comestibles, me parece que es un malvado truco de los Vigilantes. Incluso el instructor de plantas del Centro de Entrenamiento nos dijo que evitásemos las bayas a no ser que estuviésemos seguros al cien por cien de que no eran tóxicas. Era algo que yo ya sabía, pero tengo tanta sed que necesito recordármelo para reunir fuerzas y tirarlas.
La fatiga empieza a pesarme; no la fatiga normal después de una larga caminata, sino que tengo que detenerme y descansar frecuentemente. Sé que no encontraré cura para mi mal si no sigo buscando. Intento una táctica nueva, buscar rastros de agua, pero, por lo que veo en todas direcciones, sólo hay bosque y más bosque.
Decidida a seguir hasta la noche, camino hasta que me tropiezo yo sola.
Agotada, me subo a un árbol y me ato a él. Aunque no tengo hambre, me obligo a chupar un hueso de conejo para tener la boca entretenida. Cae la noche, tocan el himno y veo en el cielo la imagen de Rue, que, al parecer, venía del Distrito 11. La niña a la que Peeta remató.
El miedo que me inspira la manada de profesionales no es nada comparado con la sed. Además, se fueron en dirección opuesta y, en estos momentos, ellos también tendrán que descansar. Con la escasez de agua, puede que hayan vuelto al lago para repostar.
Quizás ésa sea también mi única alternativa.
La mañana sólo me trae preocupaciones. Me palpita la cabeza con cada latido del corazón. Los movimientos más simples hacen que me duelan las articulaciones como si me clavaran cuchillos. Más que bajar del árbol, me caigo de él. Tardo varios minutos en recoger las cosas y, muy dentro de mí, sé que está mal, que debería actuar con más precaución y moverme con más urgencia. Sin embargo, tengo la cabeza embotada y me cuesta seguir un plan. Me apoyo en el tronco del árbol y me acaricio con cuidado la superficie áspera de la lengua mientras evalúo mis opciones. ¿Cómo puedo conseguir agua?
Volver al lago: no, nunca lo conseguiría.
Esperar a que llueva: no hay ni una nube en el cielo.
Seguir buscando: sí, es mi única opción.
Entonces tengo otra idea, y la rabia que siento a continuación me devuelve a la realidad.
¡Haymitch! ¡Él podría enviarme agua! Podría pulsar un botón y enviármela en un paracaídas plateado en pocos minutos. Sé que tengo patrocinadores, al menos uno o dos que podrían permitirse darme medio litro de agua. Sí, cuesta dinero, pero esta gente está forrada de billetes y, además, están apostando por mí. Quizá Haymitch no se dé cuenta de cuánto la necesito.
--Agua --digo, todo lo alto que me atrevo a hablar, y espero, deseando que un paracaídas descienda del cielo. No aparece nada.
Algo va mal. ¿Me engaño al pensar que tengo patrocinadores? ¿O los he perdido por el comportamiento de Peeta? No, no lo creo. Ahí fuera hay alguien que quiere comprarme agua, pero Haymitch no se lo permite. Como mentor, él controla el flujo de regalos de los patrocinadores, y sé que me odia, me lo ha dejado claro. ¿Me odiará lo suficiente para dejarme morir? ¿Así? No puede hacerlo, ¿no? Si un mentor no trata bien a sus tributos, será responsable frente a los telespectadores, frente a la gente del Distrito 12. Ni siquiera Haymitch se arriesgaría a eso, ¿no? Que digan lo que quieran de mis socios comerciantes del Quemador, pero no creo que le permitiesen volver a entrar allí si me deja morir de este modo. ¿De dónde iba a sacar entonces su alcohol? Por tanto, ¿de qué va esto? ¿Intenta hacerme sufrir por haberlo desafiado? ¿Está dirigiendo los regalos a Peeta? ¿Está demasiado borracho para darse cuenta de lo que está pasando? Por algún motivo, no lo creo, y tampoco creo que esté intentando matarme. De hecho, a su manera, ha intentado de verdad prepararme para esto. Entonces, ¿qué?
Me tapo la cara con las manos. No corro el peligro de llorar, no podría producir ni una lágrima aunque me fuese la vida en ello. ¿Qué está haciendo Haymitch? A pesar de la rabia, el odio y la suspicacia, una vocecita dentro de mi cabeza me susurra una respuesta: «Quizá te esté enviando un mensaje». ¿Un mensaje para decirme qué? Entonces lo entiendo; Haymitch sólo tendría una buena razón para no darme agua: saber que estoy a punto de encontrarla.
Aprieto los dientes y me levanto. La mochila parece pesar el triple de lo normal. Cojo una rama rota que me sirva de bastón y me pongo en marcha. El sol cae a plomo, es aún más abrasador que en los dos primeros días, y me siento como un trozo de cuero secándose y agrietándose con el calor. Cada paso me supone un gran esfuerzo, pero me niego a parar, me niego a sentarme. Si me siento, es muy probable que no vuelva a levantarme, que ni siquiera recuerde cuál es mi objetivo.
¡Soy una presa muy fácil! Cualquier tributo, incluso el pequeño Max, podría acabar conmigo ahora mismo; sólo tendría que empujarme y matarme con mi propio cuchillo, y a mí no me quedarían fuerzas para resistirme. Sin embargo, (no creo que Max pueda hacer algo así) si hay alguien más en esta parte del bosque, no me hace caso. Lo cierto es que me siento a millones de kilómetros del resto de la humanidad.
En cualquier caso, no estoy sola, no, seguro que me sigue una cámara. Pienso en los años que pasé viendo cómo los tributos se morían de hambre, congelados, desangrados o deshidratados. A no ser que haya una buena pelea en alguna parte, debo de ser la protagonista.
Me acuerdo de Prim; es probable que no me esté viendo en directo, pero echarán las últimas noticias en el colegio durante el descanso para comer, así que intento no parecer tan desesperada, por ella.
Sin embargo, cuando cae la tarde, sé que se acerca el final. Me tiemblan las piernas y el corazón me va demasiado deprisa. Se me olvida continuamente qué estoy haciendo. Me tropiezo una y otra vez, y, aunque consigo levantarme, cuando por fin se me cae el bastón, me derrumbo por última vez y no me levanto más. Dejo que se me cierren los ojos.
He juzgado mal a Haymitch: no tenía ninguna intención de ayudarme.
«No pasa nada --pienso--. Aquí no se está tan mal.»
El aire es menos caluroso, lo que significa que se acerca la noche. Hay un suave aroma a dulce que me recuerda a los nenúfares. Acaricio la suave tierra y deslizo las manos fácilmente sobre ella.
«Es un buen lugar para morir.»
Dibujo remolinos en la tierra fresca y resbaladiza. «Me encanta el barro», pienso. ¿Cuántas veces he podido seguirle la pista a una presa gracias a esta superficie suave y fácil de leer? También es bueno para las picaduras de abeja. Barro. Barro. ¡Barro! Abro los ojos de golpe y hundo los dedos en la tierra. ¡Es barro! Levanto la nariz y huelo: ¡son nenúfares! ¡Plantas acuáticas!
Empiezo a arrastrarme sobre el lodo, avanzando hacia el aroma. A unos cinco metros de donde había caído atravieso una maraña de plantas que dan a un estanque. En la superficie flotan unas flores amarillas, mis preciosos nenúfares.
Resisto la tentación de meter la cara en el agua y tragar toda la que pueda, porque me queda la suficiente sensatez para no hacerlo. Con manos temblorosas saco la botella, la lleno de agua y añado el número correcto de gotas de yodo para purificarla. La media hora de espera es una agonía, pero la aguanto. Al menos, creo que ha pasado media hora, aunque, sin duda, es lo máximo que puedo soportar.
«Ahora, poco a poco», me digo. Doy un trago y me obligo a esperar. Después otro. A lo largo de las dos horas siguientes me bebo los dos litros enteros. Después otra botella. Me preparo otra antes de retirarme a un árbol, donde sigo sorbiendo, comiendo conejo e incluso me permito gastar una de mis preciadas galletas saladas. Cuando suena el himno, me siendo mucho mejor. Esta noche no sale ninguna cara en el cielo, hoy no han muerto tributos. Mañana me quedaré aquí, descansando, camuflaré mi mochila con lodo, pescaré algunos de los pececillos que he visto mientras bebía y desenterraré las raíces de los nenúfares para prepararme una buena comida. Me acurruco en el saco de dormir y me agarro a la botella de agua como si me fuera la vida en ello, ya que, de hecho, así es.
Unas cuantas horas después me despierta una estampida. Miro a mi alrededor, desconcertada. Todavía no ha amanecido, pero mis maltrechos ojos lo ven; sería difícil pasar por alto la pared de fuego que desciende sobre mí.

2 comentarios:

  1. te he nominado a unos premios en mi blog Cronux, liebster awards: cronuxcaroycaro.blogspot.com

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    1. Es un DETALLAZOOOO que me hayas premiado en los dos blogs!!!! Mil besitos wapa ^^!!!!

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No insultes, porqué aunque esté mentalmente desorientada, mandaré a unos mutos a por ti, y tu comentario acabará en el Árbol del ahorcado.
Gracias por comentar y que te ayude ayude el Ángel ;))