BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))
Capítulo 14: El pozo de las burbujas naranja
Sigo la dirección de sus dedos; al principio, no tengo ni idea de qué me señala, pero entonces veo una vaga forma unos cinco metros más arriba. ¿Qué es? ¿Alguna clase de animal? Parece del tamaño de un mapache, aunque cuelga del fondo de una rama y se balancea ligeramente. Hay algo más; entre los familiares sonidos nocturnos, noto un suave zumbido. Entonces lo entiendo: es un nido de avispas.
Estoy muerta de miedo, pero
tengo el sentido común suficiente para quedarme quieta. Al fin y al cabo, no sé
de qué tipo de avispas se trata; podrían ser las normales, las de «déjanos
tranquilas y te dejaremos tranquila». Sin embargo, estoy en los Juegos del
Hambre y lo normal no es encontrarse con algo normal. Lo más probable es que se
trate de una de esas mutaciones del Capitolio, las rastrevíspulas. Como los
charlajos, estas avispas asesinas se crearon en laboratorio y se colocaron
estratégicamente en los distritos, como minas, durante la guerra. Son más
grandes que las avispas normales, tienen un inconfundible cuerpo dorado y un
aguijón que provoca un bulto del tamaño de una ciruela con solo tocarlo. Casi
nadie tolera más de unas cuantas picaduras y algunos mueren al instante. Si
vives, las alucinaciones producidas por el veneno han llevado a algunos a la
locura; además, estas avispas persiguen a cualquiera que las haya molestado e
intentan asesinarlo. De ahí viene el rastreadoras que forma parte de su
nombre.
Después de la guerra, el
Capitolio destruyó todos los nidos que rodeaban la ciudad, pero los que estaban
cerca de los distritos se quedaron, supongo que como un recordatorio más de
nuestra debilidad, igual que los Juegos del Hambre. Son otra razón para
quedarse dentro de los límites de la alambrada del Distrito 12. Cuando las
chicas y yo nos topamos con un nido de rastrevíspulas, cambiamos de dirección
inmediatamente.
Entonces, ¿es eso lo que tengo
encima? Miro a Max, en busca de ayuda, pero se ha fundido con el árbol.
Teniendo en cuenta mis
circunstancias, supongo que da igual qué clase de avispas sean, ya que estoy
herida y atrapada. La oscuridad me ha dado un ligero respiro, pero, cuando
salga el sol, los profesionales ya tendrán un plan para matarme. No pueden
hacer otra cosa después de que los dejara en ridículo. Puede que este nido sea
mi única opción; si puedo dejarlo caer sobre ellos, quizá logre escapar, aunque
me jugaría la vida en el proceso.
Por supuesto, no puedo
acercarme al nido lo suficiente como para cortarlo; tendré que serrar la rama
del tronco y dejar que caiga todo. La sierra de mi cuchillo debería bastarme,
aunque ¿me dejarán mis manos? ¿Y despertaré al enjambre con la vibración? ¿Y si
los profesionales descubren lo que estoy haciendo y trasladan su campamento?
Eso lo fastidiaría todo.
Me doy cuenta de que mi mejor
opción para cortar la rama sin que nadie se entere es durante el himno, que
podría empezar en cualquier momento. Salgo a rastras del saco, me aseguro de
tener el cuchillo en el cinturón y empiezo a subir por el árbol. Esto es ya de
por sí peligroso, porque las ramas son finas hasta para mí, pero sigo adelante.
Cuando llego a la rama que soporta el nido, el zumbido se hace más claro,
aunque sigue siendo algo suave para tratarse de rastrevíspulas. «Es el humo --pienso--,
las ha sedado.» Era la única defensa que encontraron los rebeldes para luchar
contra ellas.
El sello del Capitolio brilla
sobre mí y empieza a atronar el himno. «Ahora o nunca», pienso, y comienzo a
serrar. Conforme arrastro el cuchillo adelante y atrás se me revientan las
ampollas de la mano derecha. Una vez hecha la ranura, el trabajo es menos
pesado, aunque sigue siendo casi más de lo que puedo soportar. Aprieto los
dientes y sigo cortando, mirando al cielo de vez en cuando para comprobar que no
ha habido muertes. No pasa nada, la audiencia estará satisfecha con mi herida,
el árbol y la manada que tengo debajo. Sin embargo, el himno se acaba y todavía
me queda un cuarto de rama cuando se acaba la música, se oscurece el cielo y me
veo obligada a parar.
¿Y ahora qué? Podría terminar
el trabajo a ciegas, pero quizá no sea lo más inteligente. Si las avispas están
demasiado atontadas, si el nido se queda enganchado en la caída, si intento
escapar, todo esto podría ser una mortífera pérdida de tiempo. Creo que lo
mejor es volver aquí arriba al alba y lanzarles el nido a mis enemigos.
A la escasa luz de las
antorchas de los profesionales, voy bajando hasta mi rama y me encuentro con la
mejor sorpresa posible: sobre mi saco de dormir hay un saco de malla alargado
unido a un paracaídas plateado. ¡Mi primer regalo de un patrocinador! Haymitch
debe de haberlo enviado durante el himno. ¿Qué puede ser? Comida no, seguro.
Deshago el nudo que lo une al paracaídas y lo abro poco a poco. Meto la mano.
Toco algo alargado y frío y se me cae el alma a los pies. ¿Una espada? ¿Un
cuchillo? Eso no me servirá de nada. Respiro profundamente y lo saco. Sonrío de
verdad por primera vez en la arena; una estela.
--Oh, Haymitch --susurro--. Gracias.
No me ha abandonado, no me ha
dejado para que me las apañe sola. La estela debe de haberle supuesto un gasto
astronómico, seguro que han hecho falta unos cuantos patrocinadores para
comprarla. Para mí, no tiene precio. Seguro que los Lightwood tienen algo que
ver, ya que solo ellos saben de su existencia, ¿no?
La agarro fuertemente, como si
fuera a echar a volar en cualquier momento, como si fuera un sueño, o una broma
pesada. Pero no desaparece, y las demás ampollas explotan. Aflojo el agarre un
poco y presiono la suave punta sobre la piel de mi pantorrilla, cerca de la
quemadura. Recuerdo que Jace dijo que cuanto más cerca del mal, antes curará.
Dibujo, poco a poco y con cuidado (dibujar nunca se me ha dado bien, y esto lo
he tenido que repetir mil veces para que me salga aceptable), la runa. Me quema
la piel, pero no de la forma en la quema el fuego, es otro tipo de dolor, uno
que te despierta y te hace sentir cada centímetro de piel quemada. La pálida
piel ahora es negruzca, y representa una elegante figura, de trazos seguros. El
efecto es casi mágico, cómicamente. Cuando termino con la pantorrilla, noto
como la herida sana desde dentro, y el dolor disminuye, aunque estoy segura de
que estará toda la noche curándose. Ya no noto las ampollas, y aunque no vea
con mucha claridad, puedo pasar la otra mano por la palma y notar al tacto que
solo hay unas pequeñas rugosidades, no ampollas como guisantes. Después
envuelvo la estela en el paracaídas y me la guardo en la mochila. Como ya no me
duele tanto, consigo colocarme en posición y quedarme dormida.
Un pájaro que se ha colocado a
pocos metros de mí me avisa de que está amaneciendo. Bajo la luz gris de la
mañana, me examino las manos: la medicina ha transformado los parches rojo
intenso en una suave piel rosa de bebé. La pierna sigue inflamada, porque esa
quemadura era mucho más profunda. Vuelvo a repasar la runa, quemando de nuevo
la piel, y guardo mis cosas en silencio. Pase lo que pase, tengo que moverme
deprisa. También me como una galleta y un trozo de cecina, y bebo unas cuantas tazas
de agua. Ayer lo vomité casi todo y ya empiezo a notar los efectos del hambre.
Los profesionales y Peeta
siguen dormidos en el suelo. Por su posición, apoyada en el tronco del árbol,
creo que Glimmer era la encargada de montar guardia, pero el cansancio ha
podido con ella.
Aunque entrecierro los ojos
para intentar examinar el árbol que tengo al lado, no veo a Max. Como fue él el
que me dio el aviso, lo justo parece avisarlo; además, si muero hoy, quiero que
gane él. Por mucho que signifique algo de comida extra para mi familia, la idea
de que Peeta sea declarado vencedor me resulta insoportable.
Susurro el nombre de Max y los
ojos aparecen de inmediato, abiertos y alerta. Me señala de nuevo el nido, yo
levanto el cuchillo y hago el movimiento de serrar, y él asiente y desaparece.
Se oye un susurro en un árbol cercano y después en otro más allá; me doy cuenta
de que está saltando de un árbol a otro. Apenas logro contener la risa. ¿Es
esto lo que les enseñó a los Vigilantes? Me lo imagino volando sobre el equipo
de entrenamiento sin llegar a tocar el suelo; se merecía por lo menos un diez.
Por el este empiezan a llegar
unos rayos de sol rosados, no puedo permitirme esperar más. Comparado con el
dolor atroz de la subida al árbol de anoche, esto está chupado; cuando llego a
la rama que sostiene el nido, coloco el cuchillo en la ranura. Estoy a punto de
serrarla cuando veo que se mueve algo dentro del nido: es el reluciente brillo
dorado de una rastrevíspula que sale con aire perezoso a la apergaminada superficie
gris. No cabe duda de que está algo atontada, pero la avispa está despierta, lo
que significa que las demás saldrán pronto. Me sudan las palmas de las manos y
hago lo que puedo por secármelas en la camisa. Si no termino de cortar la rama
en cuestión de segundos, todo el enjambre podría echárseme encima.
No tiene sentido retrasarlo,
así que respiro hondo, cojo el cuchillo por el mango y corto con todas mis
fuerzas. «¡Adelante, atrás, adelante, atrás!» Las rastrevíspulas empiezan a
zumbar y las oigo salir. «¡Adelante, atrás, adelante, atrás!» Noto una puñalada
de dolor en la rodilla, y sé que una de ellas me ha encontrado y que las otras
se le unirán. «Adelante, atrás, adelante, atrás.» Y, justo cuando el cuchillo
llega al final, empujo el extremo de la rama lo más lejos de mí que puedo. Se
estrella contra las ramas inferiores, enganchándose un instante en algunas de
ellas, pero cayendo después hasta dar en el suelo con un buen golpe. El nido se
abre como un huevo y un furioso enjambre de rastrevíspulas alzan el vuelo.
Siento una segunda picadura en
la mejilla, una tercera en el cuello, y su veneno me deja mareada casi al
instante. Me agarro al árbol con un brazo mientras me arranco los aguijones
dentados con la otra. Por suerte, sólo esas tres avispas me identifican antes
de la caída del nido, así que el resto de los insectos se dirigen a los
enemigos del suelo.
Es el caos. Los profesionales
se han despertado con un ataque a gran escala de rastrevíspulas. Peeta y unos
cuantos más tienen la sensatez suficiente para soltarlo todo y salir pitando.
Oigo gritos de «¡Al lago, al lago!», e imagino que esperan perder a las avispas
metiéndose en el agua. Debe de estar cerca si creen que pueden llegar allí
antes que los furiosos insectos. Glimmer y otra chica, la del Distrito 4, no
tienen tanta suerte; reciben muchas picaduras antes de perderse de vista.
Parece que Glimmer se ha vuelto completamente loca, chilla e intenta apartar
las avispas dándoles con el arco, lo que no sirve de nada. La chica del
Distrito 4 se aleja tambaleándose, aunque diría que no tiene muchas
posibilidades de llegar al lago. Veo caer a Glimmer, que se retuerce en el
suelo como una histérica durante unos minutos y después se queda inmóvil. El
nido ya no es más que una carcasa vacía. Los insectos han salido en persecución
de los otros y no creo que vuelvan, aunque no quiero arriesgarme. Bajo a toda
prisa del árbol y salgo corriendo en dirección opuesta al lago. El veneno de
los aguijones me marea, pero logro regresar a mi pequeño estanque y sumergirme
en el agua, sólo por si las avispas todavía me siguen la pista. Al cabo de
cinco minutos me arrastro hasta las rocas. La gente no exageraba sobre el
efecto de estas picaduras; de hecho, el bulto de mi rodilla tiene el tamaño de
una naranja, más que de una ciruela, y los agujeros dejados por los aguijones
rezuman un líquido verde apestoso.
Hinchazón, dolor, líquido
verde; Glimmer retorciéndose en el suelo hasta morir; son muchas cosas por
asimilar y ni siquiera ha amanecido del todo. No quiero ni pensar en el aspecto
que tendrá la chica ahora: el cuerpo desfigurado, los dedos hinchados
endureciéndose sobre el arco...
¡El arco! En algún lugar de mi
mente embotada dos ideas logran conectarse y hacen que me ponga en pie para
volver con paso tambaleante a través de los árboles. El arco, las flechas,
tengo que cogerlos. Todavía no he oído los cañones, así que quizá Glimmer esté
en una especie de coma, con el corazón luchando contra el veneno de las
avispas. Sin embargo, en cuanto se pare y el cañonazo certifique su muerte, un
aerodeslizador bajará para llevarse su cadáver, y con él el único arco y las
únicas flechas que he visto hasta ahora en los juegos. ¡Me niego a dejarlos
escapar de nuevo!
Llego hasta Glimmer justo
cuando suena el cañonazo. No hay rástrevíspulas a la vista y esta chica, la que
una vez estuvo tan bella con su vestido dorado en la noche de las entrevistas,
ha quedado irreconocible. Han borrado sus facciones, tiene las extremidades el
triple de grandes de lo normal y los bultos de los aguijones han empezado a
estallar, supurando líquido verde pútrido sobre ella. Tengo que romperle varios
dedos (lo que antes eran sus dedos) con una piedra para soltar el arco. El
carcaj de flechas está atrapado debajo de ella, así que intento darle la vuelta
al cuerpo tirando de un brazo, pero la carne se desintegra al tocarla y me
caigo de culo.
¿Es esto real? ¿O han empezado
las alucinaciones? Aprieto los ojos con fuerza, intento respirar por la boca y
me ordeno no vomitar. El desayuno debe quedarse dentro, quizá no sea capaz de
cazar hasta dentro de varios días. Suena un segundo cañonazo, supongo que la
chica del Distrito 4 acaba de morir. Me doy cuenta de que los pájaros se callan
y después dejan escapar una sola nota, lo que significa que el aerodeslizador
está a punto de aparecer. Desconcertada, creo que viene a por Glimmer, aunque
no tiene sentido del todo, porque yo sigo aquí, todavía luchando por las
flechas. Me pongo de rodillas y los árboles empiezan a girar sobre mí. Veo el
aerodeslizador en el cielo, así que me lanzo sobre el cadáver de Glimmer como
si deseara protegerlo, pero veo que se llevan por los aires a la chica del
Distrito 4.
--¡Hazlo ya! --me grito.
Aprieto la mandíbula, meto las
manos debajo de Glimmer, agarro lo que deberían ser sus costillas y consigo
ponerla boca abajo. Estoy hiperventilando, no puedo evitarlo, es todo una
pesadilla y estoy perdiendo el sentido de la realidad. Tiro del carcaj
plateado, pero está enganchado en algo, enganchado en su omóplato, en algo; por
fin se suelta. Justo cuando tengo el carcaj en mis manos oigo pasos, varios
pies que se acercan a través de la maleza, y me doy cuenta de que han vuelto
los profesionales. Vuelven para matarme, para recuperar sus armas o para ambas
cosas.
Sin embargo, es demasiado tarde
para correr. Cojo una de las finas flechas del carcaj e intento colocarla en la
cuerda del arco, pero, en vez de una cuerda, veo tres, y el hedor de las
picaduras es tan asqueroso que no consigo hacerlo. No puedo hacerlo.
Me siento impotente cuando llega
el primer cazador, con la lanza en alto, listo para atacar. La sorpresa de
Peeta no me dice nada; me quedo esperando el golpe, pero él baja el brazo.
--¿Por qué sigues aquí? --me sisea. Lo miro sin
entender nada mientras observo la gota de agua que cae de la picadura que tiene
bajo la oreja. Todo su cuerpo empieza a brillar, como si se hubiese empapado de
rocío--. ¿Te has vuelto loca? --Me empuja con la empuñadura de la
lanza--. ¡Levanta, levanta! --Me levanto, y él sigue empujándome.
¿Qué? ¿Qué está pasando? Me pega un buen empujón para alejarme--.
¡Corre! --grita--. ¡Corre!
Detrás de él, Cato se abre
camino a través de los arbustos. Él también está húmedo y tiene una picadura
muy fea bajo un ojo. Veo un rayo de sol reflejándose en su espada y hago lo que
me dice Peeta; agarro con fuerza arco y flechas, y salgo disparada entre
tropezones hacia los árboles que han surgido de la nada. Dejo atrás mi estanque
y me adentro en bosques desconocidos. El mundo empieza a doblarse de forma
alarmante. Una mariposa se hincha hasta alcanzar el tamaño de una casa y
después estalla en un millón de estrellas; los árboles se transforman en sangre
y me salpican las botas; me salen hormigas de las ampollas de las manos y no
puedo quitármelas de encima; me suben por los brazos y por el cuello. Alguien
grita, un grito agudo que no se interrumpe para respirar; tengo la vaga
sensación de que soy yo. Tropiezo y me caigo en un pequeño pozo recubierto de
burbujitas naranja que zumban como el nido de rastrevíspulas. Me hago un ovillo,
con las rodillas bajo la barbilla, y espero la muerte.
Enferma y desorientada, sólo se
me ocurre una cosa: «Peeta Mellark me acaba de salvar la vida».
Entonces las hormigas se me meten en los ojos y me
desmayo.
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