sábado, 30 de noviembre de 2013

Capítulo 15: Una divergente en llamas y con runas

Que fuerteee!!! Me había saltado este capítulo!!!! Sorry guys ^^ 
Aviso de que más abajo está publicado el capítulo 18, por si acaso no lo veis ^^


Capítulo 15: Max Lightwood parte I


Me meto en una pesadilla de la que despierto sólo para encontrarme con algo aún peor. Las cosas que más miedo me dan, las cosas que más temo que le sucedan a los demás, se manifiestan con unos detalles tan vividos que me parecen reales. Cada vez que me despierto pienso que por fin se ha acabado todo, pero no, tan sólo es el comienzo de un nuevo capítulo de torturas. ¿De cuántas formas he visto morir a Prim? ¿Cuántas veces he visto qué Clary, Tris y Madge han muerto al hacerlo yo, abandonándose, hasta que poco a poco les llega el final? ¿Cuántas veces los Lightwood han ideado cómo matarme cuando llego a casa, sin Max? ¿Cuántas veces he revivido los últimos momentos de mi padre? ¿Cuántas veces Peeta me ha matado? ¿Y cuántas me ha dicho que nunca me ha amado ni lo hará? ¿Cuántas veces he sentido que me desgarraban el cuerpo? Así funciona el veneno de las avispas, especialmente creado para atacar el punto del cerebro encargado del miedo.
Cuando por fin vuelvo en mí, me quedo tumbada, esperando a la siguiente ola de imágenes. Sin embargo, al cabo de un rato acepto que mi cuerpo ha expulsado el veneno, dejándome destrozada y débil. Sigo tumbada de lado, en posición fetal. Me llevo una mano a los ojos y compruebo que están enteros, sin rastro de las hormigas que nunca existieron. El mero hecho de estirar las extremidades me supone un esfuerzo enorme; me duelen tantas cosas que no merece la pena hacer inventario. Consigo sentarme muy, muy despacio. Estoy en un agujero poco profundo que no está lleno de las ruidosas burbujas naranja de mis alucinaciones, sino de viejas hojas muertas. Tengo la ropa húmeda, pero no sé si es de agua, rocío, lluvia o sudor. Me paso un buen rato sin poder hacer nada más que darle traguitos a la botella y observar un escarabajo que se arrastra por el lateral de un arbusto de madreselva.
¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Era por la mañana cuando perdí la razón y ahora es por la tarde, aunque tengo las articulaciones tan rígidas que me parece que ha pasado más de un día, quizá dos. Si es así, no tengo forma de saber qué tributos han sobrevivido al ataque de las rastrevíspulas. Está claro que Glimmer y la chica del Distrito 4 no siguen vivas, pero estaban el chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2 y Peeta. ¿Han muerto por las picaduras? Si están vivos, deben de haberlo pasado tan mal estos días como yo. ¿Y qué pasa con Max? Es tan pequeño que no haría falta mucho veneno para acabar con él. Sin embargo..., las avispas tendrían que cogerlo primero, y el niño les llevaba cierta ventaja.
Noto un sabor asqueroso a podrido en la boca, y el agua poco puede hacer por eliminarlo. Me arrastro hasta el arbusto de madreselva y arranco una flor; le quito con cuidado el estambre y me dejo caer la gota de néctar en la lengua. El dulzor se extiende por la boca, me pasa por la garganta y me calienta las venas con recuerdos del verano, los bosques de mi hogar y la presencia de Gale a mi lado. Por algún motivo, recuerdo la discusión que tuvimos la última mañana.
«--¿Sabes qué? Podríamos hacerlo.
»--¿El qué?
»--Dejar el distrito, huir, vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo.»
Y, de repente, dejo de pensar en Gale y me acuerdo de Peeta... ¡Peeta! ¡Me ha salvado la vida!, o eso creo. Porque, cuando nos encontramos, ya no distinguía bien qué era real y qué me había hecho imaginar el veneno de las avispas. Sin embargo, si lo hizo, y mi instinto me dice que así es ¿Por qué? ¿Se limita a explotar la idea del chico enamorado que puso en marcha en la entrevista? ¿O de verdad intentaba protegerme? Y, si lo hacía, ¿por qué se había unido a los profesionales? No tenía ningún sentido, sólo marea más a mi corazón.
Durante un instante me pregunto cómo verá Gale el incidente, pero después me lo quito de la cabeza, porque, por algún motivo, Gale y Peeta no coexisten bien en mis pensamientos.
Así que me centro en la única cosa buena que me ha pasado desde que llegué al estadio: ¡tengo arco y flechas! Una docena completa de flechas, si contamos la que saqué del árbol. No tienen ni rastro de la nociva baba verde que salió del cadáver de Glimmer (lo que me lleva a pensar que quizá no fuera del todo real), aunque sí bastante sangre seca. Las puedo limpiar después, pero decido entretenerme un minuto disparando a un árbol. Se parecen más a las armas del Centro de Entrenamiento que a las que tengo en casa; en cualquier caso, ¿qué más da? Puedo soportarlo.
Las armas me dan una perspectiva completamente nueva de los juegos. Aunque sé que tengo que enfrentarme a unos oponentes duros, ya no soy la presa que corre y se esconde o que adopta medidas desesperadas. Si Cato surgiera ahora de entre los árboles, no huiría, dispararía. Me doy cuenta de que espero con impaciencia ese momento.
Sin embargo, primero debo ponerme fuerte, porque vuelvo a estar muy deshidratada y mi reserva de agua está en niveles peligrosos. He perdido los kilos de más que conseguí engordar atiborrándome en el Capitolio, además de otros cuantos kilos propios. No recuerdo haber tenido tan marcados los huesos de las caderas y las costillas desde aquellos horribles meses que siguieron a la muerte de mi padre. Además, están las heridas: quemaduras, cortes y moratones por caerme entre los árboles, y tres picaduras de avispa, que están tan irritadas e hinchadas como al principio. Cojo mi estela y vuelvo a repasar la runa de curación, aunque poco hace por mejorar las picaduras. Mi madre conocía un tratamiento para esto, un tipo de hoja que podía extraer el veneno; como apenas solía usarlo, no recuerdo ni su nombre, ni su apariencia.
«Primero, el agua --pienso--. Ahora puedes cazar mientras avanzas.»
Me resulta fácil seguir la dirección por la que vine, gracias a la senda de destrucción que abrió mi cuerpo enloquecido a través del follaje. De modo que me alejo en dirección contraria, esperando que mis enemigos sigan encerrados en el mundo surrealista del veneno de las rastrevíspulas.
No puedo andar demasiado deprisa, pues mis articulaciones se niegan a hacer movimientos abruptos, pero mantengo el paso lento del cazador, el que uso cuando rastreo animales. En pocos minutos diviso un conejo y mato mi primera presa con el arco. Aunque no es uno de mis tiros limpios de siempre, lo acepto. Al cabo de una hora encuentro un arroyo poco profundo y ancho, más que suficiente para lo que necesito. El sol cae con fuerza, así que, mientras espero a que se purifique el agua, me quedo en ropa interior y me meto en la corriente. Estoy mugrienta de pies a cabeza. Intento echarme agua encima, pero al final acabo tumbándome en el agua unos minutos, dejando que lave el hollín, la sangre y la piel que ha empezado a desprenderse de las heridas. Después de enjuagar la ropa y colgarla en unos arbustos para que se seque, me siento en la orilla durante un rato y me desenredo el pelo con los dedos. Recupero el apetito, y me como una galleta y una tira de cecina. Después le limpio la sangre a mis armas plateadas con un poco de musgo.
Más fresca, me vuelvo a tratar las quemaduras, esta vez con remedios naturales, ya que duele más repasar la runa que las quemaduras en si. Me trenzo el pelo y me pongo la ropa mojada; sé que el sol la secará rápidamente. Seguir el curso del arroyo contracorriente parece lo más apropiado. Ahora estoy avanzando cuesta arriba, cosa que prefiero, con una fuente de agua no sólo para mí, sino también para posibles presas. Derribo fácilmente un extraño pájaro que debe de ser una especie de pavo silvestre; en cualquier caso, me parece bastante comestible. A última hora de la tarde decido encender un pequeño fuego para cocinar la carne, suponiendo que el crepúsculo ayudará a ocultar el humo y que tendré la hoguera apagada cuando caiga la noche. Limpio las piezas, prestando especial atención al pájaro, pero no veo que tenga nada alarmante. Una vez arrancadas las plumas, no es más grande que un pollo, y está gordito y firme. Cuando pongo el primer montón sobre los carbones, oigo una rama que se rompe.
Me vuelvo hacia el sonido, y saco arco y flecha con un solo movimiento. No hay nadie; al menos, que yo vea. Entonces distingo la punta de una bota de niño asomando por detrás del tronco de un árbol; me relajo y sonrío. Este crío puede moverse por los bosques como una sombra, hay que reconocerlo. Si no, ¿cómo podría haberme seguido? Se nota que es un Lightwood, aunque sea tan pequeño. Las palabras surgen antes de poder detenerlas.
-- ¡Max!  --avanzo rápidamente hasta el árbol, pero me detengo a metro y medio.
Me doy cuenta de que el arco sigue en posición defensiva y que en estos momentos debo parecer una asesina llamando a su víctima; estoy segura de qué e asa creen que la arena me ha afectado y no soy racional. Lo miro, haciéndome la sorprendida, como si no recordara que seguía ahí en alto, y lo bajo. Eso les dará más confianza que bajarlo simplemente.
No obtengo respuesta durante un momento, pero entonces uno de los ojos de Max sale del cobijo del árbol.
-- Katniss --dice inseguro, casi parece una pregunta.
-- Max --digo. Abro los brazos y me arrodillo en el suelo. Está más demacrado de lo que me había parecido, y aunque siempre ha sido una raspilla, ahora es… se lanza a mis brazos y compruebo que podía rodearlo con uno solo. Empieza a sollozar, y yo acaricio su cabecita, mientras lo acurruco entre mis brazos, como un bebé.
-- Shhhshhhh… tranquilo, estás bien, estás conmigo. Shhhshhhh… -lo tranquilizo.
Pasa sus bracitos por mi cuello y se me rompe el alma.
-- Ya está --digo. Debo ser fuerte por los dos, ya que su fachada de pillín ha pasado a segundo plano con este desahogo entre mis brazos, aunque, qué quieren que haga? Es un niño, no puede hacer otra cosa.
Me levanto con él en brazos, y se alarma un poco. Despega su cara de mí cuello, ahora manchado por sus lágrimas.
--¿Sabes que ellos no son los únicos que pueden aliarse? --digo.
--¿Quieres que seamos aliados? --dice con voz entrecortada.
--¿Por qué no? Me has salvado de esas rastrevíspulas, eres lo bastante listo para seguir vivo y, de todos modos, no me libro de ti. --Resaltar todo lo bueno que ha hecho me parece una buena forma de mandar una indirecta a los patrocinadores, aunque sepa que no servirá de nada. Ya está muerto. Parpadeo para no llorar, porque no podemos morir los dos--. ¿Tienes hambre? --Haré sus últimos días sean buenos, dentro de lo que cabe. Veo que traga saliva de forma visible y observa la carne--. Vamos, hoy he matado dos presas.
--Puedo curarte las picaduras --dice, saliendo del agarre de mis brazos y sentándose frente a mí de piernas cruzadas.
-- La estela no sirve --declaro.
-- Porqué es veneno --dice, rascándose los ojitos irritados con el puño. Cada vez que actúa como un niño me rompo en un trocito más.
--Entonces, ¿cómo? --Él mete la mano en su mochila y saca un puñado de hojas. Estoy casi segura de que son las que usa mi madre--. ¿Dónde las has encontrado?
--Por ahí. Jace me enseñó… --no puede decir más; se echa a llorar. Me abalanzo sobre él y vuelvo a apretarle contra mi pecho.
-- Él está muy orgulloso de ti -digo mirando hacia la corteza de un árbol (con el tiempo que he pasado aquí, es fácil identificar algunas cámaras), lo suficientemente bajo para que no lo oiga cualquier otro tributo, pero lo suficientemente alto como para que lo capten las cámaras. Jace oirá esto-- Todos están muy orgullosos de ti. Yo también.
-- Katniss --solloza--, te…, te…
-- Y yo --lo aprieto más contra mí--. Y yo. Y toda tu familia. ¿Recuerdas a Prim, a mi madre? ¿Gale? ¿Clary? ¿Tris? ¿Madge? ¿Cuatro?  --noto como asiente, y susurra un “daba un poco de miedo”, que me hace reír-- Yo también echo de menos a mucha gente --enredo mis dedos un su pelo y mi corazón late muchísimo más deprisa, mientras respiro sonoramente, aunque me prometo que no lloraré--, pero hay que ser fuerte. Porque somos del Distrito 12, porque somos mineros fuertes, porque tenemos que demostrarlo. El Distrito 12 no se rinde, aunque lleguemos a esto. Porque justo por todos ellos --repito sus nombres completos alto y claro, porque no quiero olvidarlos nunca, aunque la arena me vuelva loca. No moriré sin recordarlos, no me los quitarán-- Prim, mamá, Gale, Madge, Jace, Isabelle, Clary, Beatrice, Tobias, Simon, incluso el cascarrabias de tu hermano Alexander…
-- Alec… -suspira él.
-- … por todos ellos  --continúo--. Se lo debemos. Porque son personas maravillosas, y hemos tenido la suerte de que compartan su vida con nosotros. Así que hay que ser fuerte, demostrar que somos del doce, agradecer a todas las personas a las que queremos que hayan gastado su tiempo con nosotros, porque pase lo que nos pase, volvamos a casa o no, tenemos que demostrar que nosotros hemos vivido, y nunca nos olvidarán.
Me dejo caer junto al fuego. Max se hace un ovillo a mí lado y yo aprieto los puños para no llorar. Necesito distraerme, ya.
Me remango la pernera para descubrir la picadura de la rodilla. Max, a pesar de todo, me sorprende metiéndose un puñado de hojas en la boca y masticándolas. Mi madre usaría otros métodos, pero tampoco me quedan muchas opciones. Al cabo de un minuto, Max comprime un buen montón de hojas masticadas y me lo escupe en la rodilla.
--Ohhh --digo, sin poder evitarlo. Es como si las hojas filtrasen el dolor de la picadura y lo expulsasen.
--Menos mal que tuviste la sensatez de sacarte los aguijones --comenta Max, después de soltar unas risillas, como si naa hubiera ocurrido. Es un pequeño hombre quelo ha pillado y me ha hecho caso--. Si no, estarías mucho peor.
--¡El cuello! ¡La mejilla! --exclamo, casi suplicante.
Max se mete otro puñado de hojas en la boca y, al cabo de un momento, me río a carcajadas, porque el alivio es maravilloso. Veo que el niño tiene una larga quemadura en el brazo.
--Tengo algo para eso. --Dejo a un lado las armas y rebusco en la mochila para encontrar la estela.
-- ¿Quieres hacértela tú? --pregunto. Niega con la cabeza
-- Tienes buenos patrocinadores --dice él, anhelante, mientras hago presión sobre su brazo con la brillante estela.
-- ¿Te han enviado algo? --pregunto, y él sacude la cabeza--. Pues lo harán, ya verás. Cuanto más cerca estemos del final, más gente se dará cuenta de lo listo que eres.
Finalizo la runa de curación y él no se queja por el dolor ni suelta ni una lágrima. Es un Lightwood.
Le doy la vuelta a la carne.
-- No estabas bromeando, ¿verdad? Sobre lo de aliarnos.
-- No, lo decía en serio.
Casi oigo los gruñidos de Haymitch al ver que me junto con este niño menudo, pero lo quiero a mi lado porque es un superviviente, porque confío en él y, por qué no admitirlo, porque  verdad le quiero. Le vi nacer, crecer, e incluso le di algunas lecturas que mi madre me había recomendado para ganármelo; es como un hermano para mí.
-- Vale --responde, y me ofrece la mano. Le doy la mía--. Trato hecho.
Max aporta a la comida un buen puñado de una especie de raíces con aspecto de tener almidón. Al asarlas al fuego saben agridulces, como la chirivía. Además, reconoce el pájaro, un ave silvestre a la que llaman «granso». Su madre y la gran biblioteca que tiene ensu casa son los responsables de qué sepa eso.
La conversación se detiene un momento mientras nos llenamos la tripa. El granso tiene una carne deliciosa, tan jugosa que te caen gotitas de grasa por la cara cuando la muerdes.
Sacamos toda la comida que tenemos, para organizamos. Él ya ha visto casi toda la mía, pero añado el último par de galletas saladas y las tiras de cecina a la pila. Él ha recogido una buena colección de raíces, nueces, vegetales y hasta algunas bayas.
Cojo una baya que no me resulta familiar.
--¿Estás seguro de que es inofensiva?
--Oh, sí, en casa comemos. Llevo varios días comiéndolas --responde, metiéndose un puñado en la boca.
Le doy un mordisco de prueba a una y sabe tan bien como nuestras moras. Cada vez estoy más segura de que aliarme con Max ha sido buena idea. Dividimos la comida; así, si nos separamos, estaremos abastecidas durante unos días. Aparte de la comida, él tiene una pequeña bota con agua, una honda casera y un par de calcetines de recambio. También lleva un trozo de roca afilada que utiliza como cuchillo.
--Sé que no es gran cosa --dice, como si se avergonzara--, pero tenía que salir de la Cornucopia a toda prisa.
--Hiciste bien --respondo.
Cuando saco todo mi equipo, y ahoga un grito al ver las gafas de sol.
--¿Cómo las has conseguido?
--Estaban en la mochila. Hasta ahora no me han servido de nada, no bloquean el sol y hacen que resulte difícil ver con ellas --respondo, encogiéndome de hombros.
--No son para el sol, son para la oscuridad --exclama Max.
--¿Y para qué sirven? --le pregunto, cogiendo las gafas.
--Te permiten ver a oscuras. Pruébalas esta noche, cuando se vaya el sol.
Le doy algunas cerillas y él se asegura de que tenga hojas de sobra, por si se me hinchan otra vez las picaduras. Apagamos la hoguera y nos dirigimos arroyo arriba hasta que está a punto de anochecer.
--¿Dónde duermes? --le pregunto--. ¿En los árboles? --asiente--. ¿Abrigado con la chaqueta, nada más?
--Tengo esto para las manos --responde, enseñándome los calcetines de repuesto.
--Puedes compartir el saco de dormir conmigo, si quieres --le ofrezco; me acuerdo bien de lo frías que han sido las noches--. Las dos cabemos de sobra. --Se le ilumina la cara y sé que es más de lo que se atrevía a desear.
Elegimos una rama de la parte alta de un árbol y nos acomodamos para pasar la noche justo cuando empieza a sonar el himno. Hoy no ha muerto nadie.
--Max, acabo de despertarme hoy. ¿Cuántas noches me he perdido?
El himno debería ahogar nuestras palabras, pero, aun así, susurro. Incluso tomo la precaución de taparme los labios con la mano, porque no quiero que la audiencia sepa lo que estoy pensando contarle sobre Peeta. Él se da cuenta y hace lo mismo.
--Dos. Las chicas de los distritos 1 y 4 están muertas. Quedamos diez.
--Pasó una cosa muy rara. Al menos, eso creo, aunque puede que el veneno de las rastrevíspulas me hiciese imaginar cosas. ¿Peeta? Creo que me ha salvado la vida, pero estaba con los profesionales.
--Era bueno cuando estábamos juntos en el etrenamiento, y ya no está con ellos. Los he espiado en su campamento, junto al lago. Regresaron antes de derrumbarse por el veneno, pero él no iba con ellos. Quizá te salvara de verdad y tuviera que huir.
No respondo. Si, de hecho, Peeta me salvó, vuelvo a estar en deuda con él, y esta deuda no puedo pagársela.
--Si lo hizo, seguramente sería parte de su actuación. Ya sabes, para que la gente se crea que me quiere.
--Oh --dice Max, pensativa--. A mí no me pareció una actuación, de verdad es bueno.
--Claro que sí, pero lo preparó con Haymitch. --El himno acaba y el cielo se oscurece--. Vamos a probar esas gafas. --Las saco y me las pongo; Max no bromeaba, lo veo todo, desde las hojas de los árboles hasta una mofeta que se pasea entre los arbustos a unos quince metros de nosotras. Podría matarla desde aquí si me lo propusiera, podría matar a cualquiera--. Me pregunto quién más tendrá unas de éstas.
--Los profesionales tienen dos, pero lo guardan todo en el lago. Y son muy fuertes.
--Nosotros también, aunque de una forma distinta.
--Tú eres fuerte. Eres capaz de disparar. ¿Qué puedo hacer yo?
--Puedes alimentarte. ¿Y ellos?
--No les hace falta, tienen un montón de suministros.
--Supón que no los tuvieran. Supón que los suministros desapareciesen. ¿Cuánto durarían? Es decir, estamos en los Juegos del Hambre, ¿no?
--Pero, Katniss, ellos no tienen hambre.

--No, es verdad, ése es el problema --reconozco, y, por primera vez desde que llegamos, se me ocurre un plan, un plan que no está motivado por la necesidad de huir; un plan de ataque--. Creo que vamos a tener que solucionar eso, Max.

Capítulo 18: Una divergente en llamas y con runas

Holiiiiiiiiiiiiiiis!!!!!!!!! Estoy feliz, no sé porque, ya que tengo la semana plagada de exámenes, pero soy positiva y soy feliz ^^ Por eso, en cuanto me he acordado del blog, he cogido el portátil para publicar.
Este capítulo es muy bonito,intenso y triste,muy pero que muy triste :(( Pero bueno, conservamos la felicidad!!!!
En definitiva,amo el capítulo; de principio a fin.

BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))


Capítulo 18: Max Lightwood parte III


El chico del Distrito 1 muere antes de poder sacar la lanza. Mi flecha se le clava en el centro del cuello, y él cae de rodillas y reduce el poco tiempo que le queda de vida al sacarse la flecha y ahogarse en su propia sangre. Yo ya he recargado y muevo el arco de un lado a otro, mientras le grito a Max:
--¿Hay más? ¿Hay más?
Tiene que repetirme varias veces que no antes de que lo oiga.
Max ha rodado por el suelo con el cuerpo acurrucado sobre la lanza. Aparto de un empujón el cadáver del chico y saco el cuchillo para liberarlo de la red. Con sólo echarle un vistazo a la herida sé que está más allá de mis conocimientos de sanadora, y seguramente esté más allá de los conocimientos de cualquiera. La punta de la lanza se ha clavado hasta el fondo en su estómago. Me agacho a su lado y miro el arma con impotencia; no tiene sentido consolarlo con palabras, decirle que se pondrá bien, porque no es idiota. Alarga una mano y me aferro a ella como si fuese un salvavidas, como si fuese yo la que se muere, y no Max. Simplemente empiezo a llorar, porque lo sé, porque lo he admitido: Max, un niño al que quiero tanto como si fuera mi hermano, se está muriendo. Sí, se está muriendo delante de mí, ahora mismo. Soy una inútil, una idiota, una irresponsable… ¿Por qué tenía que dejarlo sólo? ¡¿Por qué?!
--¿Volaste la comida en pedazos? --susurra.
--Hasta el último trocito --contesto. Aparto uno de sus oscuros rizos de la frente.
--Vas a ganar.
--Lo haré. Ahora voy a ganar por los dos --le prometo. Oigo un cañonazo y levanto la vista; debe de ser por el chico del Distrito 1. Lo merece. Ha matado a un niño… ¡Ha matado a Max! Se lo merece, lo merecía… ¿merezco yo lo mismo? Yo lo he matado a él. No, ¿no?, no es lo mismo él…, él ha hundido una lanza en el estómago de Max. Lo merecía, y me da igual si ahora yo también merezco el mismo destino. Tenía que hacerlo.
--No te vayas --me pide, apretándome la mano.
--Claro que no, me quedo donde estoy --lloro descontroladamente, con hipeos fuertes e irregulares y grandes lagrimones peleando por caer. Me acerco más a él y le apoyo la cabeza en mi regazo. Una de mis lágrimas cae sobre su pálida mejilla y rueda hasta esconderse tras su barbilla. Estira su brazo hasta acariciarme delicadamente con la mano libre. «Katniss --pienso--, es él el que se muere» Le recojo la mano y le doy un beso.
Mi lloro aumenta.
--Canta --dice, aunque apenas lo oigo.
«¿Cantar? --pienso--. ¿Cantar el qué?»
Me sé unas cuantas canciones porque, aunque resulte difícil de creer, en mi hogar hubo música una vez, música que yo ayudé a crear. Mi padre siempre me animaba con esa voz tan maravillosa que tenía, pero no he cantado desde su muerte, salvo cuando Prim se pone muy enferma. Entonces canto las mismas canciones que le gustaban cuando era un bebé.
Cantar. Las lágrimas me han hecho un nudo en la garganta, y estoy ronca por el humo y la fatiga, pero si es la última voluntad de Max tengo que intentarlo, por lo menos. La canción que me viene a la cabeza es una nana muy sencilla, una que cantamos a los bebés nerviosos y hambrientos para que se duerman. Creo que es muy, muy antigua, alguien se la inventó hace muchos años, en nuestras colinas; es lo que mi profesor de música llama un aire de montaña. Sin embargo, las palabras son fáciles y tranquilizadoras, prometen un mañana más feliz que este horrible trozo de tiempo en el que nos encontramos.
Toso un poco, trago saliva y empiezo:

 En lo más profundo del prado, allí, bajo el sauce,
 hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
 recuéstate en ella, cierra los ojos sin miedo
 y, cuando los abras, el sol estará en el cielo.

 Este sol te protege y te da calor,
 las margaritas te cuidan y te dan amor,
 tus sueños son dulces y se harán realidad
 y mi amor por ti aquí perdurará.

Max ha cerrado los ojos. Todavía se le mueve el pecho, pero cada vez con menos fuerza. Mis lágrimas fluyen con más fuerza si es posible, pero tengo que terminar la canción para ella. Le aprietola mano con más fuerza.

 En lo más profundo del prado, bien oculta,
 hay una capa de hojas, un rayo de luna.
 Olvida tus penas y calma tu alma,
 pues por la mañana todo estará en calma.

 Este sol te protege y te da calor,
 las margaritas te cuidan y te dan amor.

Los últimos versos son apenas audibles:

 Tus sueños son dulces y se harán realidad
 y mi amor por ti aquí perdurará.

Todo queda en silencio; entonces, de una manera que resulta casi inquietante, los sinsajos repiten mi canción.
Me quedo sentada un momento, viendo cómo mis lágrimas caen sobre su cara. Suena el cañonazo de Max, y yo me inclino sobre él y le doy un beso en la sien. Despacio, como si no quisiera despertarlo, dejo su cabeza en el suelo y le suelto la mano. Cierro los puños hasta clavarme las uñas y grito. Me da igual quién me oiga, ya me da igual. Necesito desahogarme «Que vengan, si me quieren que vengan. Acabarán como el Distrito1»
Vuelvo a gritar, una y otra vez, hasta que no me queda voz. Max está muerto, Max ha muerto, Max está muerto… No lo he hecho bien. No he cuidado bien de él. Es culpa mía. No lo he protegido. No sería buena madre.
Seguro que quieren que me vaya para poder recoger los cadáveres, y ya no hay ninguna razón para que me quede. Pongo boca abajo el cadáver del chico del Distrito 1, le quito la mochila y le arranco la flecha que le ha quitado la vida. Después corto las correas de la mochila de Max, porque sé que él habría querido que me la llevase, pero no le saco la lanza del estómago. Las armas que estén dentro de los cadáveres se transportan con ellos al aerodeslizador; no necesito una lanza, así que, cuanto antes desaparezca del estadio, mejor.
No puedo dejar de mirar a Max. Parece más pequeño que nunca, un cachorrito acurrucado en un nido de redes. Me resulta imposible abandonarlo así; aunque ya no vaya a sufrir más daño, da la impresión de estar completamente indefenso. El chico del Distrito 1 también parece vulnerable, ahora que está muerto, así que me niego a odiarlo; a quien odio es al Capitolio por hacernos todo esto.
Oigo la voz de Gale; sus desvaríos sobre el Capitolio ya no me parecen inútiles, ya no puedo hacerles caso omiso. La muerte de Max me ha obligado a enfrentarme a mi furia contra la crueldad, contra la injusticia a la que nos someten. Sin embargo, aquí me siento todavía más impotente que en casa, pues no hay forma de vengarme del Capitolio, ¿verdad?
Entonces recuerdo las palabras de Peeta en el tejado: «Pero desearía poder encontrar una forma de... de demostrarle al Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos».
Por primera vez, entiendo lo que significa.
Quiero hacer algo ahora mismo, aquí mismo, algo que los avergüence, que los haga responsables, que les demuestre que da igual lo que hagan o lo que nos obliguen a hacer, porque siempre habrá una parte de cada uno de nosotros que no será suya. Tienen que saber que Max era algo más que una pieza de sus juegos, igual que yo misma.
A pocos pasos de donde estamos hay un lecho de flores silvestres. En realidad, quizá sean malas hierbas, pero tienen flores con unos preciosos tonos de violeta, amarillo y blanco. Recojo un puñado y regreso con Max; poco a poco, tallo a tallo, decoro su cuerpo con las flores: cubro la fea herida, le rodeo la cara, le peino el pelo. Tendrán que emitirlo o, si deciden sacar otra cosa en este preciso momento, tendrán que volver aquí cuando recojan los cadáveres, y así todos la verán y sabrán que lo hice yo. Doy un paso atrás y lo miro por última vez; lo cierto es que podría estar dormido de verdad en ese prado. Me dejo caer de rodillas a su lado y me hago un ovillo, dejando que las lágrimas vuelvan a deslizarse. Me clavo las uñas en el estómago y aprieto los ojos, provocándome un fuerte dolor de cabeza. Jace. Isabelle. Los Lightwood. Ellos saben tan bien como yo que es culpa mía. La idea fue mía. No estaba aquí con él. Protegerle, era mi deber. Si vuelvo, ¿qué dirección tomará nuestra relación? ¿Me odian? Seguro que sí, seguro que los he perdido…
Lloro más fuerte. Me levanto y pateo un árbol hasta que me derrumbo sobre el mismo, manchando el rugoso tronco con mis lágrimas. Me arrastro a gatas hasta Max. Observo su paz, su calma, su perfección, su belleza. Había inteligencia en su mirada.
--Adiós, Max --susurro.
Me llevo los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después lo apunto con ellos. Me alejo sin mirar atrás.
Los pájaros guardan silencio. En algún lugar, un sinsajo silba la advertencia que precede a un aerodeslizador; no sé cómo lo sabe, debe de oír cosas que los humanos no podemos. Me detengo y clavo la vista en lo que tengo delante, no en lo que sucede detrás de mí. No tardan mucho; después continúa el canto de siempre de los pájaros y sé que él se ha ido, que nunca volveré a verlo leer sentado en un escalón, que nunca volveré a ver esa mirada de admiración cuando observaba a su hermano luchar, que nunca volveré a ver cómo se ruborizaba cuando jugaba a solas con Prim y Jace se metía amistosamente con él. Que nunca volverá.
Otro sinsajo, con aspecto de ser joven, aterriza en una rama delante de mí y entona la melodía de Max. Mi canción y el deslizador eran demasiado extraños para que este novicio los repitiese, pero ha dominado el puñado de notas de Max, las que significan que está a salvo.
--Sano y salvo --digo al pasar bajo su rama--. Ya no tenemos que preocuparnos por él.
Sano y salvo.
No tengo ni idea de qué dirección tomar. Ya se ha desvanecido aquella vaga sensación de estar en casa de la que disfruté la noche que pasé con Max. Mis pies me llevan por donde quieren hasta que se pone el sol, y yo no tengo miedo, ni siquiera estoy alerta, lo que me convierte en una presa fácil, salvo por el detalle de que mataría a cualquiera que se me pusiera delante. Sin emoción y sin que me temblasen las manos. El odio que siento por el Capitolio no ha templado en absoluto el odio que siento por mis competidores, sobre todo por los profesionales. Al menos a ellos puedo hacérselas pagar por la muerte de mi amigo.
Sin embargo, nadie aparece. Ya no quedamos muchos en el estadio y, dentro de nada, se inventarán otro truco para juntarnos. No obstante, ya habrán tenido suficiente sangre por hoy, y quizá nos permitan dormir.
Me subo a un árbol y trepo a una altura peligrosa, aunque no por seguridad, sino para alejarme todo lo posible de este día. Mi saco de dormir está bien doblado dentro de la mochila de Max. Mañana ordenaré las provisiones; mañana decidiré un nuevo plan. Sin embargo, esta noche sólo soy capaz de amarrarme con el cinturón y evadirme.
El sello no tarda en aparecer, seguido del himno, que sólo oigo con el oído derecho. Veo al chico del Distrito 1 y a Max; nada más por hoy.
«Quedamos seis --pienso--. Sólo seis.»
Me quedo dormida de inmediato.

A veces, cuando las cosas van especialmente mal, mi cerebro me regala un sueño feliz: una visita a mi padre en el bosque o una hora de sol y tarta con Prim. Esta noche me envía a Max, todavía cubierto de flores, subido a un alto mar de árboles, intentando enseñarme a hablar con los sinsajos. No veo ni rastro de sus heridas, ni sangre; sólo un niño brillante y sonriente. Canta canciones que no he oído nunca con una voz clara y melódica, una y otra vez, durante toda la noche. Paso por un periodo intermedio de duermevela en el que oigo las últimas notas de su música, aunque él ya se ha perdido entre las hojas. Cuando me despierto del todo, me siento reconfortada durante un momento; intento aferrarme a la sensación de tranquilidad del sueño, pero se va rápidamente, y me deja más triste y sola que nunca.
Me pesa todo el cuerpo, como si me corriese plomo líquido por las venas. He perdido la voluntad necesaria hasta para las tareas más sencillas. Me limito a quedarme donde estoy, contemplando sin parpadear el dosel de hojas. Me paso varias horas sin moverme y, como siempre, es la imagen de la cara de preocupación de Prim viéndome en pantalla lo que me saca de mi letargo.
Empiezo por una serie de órdenes fáciles, como: «Ahora tienes que sentarte, Katniss. Ahora tienes que beber agua, Katniss». Sigo las órdenes con lentos movimientos robóticos. «Ahora tienes que ordenar las provisiones, Katniss.»
En la mochila de Max está mi saco de dormir, su bota de agua casi vacía, un puñado de nueces y raíces, un poco de conejo, sus calcetines de recambio y su honda. El chico del Distrito 1 tiene varios cuchillos, dos cabezas de lanza de repuesto, una linterna, un saquito de cuero, un botiquín de primeros auxilios, una botella llena de agua y una bolsa de fruta desecada. ¡Una bolsa de fruta desecada! De todas las cosas que podría haber cogido, se le ocurre llevarse esto. Para mí es una señal de extrema arrogancia: ¿por qué molestarse en llevar comida cuando tienes todo un botín en el campamento, cuando matas con tanta rapidez a tus enemigos que puedes estar de vuelta antes de que te entre hambre? Sólo espero que los demás profesionales viajasen igual de ligeros en lo tocante a la comida y ahora no tengan nada. Hablando de lo cual, mis suministros también empiezan a menguar. Me acabo lo que queda del conejo. Hay que ver lo deprisa que desaparece la comida; sólo me quedan las raíces y nueces de Max, la fruta desecada del chico y una tira de cecina.
«Ahora tienes que cazar, Katniss», me digo.
Obedezco y meto las provisiones que me interesan en mi mochila. Después, bajo del árbol, y escondo los cuchillos y las puntas de lanza del chico bajo una pila de rocas para que nadie más pueda usarlas. Me he desorientado con todas las vueltas que di ayer por la noche, pero intento volver en la dirección aproximada del arroyo. Sé que voy por buen camino cuando me encuentro con la tercera fogata de Max, la que no llegó a encender. Poco después descubro una bandada de gransos en un árbol y derribo a tres antes de que puedan reaccionar. Vuelvo a la fogata de Max y la enciendo, sin preocuparme por el exceso de humo.
«¿Dónde estás, Cato? --pienso, mientras aso los pájaros y las raíces de Max--. Te estoy esperando.»
¿Quién sabe dónde estarán los profesionales? Demasiado lejos para alcanzarme, demasiado seguros de que les he preparado una trampa o... ¿Será posible que les dé miedo? Saben que tengo el arco y las flechas, claro, porque Cato me vio quitárselas a Glimmer, pero ¿habrán sabido unir los puntos? ¿Sabrán que yo hice volar las provisiones y maté a su compañero? Seguramente creen que esto último lo hizo Thresh. ¿Y la Comadreja? ¿Se quedó para ver cómo estallaba el alijo? No, cuando la encontré riendo entre las cenizas, a la mañana siguiente, era como si alguien le hubiese dado una bonita sorpresa.
Dudo que crean que Peeta encendió las hogueras, porque para Cato es como si estuviera muerto. De repente, se me ocurre que me gustaría poder contarle a Peeta lo de las flores que coloqué sobre Max, que ya entiendo lo que intentaba decirme en el tejado. Quizá si gana los juegos podrá verlo la noche de la victoria, cuando repongan los mejores momentos de la competición en una pantalla sobre el escenario en el que hicimos las entrevistas. El ganador se sienta en el lugar de honor de la plataforma, rodeado por su equipo de apoyo.
Pero le dije a Max que yo ganaría por los dos y, por algún motivo, me parece más importante eso que la promesa que le hice a Prim. Max…
Ahora creo de corazón que tengo la oportunidad de lograrlo, de ganar. No es sólo por las flechas o por haber sido más lista que los profesionales unas cuantas veces, aunque eso ayuda, sino porque pasó algo cuando sostenía la mano de Max, cuando veía cómo se le iba la vida. Estoy decidida a vengarlo, a impedir que olviden su muerte, y sólo puedo conseguirlo si gano e impido que me olviden a mí.
Aso demasiado los pájaros, con la esperanza de que aparezca alguien a quien disparar, pero nada. Quizá los demás tributos estén demasiado ocupados matándose a palos, lo que no me iría mal. Desde el baño de sangre, he aparecido en pantalla más veces de las que me gustaría.
Al final envuelvo la comida y vuelvo al arroyo para recoger agua y algunas plantas, pero la pesadez de esta mañana me ataca de nuevo y, aunque no es más que última hora de la tarde, me subo a un árbol y me preparo para dormir. Mi cerebro empieza a revivir los acontecimientos de ayer: veo a Max atravesado por la lanza, y mi flecha en el cuello del chico. No sé por qué debería preocuparme por lo que le hice al chico.
Entonces me doy cuenta de que es mi primer asesinato.
Junto con las otras estadísticas que se hacen públicas para ayudar a la gente con sus apuestas, cada tributo tiene una lista de asesinatos. Supongo que, técnicamente, me habrán apuntado el de Glimmer y el de la chica del Distrito 4, por haberles tirado el nido de avispas. Pero el chico del Distrito 1 ha sido la primera persona a la que he matado conscientemente. Numerosos animales han muerto a mis manos, pero sólo una persona. Oigo decir a Gale: «¿De verdad hay tanta diferencia?».
El acto en sí se parece tanto que resulta sorprendente: tensas el arco y disparas una flecha. Sin embargo, el resultado no tiene nada que ver; he matado a un chico que no sé ni cómo se llama. Sus amigos clamarán por mi sangre, quizá tuviese una novia que realmente creyera que volvería a verlo...
Pero cuando pienso en el cuerpo inmóvil de Max, consigo apartar al chico de mi mente; al menos, por ahora.
Según el cielo, hoy no ha pasado nada importante, no ha habido muertes. Me pregunto cuánto tardarán en provocar la siguiente catástrofe para unirnos. Si va a ser esta noche, quiero dormir un poco primero, así que me tapo la oreja buena para no oír el sonido del himno, aunque después sí oigo las trompetas y me siento de golpe, a la espera.
Normalmente, la única información que reciben los tributos del exterior es el recuento diario de muertes. Sin embargo, de vez en cuando, tocan las trompetas para hacer un anuncio; lo más común es que se trata de una invitación a un banquete. Cuando la comida escasea, los Vigilantes llaman a los jugadores para que participen en una comilona celebrada en un lugar conocido por todos, como la Cornucopia, animándolos así a que se reúnan y luchen. A veces es un banquete de verdad, mientras que otras se trata de una hogaza de pan rancio por la que competir. Yo no iría a por comida, pero podría ser el momento ideal para acabar con unos cuantos rivales.
La voz de Claudius Templesmith retumba en el cielo, felicitándonos a los seis que quedamos, pero no nos invita a un banquete, sino que dice algo muy extraño: han cambiado una regla de los juegos. ¡Han cambiado una regla! Por sí solo, eso ya es alucinante, porque no tenemos ninguna regla propiamente dicha, salvo que no podemos salir del círculo inicial hasta pasados sesenta segundos y la regla implícita de no comernos entre nosotros. Según la nueva regla, los dos tributos del mismo distrito se declararán vencedores si son los últimos supervivientes. Claudius hace una pausa, como si supiera que no lo estamos entendiendo, y repite la regla otra vez. Asimilo la noticia: este año pueden ganar dos tributos, siempre que sean del mismo distrito. Los dos pueden vivir; los dos podemos vivir.

Antes de poder evitarlo, grito el nombre de Peeta.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Capítulos 16 y 17: Una divergente en llamas y con runas

Amo estos capítulos. Aunque se han retrasado, sinceramente los amo ^^, aunque al final del segundo una se pone a llorar. Hoy o me enrollo mucho,voy directa al grano ^^.

BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))


Capítulo 16: Destruir es más fácil que construir


Max ha decidido confiar en mí sin reservas. Lo sé porque, en cuanto se termina el himno, se acurruca a mi lado y se queda dormido. Yo tampoco recelo, ya que no tomo ninguna precaución especial. Hemos pasado demasiado juntos aquí y en casa y, además, si quisiera verme muerta, le habría bastado con desaparecer de aquel árbol sin avisarme de la presencia del nido de rastrevíspulas. Sin embargo, muy en el fondo de mi conciencia, noto la presión de lo obvio: no podemos ganar estos juegos los dos. En cualquier caso, como lo más probable es que no sobrevivamos ninguno, consigo no hacer caso de ese pensamiento, porque no sé si es mejor morir aquí, que volver sola, sin él, con la culpabilidad acabando conmigo desde dentro. Además, me distrae mi última idea sobre los profesionales y sus provisiones. Max y yo debemos encontrar la forma de destruir su comida. Estoy bastante segura de que a ellos les costaría una barbaridad alimentarse solos. La estrategia tradicional de los tributos profesionales consiste en reunir toda la comida posible y avanzar a partir de ahí. Cuando no la protegen bien, pierden los juegos (un año la destruyó una manada de reptiles asquerosos y otro una inundación creada por los Vigilantes). El hecho de que los profesionales hayan crecido con una alimentación mejor juega en su contra, ya que no están acostumbrados a pasar hambre; todo lo contrario que Max y yo.
Sin embargo, estoy demasiado cansada para empezar a tramar un plan detallado esta noche. Mis heridas están sanando, sigo un poco embotada por culpa del veneno, y el calor de Max a mi lado, su cabeza apoyada en mi hombro, hacen que me sienta segura. Por primera vez, me doy cuenta de lo sola que me he sentido desde que llegué al campo de batalla, de lo reconfortante que puede ser la presencia de otro ser humano. Me dejo vencer por el sueño y decido que mañana se volverán las tornas. Mañana serán los profesionales los que tengan que guardarse las espaldas.
Me despierta un cañonazo; unos rayos de luz atraviesan el cielo y los pájaros ya están trinando. Max está encaramado a una rama frente a mí, con algo en la mano. Esperamos por si se producen más disparos, pero no oímos ninguno.
--¿Quién crees que ha sido?
No puedo evitar pensar en Peeta, y que me inunde la preocupación, como una mujer que deja marchar a su hombre a la guerra sin saber si volverá o no algún día.
--No lo sé, podría haber sido cualquiera de los otros --responde Max--. Supongo que nos enteraremos esta noche.
--¿Me puedes repetir quién queda?
--El chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2, el chico del Distrito 3, yo, Thresh, y Peeta y tú. Eso hacen ocho. Espera, y el chico del Distrito 10, el de la pierna mala. Él es el noveno. --Hay alguien más, pero ninguno de los dos conseguimos recordarlo--. Me pregunto cómo habrá muerto el último.
--No hay forma de saberlo, pero nos viene bien. Una muerte servirá para entretener un poco a las masas. Quizá nos dé tiempo a preparar algo antes de que los Vigilantes decidan que la cosa va demasiado lenta. ¿Qué tienes en las manos?
--El desayuno --responde Max; las abre y me enseña dos grandes huevos.
--¿De qué son?
--No estoy seguro; hay una zona pantanosa por allí, una especie de ave acuática.
Estaría bien cocinarlos, pero no queremos arriesgarnos a encender un fuego. Supongo que el tributo muerto habrá sido una víctima de los profesionales, lo que significa que se han recuperado lo bastante para volver a los juegos. Nos dedicamos a sorber el contenido de los huevos, y a comernos un muslo de conejo y algunas bayas. Es un buen desayuno se mire por donde se mire.
--¿Listo para hacerlo? --pregunto, colgándome la mochila.
--¿Hacer el qué? --pregunta Max a su vez; por la forma en que se ha apresurado a responder, está dispuesto a hacer cualquier cosa que le proponga.
--Hoy vamos a quitarle la comida a los profesionales.
--¿Sí? ¿Cómo?
Veo que los ojos le brillan de emoción. En ese sentido, es justo lo contrario que Prim: para mi hermana, las aventuras son un calvario.
--Ni idea. Venga, se nos ocurrirá algo mientras cazamos.
No cazamos mucho porque estoy demasiado ocupada sacándole a Max toda la información posible sobre la base de los profesionales. Sólo se ha acercado a espiar un poco, pero es muy observador. Han montado el campamento junto al lago, y su alijo de suministros está a unos veinticinco metros. Durante el día dejan montando guardia a otro tributo, el chico del Distrito 3.
--¿El chico del Distrito 3? --pregunto--. ¿Está trabajando con ellos?
--Sí, se queda todo el tiempo en el campamento. A él también le picaron las rastrevíspulas cuando los siguieron hasta el lago --responde--. Supongo que acordaron dejarlo vivir a cambio de que les hiciese de guardia, pero no es un chico muy grande.
--¿Qué armas tiene?
--No muchas, por lo que vi. Una lanza. Puede que consiga espantarnos a unos cuantos con ella, pero Thresh podría matarlo con facilidad.
--¿Y la comida está ahí, sin más? --pregunto, y él asiente--. Hay algo que no encaja en ese esquema.
--Lo sé, pero no pude averiguar el qué. Katniss, aunque lograses llegar hasta la comida, ¿cómo te librarías de ella?
--La quemaría, la tiraría al lago, la empaparía de combustible... --Le doy con el dedo en la tripa, como hacía con Prim--. ¡Me la comería! --él suelta una risita--. No te preocupes, pensaré en algo. Destruir cosas es mucho más fácil que construirlas.
Nos pasamos un rato desenterrando raíces, recogiendo bayas y vegetales, y elaborando una estrategia entre susurros. Acabo conociendo de todo a Max, y cuando le preguntas por lo que más ama en el mundo, contesta que la música, nada más y nada menos.
--¿La música? --repito. En nuestro mundo, la música está al mismo nivel que los lazos para el pelo y los arco iris, en cuando a utilidad se refiere. Al menos los arco iris te dan una pista sobre el clima--. ¿Tienes mucho tiempo para eso?
--Cantamos en casa --es verdad que a Izzy le gustaba tararear. Estaba todo el santo día tarareando--. Por eso me encanta tu insignia --añade, señalando el sinsajo; yo me había vuelto a olvidar de su existencia.
--¿Conoces a los sinsajos?
--Oh, sí, algunos son muy amigos míos. Nos dedicamos a cantar juntos durante horas.
--Toma, quédatelo tú --le digo, quitándome la insignia--. Significa más para ti que para mí.
--Oh, no --contesta él, cerrándome los dedos sobre la insignia que tengo en la mano--. Me gusta vértelo puesto, es de casa. Además, tengo esto. --Se saca de debajo de la camisa un collar tejido con una especie de hierba. De él cuelga una estrella de madera tallada toscamente; o quizá sea una flor--. Es un amuleto de la buena suerte.
--Bueno, por ahora funciona --respondo, volviendo a prenderme el sinsajo a la camisa--. Quizá te vaya mejor sólo con él.
A la hora de la comida ya tenemos un plan; lo llevaremos a cabo a media tarde. Ayudo a Max a recoger y colocar la madera para la primera de dos fogatas, aunque la tercera tendrá que prepararla él solo. Decidimos reunimos después en el sitio donde hicimos nuestra primera comida juntos, ya que el arroyo debería facilitarme la tarea de encontrarlo. Antes de partir me aseguro de que esté bien provisto de comida y cerillas, incluso insisto en que se lleve mi saco de dormir, por si no logramos encontrarnos antes de que caiga la noche.
--¿Y tú qué? ¿No pasarás frío? --me pregunta.
--No si cojo otro saco en el lago --respondo--. Ya sabes, aquí robar no es ilegal --añado, sonriendo.
En el último minuto, Max decide enseñarme su señal de sinsajo.
--Quizá no funcione, pero, si oyes a los sinsajos cantarla, sabrás que estoy bien, aunque no pueda regresar en ese momento.
--¿Hay muchos sinsajos por aquí?
--¿No los has visto? Tienen nidos por todas partes --responde. Reconozco que no me he dado cuenta.
--Pues vale. Si todo va según lo previsto, te veré para la cena --le digo.
De repente, Max me rodea el cuello con los brazos; se lo devuelvo lo más fuerte que puedo.
--Ten cuidado --me pide.
--Y tú --respondo; le regalo un beso en la frente, después me vuelvo y me dirijo al arroyo, algo preocupada. Preocupada por qué Max acabe muerto, por qué Max no acabe muerto y nos quedemos los dos hasta el final, por dejar a Max solo, por qué Izzy y Jace no me perdonen si le pasa algo y yo sí vuelvo a casa, por haber dejado a Prim sola en casa. No, Prim tiene a mi madre, a Gale y a un panadero que me ha prometido que no la dejará pasar hambre. Max sólo me tiene a mí.
Una vez en el arroyo, no hay más que seguir su curso colina abajo hasta el lugar en que empecé a recorrerlo, después del ataque de las avispas. Tengo que moverme con precaución por el agua, porque no dejo de hacerme preguntas sin respuesta, la mayoría sobre Peeta. Esta mañana ha sonado un cañonazo. ¿Era para anunciar su muerte? Si es así, ¿cómo ha muerto? ¿A manos de un profesional? ¿Y habrá sido para vengarse de que me dejase escapar? Intento recordar de nuevo aquel momento junto al cadáver de Glimmer, cuando apareció entre los árboles. Sin embargo, el hecho de que estuviese brillando me hace dudar de todo lo que sucedió.
Tardo pocas horas en llegar a la zona poco profunda donde me bañé, lo que significa que ayer tuve que moverme muy despacio. Hago un alto para llenar la botella de agua y añado otra capa de barro a la mochila, que parece decidida a seguir siendo naranja, independientemente de la cantidad de camuflaje que le ponga.
Mi proximidad al campamento de los profesionales hace que se me agucen los sentidos y, cuanto más me acerco a ellos, más alerta estoy; me detengo con frecuencia para prestar atención a ruidos extraños, con una flecha preparada en la cuerda del arco. No veo a otros tributos, pero sí que descubro algunas de las cosas que ha mencionado Max: arbustos de bayas dulces; otro con las hojas que me curaron las picaduras; grupos de nidos de rastrevíspulas cerca del árbol en el que me quedé atrapada; y, de cuando en cuando, el parpadeo blanco y negro del ala de un sinsajo en las ramas que tengo encima.
Llego al árbol que tiene el nido abandonado en el suelo y me detengo un momento para reunir valor. Max me ha dado instrucciones específicas para llegar desde este punto al mejor escondite desde el que espiar el lago. «Recuerda --me digo--, tú eres la cazadora, no ellos.»
Cojo el arco con decisión y sigo adelante. Llego hasta el bosquecillo del que me ha hablado Max y, de nuevo, admiro su astucia: está justo al borde del bosque, pero el frondoso follaje es tan espeso por abajo que puedo observar fácilmente el campamento de los profesionales sin que ellos me vean. Entre nosotros está el amplio claro en el que comenzaron los juegos.
Hay cuatro tributos: el chico del Distrito 1, Cato y la chica del Distrito 2, y un chico escuálido y pálido que debe de ser del Distrito 3. No me causó ninguna impresión durante el tiempo que pasamos en el Capitolio; no recuerdo casi nada de él, ni su traje, ni su puntuación en el entrenamiento, ni su entrevista. Incluso ahora que lo tengo sentado delante, jugueteando con una especie de caja de plástico, resulta fácil no hacerle caso al lado de sus compañeros, más grandes y dominantes. Sin embargo, algún valor tendrá para ellos, porque, si no, no se habrían molestado en dejarlo vivir. En cualquier caso, verlo sólo sirve para hacerme sentir más incómoda sobre los motivos de los profesionales para ponerlo de guardia, para no matarlo.
Los cuatro tributos parecen seguir recuperándose del ataque de las avispas. Aunque estoy un poco lejos, distingo los bultos hinchados de las picaduras. Seguramente no habrán tenido la sensatez necesaria para quitarse los aguijones o, si lo han hecho, no saben nada de las hojas curativas. Al parecer, las medicinas que encontraron en la Cornucopia no les han servido de nada.
La Cornucopia sigue donde estaba, aunque sin nada en el interior. La mayoría de las provisiones, metidas en cajas, sacos de arpillera y contenedores de plástico, están apiladas en una ordenada pirámide a una distancia bastante cuestionable del campamento. Otras cosas se han quedado diseminadas por el perímetro de la pirámide, como si imitaran la disposición de suministros alrededor de la Cornucopia al principio de los juegos. Una red cubre la pirámide en sí, aunque no le veo otra utilidad que alejar a los pájaros.
La configuración en su conjunto me resulta desconcertante. La distancia, la red y la presencia del chico del Distrito 3. Lo que está claro es que destruir estos suministros no va a ser tan sencillo como parece; tiene que haber otro factor en juego, y será mejor que me quede quieta hasta descubrir cuál es. Mi teoría es que la pirámide tiene algún tipo de trampa; se me ocurren pozos escondidos, redes que caen sobre los incautos o un cable que, al romperse, lanza un dardo venenoso directo al corazón. Las posibilidades son infinitas, claro.
Mientras le doy vueltas a mis opciones, oigo a Cato gritar algo. Está señalando al bosque, lejos de mí, y, sin necesidad de mirar, sé que Max habrá encendido ya la primera hoguera. Nos aseguramos de recoger la suficiente madera verde para que el humo se viese bien. Los profesionales empiezan a armarse de inmediato.
Se inicia una pelea; gritan tan fuerte que oigo que discuten si el chico del Distrito 3 debe quedarse o acompañarlos.
-- Se viene. Lo necesitamos en el bosque y aquí ya ha terminado su trabajo. Nadie puede tocar los suministros --dice Cato.
-- ¿Y el chico amoroso? --pregunta el chico del Distrito 1.
-- Ya te he dicho que te olvides de él. Sé dónde le di el corte. Es un milagro que todavía no se haya desangrado. De todos modos, ya no está en condiciones de robarnos.
Así que Peeta está en el bosque, malherido. ¿Por qué se me empañan los ojos? No me importa. Tengo repetírmelo una veintena de veces antes de centrarme de nuevo en la conversación. Sin embargo, sigo sin saber qué lo llevó a traicionar a los profesionales.
-- Venga. --Insiste Cato, y le pasa una lanza al chico del Distrito 3; después se alejan en dirección a la fogata. Lo último que oigo cuando entran en el bosque es:-- Cuando la encontremos, la mato a mi manera, y que nadie se meta.
Por algún motivo, dudo que se refiera a nadie que no sea yo.
Me quedo donde estoy una media hora, intentando decidir qué hacer con las provisiones. Mi ventaja con el arco y las flechas es la distancia, podría disparar sin problemas una flecha ardiendo a la pirámide (con mi puntería puedo meterla por uno de los agujeros de la red), pero eso no me garantiza que prenda. Lo más probable es que se apague sola y, entonces, ¿qué? No lograría nada y les habría dado demasiada información sobre mí; que estoy aquí, que tengo un cómplice y que sé usar el arco con precisión.
No tengo alternativa: habrá que acercarse más y ver si descubro qué está protegiendo los suministros. De hecho, estoy a punto de salir al descubierto cuando un movimiento me llama la atención. A varios metros a mi derecha, veo a alguien salir del bosque. Durante un momento creo que es Max, hasta que reconozco a la chica con cara de comadreja (es la que no lograba recordar esta mañana), que se acerca a rastras al alijo. Cuando por fin decide que no hay peligro, corre hacia la pirámide dando pasitos rápidos. Justo antes de llegar al círculo de suministros que hay esparcidos alrededor, se detiene, mira por el suelo y coloca los pies con cuidado en un punto. Después se acerca a la pirámide dando unos extraños saltitos, a veces a la pata coja, otras balanceándose un poco y otras arriesgándose a dar unos cuantos pasos. En cierto momento se lanza por el aire por encima de un barrilito y aterriza de puntillas. Sin embargo, se ha dado demasiado impulso y cae hacia adelante, dando un chillido al tocar el suelo con las manos. Como ve que no pasa nada, se pone rápidamente de pie y sigue adelante hasta llegar a las cosas.
Por lo visto, tengo razón con respecto a las trampas, aunque parece algo más complicado de lo que me imaginaba. También tenía razón acerca de la chica: debe de ser muy astuta para haber descubierto el camino seguro hasta la comida y ser capaz de reproducirlo con tanta precisión. Se llena la mochila sacando algunos artículos de varios contenedores: galletas saladas de una caja, un puñado de manzanas de un saco de arpillera colgado en el lateral de un cubo. Procura no coger demasiado, para que nadie note que falta comida, para que nadie sospeche. Después repite su extraño baile hasta abandonar el círculo y sale corriendo de nuevo por el bosque, sana y salva. Me doy cuenta de que tengo los dientes apretados por la frustración; la Comadreja me ha confirmado lo que ya suponía, pero ¿qué clase de trampa requerirá tanta destreza y tendrá tantos puntos de disparo? ¿Por qué chilló la chica cuando tocó el suelo con las manos? Cualquiera habría pensado..., entonces empiezo a entenderlo..., cualquiera habría pensado que iba a estallar.
--Está minado --susurro.
Eso lo explica todo: lo poco que les importaba a los profesionales dejar los suministros sin vigilancia, la reacción de la Comadreja, la participación del chico del Distrito 3, el distrito de las fábricas, donde producían televisores, automóviles y explosivos. ¿Y de dónde los habrá sacado? ¿De las provisiones? No es el tipo de arma que suelen proporcionar los Vigilantes, ya que prefieren ver a los tributos destrozarse cara a cara. Salgo de los arbustos y me acerco a las placas metálicas redondas que suben a los tributos al estadio. Se nota que han escarbado el suelo a su alrededor para después volver a aplanarlo. Las minas se desactivan después de los sesenta segundos que tenemos que pasar encima de las plataformas, pero el chico del Distrito 3 debe de haber conseguido reactivarlas. Nunca había visto algo así en los juegos, seguro que hasta los Vigilantes están sorprendidos.
Bueno, pues un hurra por el chico del Distrito 3, que ha sido capaz de superarlos, pero ¿qué hago yo? Está claro que no puedo meterme en ese laberinto sin acabar volando por los aires. En cuanto a lanzar una flecha ardiendo, sería una tontería. Las minas se activan con la presión, y no tiene que ser una presión muy grande. Un año a una chica se le cayó su símbolo, una pelotita de madera, cuando todavía estaba en la plataforma, y tuvieron que raspar sus restos del suelo, literalmente.
Tengo los brazos fuertes, podría lanzar algunas piedras y luego... ¿qué? ¿Activar una mina, quizá? Eso iniciaría una reacción en cadena. ¿O no? ¿Habrá puesto el chico del Distrito 3 las minas de forma que el estallido de una sola no afecte a las otras? Así se aseguraría de la muerte del invasor sin poner el peligro los suministros. Aunque sólo hiciese estallar una mina, seguro que los profesionales volverían corriendo a por mí. De todos modos, ¿en qué estoy pensando? Está la red, precisamente colocada para evitar un ataque por el estilo. Además, lo que de verdad necesito es lanzar unas treinta rocas a la vez, disparar una reacción en cadena y destruirlo todo.
Vuelvo la vista atrás, hacia el bosque: el humo de la segunda fogata de Max sube por el cielo. Los profesionales deben de haber empezado a sospechar que se trata de una trampa. Se me agota el tiempo. Sé que todo esto tiene solución, y que sólo tengo que concentrarme a fondo. Me quedo mirando la pirámide, los cubos y las cajas, todo ello demasiado pesado como para derribarlo de un flechazo. Quizá alguno contenga aceite para cocinar; a punto de revivir la idea de la flecha ardiendo, me doy cuenta de que podría acabar perdiendo las doce flechas sin darle a un contenedor de aceite, ya que estaría tirando a ciegas. Estoy pensando en intentar recrear el camino de la Comadreja hacia la pirámide, con la esperanza de encontrar nuevas formas de destrucción, cuando me fijo en el saco de manzanas. Podría cortar la cuerda de un flechazo, como en el Centro de Entrenamiento. Es una bolsa grande, aunque puede que sólo disparase una explosión. Si pudiera soltar todas las manzanas...
Ya sé qué hacer. Me pongo a tiro y me doy un límite de tres flechas para conseguirlo. Coloco los pies con cuidado, me aislo del resto del mundo y afino la puntería.
La primera flecha rasga el lateral del saco, cerca de la parte de arriba, y deja una raja en la arpillera. La segunda la convierte en un agujero. Veo que una de las manzanas empieza a tambalearse justo cuando disparo la tercera flecha, acierto en el trozo rasgado de arpillera y lo arranco de la bolsa.
Todo parece paralizarse durante un segundo.

Después, las manzanas se esparcen por el suelo y yo salgo volando por los aires.



Capítulo 17: Max Lightwood parte II

El impacto con la dura tierra de la llanura me deja sin aliento, y la mochila no hace mucho por suavizar el golpe. Por suerte, el carcaj se me ha quedado colgado del codo, por lo que se libran tanto él como mi hombro; además, no he soltado el arco. El suelo sigue temblando por los estallidos, pero no los oigo, en estos momentos no oigo nada. Sin embargo, las manzanas deben de haber activado las minas suficientes y los escombros están disparando las demás. Consigo protegerme la cara con los brazos de una lluvia de trocitos de materia, algunos ardiendo. Un humo acre lo llena todo, lo que no resulta muy adecuado para alguien que intenta recuperar la respiración.
Al cabo de un minuto, el suelo deja de vibrar, ruedo por el suelo y me permito un momento de satisfacción ante las ruinas ardientes de lo que antes fuera la pirámide. Los profesionales no van a conseguir salvar nada.
«Será mejor que salga de aquí, seguro que vienen pitando», pienso. Sin embargo, al ponerme de pie, me doy cuenta de que escapar no va a ser tan fácil. Estoy mareada, no sólo algo tambaleante, sino con un mareo de esos que hacen que los árboles te den vueltas alrededor y la tierra se mueva bajo los pies. Doy unos pasos y, de algún modo, acabo a cuatro patas. Espero unos minutos a que se me pase, pero no se me pasa.
Empieza a entrarme el pánico. No debo quedarme aquí, la huida resulta indispensable, pero no puedo ni andar, ni oír. Me llevo una mano a la oreja izquierda, la que estaba vuelta hacia la explosión, y veo que se mancha de sangre. ¿Me he quedado sorda? La idea me asusta porque, como cazadora, confío en mis oídos tanto como en mis ojos, quizá más algunas veces. En cualquier caso, no dejaré que se me note el miedo; estoy completa y absolutamente segura de que me están sacando en directo en todas las pantallas de televisión de Panem.
«Nada de rastros de sangre», me digo, y consigo echarme la capucha y atarme el cordón bajo la barbilla con unos dedos que no se puede decir que ayuden mucho. Eso servirá para absorber un poco de sangre. No puedo caminar, pero ¿puedo arrastrarme? Intento avanzar; sí, si voy muy despacio, puedo arrastrarme. Casi todas las zonas del bosque resultarían insuficientes para ocultarme. Mi única esperanza es llegar al bosquecillo de Max y ocultarme entre la vegetación. Si me quedo aquí, a cuatro patas, en campo abierto, no sólo me matarán, sino que Cato se asegurará de que sea una muerte lenta y dolorosa. La mera idea de que Prim lo vea todo hace que me dirija obstinadamente, centímetro a centímetro, a mi escondite.
Otro estallido me hace caer de morros; una mina alejada que se habrá disparado al caerle encima una caja. Pasa otras dos veces más, lo que me recuerda a los últimos granos que saltan cuando Prim y yo hacemos palomitas en la chimenea.
Decir que lo consigo en el último momento es decir poco: justo cuando llego a rastras hasta el enredo de arbustos al pie de los árboles, aparece Cato en el llano, seguido de sus compañeros. Su rabia es tan exagerada que podría resultar cómica (así que es cierto que la gente se tira de los pelos y golpea el suelo con los puños...), si no supiera que iba dirigida a mí, a lo que le he hecho. Si a ello le añadimos que estoy cerca y que no soy capaz de salir corriendo, ni de defenderme, lo cierto es que estoy aterrada. Me alegro de que mi escondite no permita a las cámaras verme de cerca, porque estoy mordiéndome las uñas como loca, arrancándome los últimos trocitos de esmalte para que no me castañeteen los dientes.
El chico del Distrito 3 ha estado tirando piedras al destrozo y debe de haber concluido que se han activado todas las minas, porque los profesionales se acercan.
Cato ha terminado con la primera fase de su rabieta y descarga su ira en los restos quemados, dándoles patadas a los contenedores. Los otros tributos examinan el desastre en busca de algo que pueda salvarse, pero no hay nada. El chico del Distrito 3 ha hecho su trabajo demasiado bien; a Cato debe de habérsele ocurrido la misma idea, porque se vuelve hacia el chico y parece gritarle. El pobre sólo tiene tiempo de volverse y empezar a correr antes de que Cato lo coja por el cuello desde atrás. Veo cómo se le hinchan los músculos de los brazos mientras sacude la cabeza del chico de un lado a otro.
Así de rápida es la muerte del chico del Distrito 3.
Los otros dos profesionales parecen intentar calmar a Cato. Me doy cuenta de que él quiere volver al bosque, pero ellos no dejan de señalar al cielo, lo que me desconcierta, hasta que me doy cuenta.
«Claro, creen que el que ha provocado las explosiones está muerto.»
No saben lo de las flechas y las manzanas. Han dado por supuesto que la trampa estaba mal y que el tributo que la activó ha volado en pedazos. El cañonazo podría haberse perdido fácilmente entre los estallidos. Los restos destrozados del ladrón se los habría llevado un aerodeslizador. Los tributos se retiran al otro lado del lago para dejar que los Vigilantes se lleven el cadáver del chico del Distrito 3. Y esperan.
Supongo que se oye un cañonazo, porque aparece un aerodeslizador y se lleva al chico muerto. El sol se pone en el horizonte. Cae la noche. En el cielo veo el sello y sé que debe de haber empezado el himno. Un momento de oscuridad y después ponen la imagen del chico del Distrito 3; también la del chico del Distrito 10, que debe de haber muerto esta mañana. Después reaparece el sello. Bueno, ya lo saben, el saboteador ha sobrevivido. A la luz del sello veo que Cato y la chica del Distrito 2 se ponen las gafas de visión nocturna. El chico del Distrito 1 prende una rama de árbol a modo de antorcha, lo que ilumina sus rostros lúgubres y decididos. Los profesionales vuelven a los bosques para cazar.
El mareo ha remitido y, aunque el oído izquierdo sigue sordo, puedo oír un zumbido en el derecho; buena señal. Sin embargo, no tiene sentido salir de aquí, en la escena del crimen estoy todo lo segura que puedo estar. Seguro que piensan que el saboteador les lleva dos o tres horas de ventaja. De todos modos, pasa un buen rato hasta que me arriesgo a moverme.
Lo primero que hago es sacar mis gafas y ponérmelas, lo que me relaja un poco, porque así, al menos, cuento con uno de mis sentidos de cazadora. Bebo un poco de agua y me lavo la sangre de la oreja. Como me da miedo que el olor a carne atraiga a depredadores no deseados (ya es bastante malo que huelan la sangre fresca), me alimento con los vegetales, raíces y bayas que Max y yo recogimos esta mañana.
¿Dónde está mi pequeño aliada? ¿Habrá conseguido llegar al punto de encuentro? ¿Estará preocupado por mí? Al menos, el cielo ha dejado claro que los dos seguimos vivos.
Cuento con los dedos los tributos que quedan: el chico del 1, los dos del 2, la Comadreja, Max supuestamente del 4, Tresh del 11 y el 12. Sólo ocho; las apuestas deben de estar poniéndose interesantes en el Capitolio, seguro que estarán emitiendo reportajes especiales sobre todos nosotros, y probablemente entrevisten a nuestros amigos y familiares. Hace ya mucho tiempo que no había un tributo del Distrito 12 entre los ocho finalistas, y ahora estamos dos, aunque, por lo que ha dicho Cato, Peeta no durará. Peeta. ¿Quiero que dure, que viva? Supongo que sí, pero… no, no, claro que no, ya no siento nada por él, eso era un simple reflejo, mi salvador, el joven rubio de ojos azules, no era más que una simple ilusión. No entiendo porque me miento, aun sabiendo que lo que piense no cambiará lo que sienta. Pero los Juegos cambian a la gente y no sé si me están cambiando a mí. Tampoco es que importe mucho lo que diga Cato. ¿Acaso no acaba de perder toda su reserva de provisiones?
«Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre, Cato --pienso--. Que empiecen de verdad.»
Se ha levantado una brisa fría, así que me dispongo a coger el saco de dormir..., hasta que me doy cuenta de que se lo dejé a Max. Se suponía que yo iba a coger otro, pero, con todo el lío de las minas, se me olvidó. Empiezo a temblar; como, de todos modos, pasar la noche subida a un árbol no sería sensato, escarbo un agujero bajo los arbustos, y me cubro con hojas y agujas de pino.
Sigo estando helada; me echo el trozo de plástico en la parte de arriba y coloco la mochila de forma que bloquee el viento. La cosa mejora un poco y empiezo a comprender a la chica del Distrito 8, la que encendió la fogata la primera noche. Sin embargo, ahora soy yo la que tiene que apretar los dientes y aguantar hasta que se haga de día. Más hojas, más agujas de pino. Meto los brazos dentro de la chaqueta, me hago un ovillo y, de algún modo, consigo dormirme.
Cuando abro los ojos, el mundo sigue pareciéndome algo fracturado, y tardo un minuto en darme cuenta de que el sol debe de estar muy alto y las gafas hacen eso con mi vista. Me siento para quitármelas y, justo entonces, oigo unas risas en algún lugar cerca del lago; me quedo quieta. Las risas están distorsionadas, pero el hecho de que las oiga quiere decir que estoy recuperando la audición. Sí, mi oído derecho vuelve a funcionar, aunque sigue zumbándome. En cuanto al izquierdo, bueno, al menos ya no sangra.
Me asomo entre los arbustos, temiendo que hayan regresado los profesionales y esté atrapada durante un tiempo indefinido. No, es la Comadreja, de pie entre los escombros y muerta de risa. Es más lista que los profesionales, porque logra encontrar unos cuantos artículos útiles entre las cenizas: una olla metálica y un cuchillo. Me desconcierta su alegría hasta que caigo en que la eliminación de los profesionales le da una posibilidad de supervivencia, igual que al resto de nosotros. Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite y reclutarla como segunda aliada, pero lo descarto. Su sonrisa maliciosa tiene algo que me deja claro que si me hiciera amiga de la Comadreja acabaría con un puñal clavado en la espalda. Si tuviera eso en cuenta, éste sería el momento perfecto para dispararle una flecha; sin embargo, la chica oye algo que no soy yo, porque vuelve la cabeza en dirección contraria, hacia el lugar donde nos soltaron, y vuelve corriendo al bosque. Espero. Nada, no aparece nadie. Sea como fuere, si a ella le ha parecido peligroso, quizás haya llegado el momento de que me marche yo también. Además, estoy deseando contarle a Max lo de la pirámide. Y, además, le echo de menos, verle sano y salvo junto a mí me hace sentir mejor, cómo que estoy haciendo bien mi trabajo. Como una buena hermana, como una madre. Sienta bien hacer de madre. Y pensar que yo jamás querré tener hijos…y la verdad es que ahora estoy siendo madre primeriza en plenos Juegos del Hambre. Guau, merezco la medalla al mérito.
Como no tengo ni idea de dónde están los profesionales, la ruta de regreso por el arroyo parece tan buena como cualquier otra. Me apresuro, con el arco preparado en una mano y un trozo de granso frío en la otra; ahora estoy muerta de hambre, y no me vale con hojas y bayas, sino que me faltan la grasa y las proteínas de la carne. La excursión hasta el arroyo transcurre sin incidentes. Una vez allí, recojo agua y me lavo, prestando especial atención a la oreja herida. Después avanzo colina arriba utilizando el arroyo como guía. En cierto momento descubro huellas de botas en el barro de la orilla; los profesionales han estado aquí, aunque no ha sido hace poco. Las huellas son profundas porque se hicieron en barro húmedo, pero ahora están casi secas por el calor del sol. Yo no he tenido mucho cuidado con mis propias huellas, creía que unas pisadas ligeras y la ayuda de las agujas de pino ayudarían a esconderlas. Ahora me quito las botas y los calcetines, y camino descalza por la orilla.
El agua fresca tiene un efecto revitalizante, tanto en mi cuerpo como en mi ánimo. Cazo dos peces fácilmente en las lentas aguas del arroyo y me como uno crudo, aunque acabo de tomarme el granso. El segundo lo guardaré para Max.
Poco a poco, sutilmente, el zumbido del oído derecho disminuye hasta desaparecer por completo. De vez en cuando me toco la oreja izquierda intentando limpiar cualquier cosa que me esté impidiendo detectar sonidos, pero, si hay mejoría, no la detecto. No me adapto a la sordera de un oído, hace que me sienta desequilibrada e indefensa por la izquierda, incluso ciega. No dejo de volver la cabeza hacia ese lado, mientras mi oído derecho intenta compensar el muro de vacío por el que ayer entraba un flujo constante de información. Cuanto más tiempo pasa, menos esperanzas me quedan de que la herida pueda curarse.
Cuando llego al lugar de nuestro primer encuentro, estoy segura de que no ha venido nadie. No hay ni rastro de Max, ni en el suelo, ni en los árboles. Qué raro, ya debería haber regresado: es mediodía. Está claro que ha pasado la noche en un árbol de alguna otra parte. ¿Qué otra cosa podía hacer sin luz y con los profesionales recorriendo los bosques con sus gafas de visión nocturna? Además, la tercera fogata que tenía que encender era la que estaba más lejos de nuestro campamento, aunque se me olvidó comprobar si la encendía. Seguramente intenta hacer el camino de vuelta con sigilo; ojalá se diera prisa, porque no quiero quedarme demasiado tiempo por aquí, quiero pasar la tarde avanzando hacia un terreno más alto y cazar por el camino. En cualquier caso, no me queda más remedio que esperar.
Me lavo la sangre de la chaqueta y el pelo, y limpio mi creciente lista de heridas. Las quemaduras están mucho mejor, pero, aun así, me echo un poco de pomada. Lo prioritario ahora es evitar una infección. Me como el segundo pez, porque no va a durar mucho con este calor y no me resultará difícil cazar algunos más para Max..., si aparece de una vez. Como me siento muy vulnerable en el suelo, con un oído menos, me subo a un árbol a esperar. Si parecen los profesionales, será un buen punto desde el que dispararles. El sol se mueve lentamente y hago lo que puedo por pasar el tiempo: mastico hojas y me las aplico a las picaduras, que ya se han desinflado, pero siguen doliendo un poco; me peino el pelo mojado con los dedos y lo trenzo; me ato los cordones de las botas; compruebo el arco y las flechas que me quedan; hago pruebas con el oído izquierdo, agitando una hoja al lado de la oreja para ver si da señales de vida, pero sin buenos resultados.
A pesar del granso y los peces, me empieza a rugir el estómago y sé que voy a tener lo que en el Distrito 12 llamamos un día hueco. Son esos días en los que da igual lo mucho que te llenes la tripa, porque nunca es suficiente. Como estar en el árbol sin hacer nada empeora las cosas, decido rendirme. Al fin y al cabo, he perdido mucho peso en el estadio, necesito más calorías y tener el arco me da confianza en mis posibilidades.
Abro lentamente un puñado de nueces y me las como; mi última galleta; el cuello del granso, que me viene bien, porque tardo un rato en dejarlo limpio; después me trago una ala y el pájaro es historia. Sin embargo, como es un día hueco, a pesar de todo, sueño despierta con más comida, sobre todo con las recetas decadentes que sirven en el Capitolio: el pollo en salsa de naranja, las tartas y el pudin, el pan con mantequilla, los fideos en salsa verde, el estofado de cordero y ciruelas pasas. Chupo unas cuantas hojas de menta y me digo que tengo que superarlo; la menta es buena, porque a menudo bebemos té con menta después de la cena, así que sirve para engañar a mi estómago y hacerle pensar que ya ha terminado la hora de comer; más o menos.
Colgada del árbol, con el calor del sol, la boca llena de menta, el arco y las flechas a mano..., es el momento más relajado que he tenido desde que llegué al estadio. Si apareciese Rue y pudiéramos marcharnos... Conforme crecen las sombras, también lo hace mi inquietud. A última hora de la tarde ya he decidido salir en su busca; al menos, puedo pasarme por el lugar en que encendió el tercer fuego y ver si encuentro pistas sobre su ubicación.
Antes de irme esparzo algunas hojas de menta alrededor de nuestra antigua fogata. Como las recogimos a cierta distancia de aquí, Rue entenderá que he estado aquí, mientras que para los profesionales no significaría nada.
En menos de una hora me encuentro en el lugar donde acordamos hacer la tercera fogata y noto que algo va mal. La madera está bien colocada, mezclada de forma experta con yesca, pero no se ha encendido. Aunque Rue preparó el fuego, no volvió para prenderlo. En algún momento posterior a la segunda columna de humo que vi antes de la explosión, ella se metió en problemas.
Tengo que recordarme que sigue viva, ¿o no? A lo mejor el cañonazo que señalaba su muerte sonó de madrugada, cuando mi oído bueno estaba demasiado dolorido para captarlo. ¿Aparecerá esta noche en el cielo? No, me niego a creerlo, podría haber un centenar de explicaciones diferentes: se ha perdido, o se ha encontrado con una jauría de depredadores o con otro tributo, como Thresh, y ha tenido que esconderse. Pasara lo que pasara, estoy casi segura de que está por alguna parte, en algún lugar entre el segundo fuego y el que tengo al lado; algo lo mantiene encaramado a un árbol.
Creo que iré a por ese algo.
Es un alivio estar en movimiento después de pasar toda la tarde sentada. Me arrastro en silencio por las sombras, dejando que me oculten, pero no veo nada sospechoso; no hay signos de lucha, ni agujas rotas en el suelo. Me paro un momento y lo oigo, aunque tengo que inclinar la cabeza para asegurarme: ahí está otra vez, es la melodía de cuatro notas de Max, cantada por un sinsajo. La melodía que me dice que sigue vivo.
Sonrío y avanzo hacia el pájaro. Otro repite un puñado de notas un poco más allá, lo que significa que Max ha estado cantándoles hace poco; si no, ya habrían pasado a otra canción. Levanto la mirada en su busca , trago saliva y canto la melodía en voz baja, esperando que él sepa que es seguro reunirse conmigo. Un sinsajo la repite y, entonces, oigo el grito.
Es un grito infantil, un grito de niño, y en el estadio no puede pertenecer a nadie más que a Max. Empiezo a correr sabiendo que puede ser una trampa, sabiendo que los tres profesionales pueden estar preparados para atacarme, pero no puedo evitarlo. Si no lo saco de esta… no sabría qué hacer. Sería cómo perder a Prim, aunque más leve. Y por Jace e Isabelle. No puedo decepcionarlos, no puedo dejar a la señora Lightwood con un hijo menos, no me lo perdonría, no…Oigo otro grito agudo, aunque esta vez es mi nombre:
--¡Katniss, Katniss!
--¡Max! --respondo, para que sepa que estoy cerca, para que ellos sepan que estoy cerca y, con suerte, la idea de que está cerca la chica que los ha atacado con rastrevíspulas y que ha conseguido un once que todavía no se explican baste para que lo dejen en paz--. ¡Max! ¡Ya voy!
Cuando llego al claro, él está en el suelo, atrapado por una red. Tiene el tiempo justo de sacar la mano a través de la malla y gritar mi nombre antes de que lo atraviese la lanza.