lunes, 11 de noviembre de 2013

Capítulo 14: Una divergente en llamas y con runas

Sorpresa sorpresa!!!!!!!!!!!! Otro capítulo extra!!!!!!! Bueno bueno, es que este fin de semana me ha venido la inspiración y he reescrito cinco capítulos del libro, y me he dicho ¿por qué no publicar uno extra? Así que aquí está adelantado, el capítulo 14. El próximo es muy pero que muy bonito y tierno. Aviso: Reencuentro con Max Lightwood.

BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))



Capítulo 14: El pozo de las burbujas naranja


Sigo la dirección de sus dedos; al principio, no tengo ni idea de qué me señala, pero entonces veo una vaga forma unos cinco metros más arriba. ¿Qué es? ¿Alguna clase de animal? Parece del tamaño de un mapache, aunque cuelga del fondo de una rama y se balancea ligeramente. Hay algo más; entre los familiares sonidos nocturnos, noto un suave zumbido. Entonces lo entiendo: es un nido de avispas.
Estoy muerta de miedo, pero tengo el sentido común suficiente para quedarme quieta. Al fin y al cabo, no sé de qué tipo de avispas se trata; podrían ser las normales, las de «déjanos tranquilas y te dejaremos tranquila». Sin embargo, estoy en los Juegos del Hambre y lo normal no es encontrarse con algo normal. Lo más probable es que se trate de una de esas mutaciones del Capitolio, las rastrevíspulas. Como los charlajos, estas avispas asesinas se crearon en laboratorio y se colocaron estratégicamente en los distritos, como minas, durante la guerra. Son más grandes que las avispas normales, tienen un inconfundible cuerpo dorado y un aguijón que provoca un bulto del tamaño de una ciruela con solo tocarlo. Casi nadie tolera más de unas cuantas picaduras y algunos mueren al instante. Si vives, las alucinaciones producidas por el veneno han llevado a algunos a la locura; además, estas avispas persiguen a cualquiera que las haya molestado e intentan asesinarlo. De ahí viene el rastreadoras que forma parte de su nombre.
Después de la guerra, el Capitolio destruyó todos los nidos que rodeaban la ciudad, pero los que estaban cerca de los distritos se quedaron, supongo que como un recordatorio más de nuestra debilidad, igual que los Juegos del Hambre. Son otra razón para quedarse dentro de los límites de la alambrada del Distrito 12. Cuando las chicas y yo nos topamos con un nido de rastrevíspulas, cambiamos de dirección inmediatamente.
Entonces, ¿es eso lo que tengo encima? Miro a Max, en busca de ayuda, pero se ha fundido con el árbol.
Teniendo en cuenta mis circunstancias, supongo que da igual qué clase de avispas sean, ya que estoy herida y atrapada. La oscuridad me ha dado un ligero respiro, pero, cuando salga el sol, los profesionales ya tendrán un plan para matarme. No pueden hacer otra cosa después de que los dejara en ridículo. Puede que este nido sea mi única opción; si puedo dejarlo caer sobre ellos, quizá logre escapar, aunque me jugaría la vida en el proceso.
Por supuesto, no puedo acercarme al nido lo suficiente como para cortarlo; tendré que serrar la rama del tronco y dejar que caiga todo. La sierra de mi cuchillo debería bastarme, aunque ¿me dejarán mis manos? ¿Y despertaré al enjambre con la vibración? ¿Y si los profesionales descubren lo que estoy haciendo y trasladan su campamento? Eso lo fastidiaría todo.
Me doy cuenta de que mi mejor opción para cortar la rama sin que nadie se entere es durante el himno, que podría empezar en cualquier momento. Salgo a rastras del saco, me aseguro de tener el cuchillo en el cinturón y empiezo a subir por el árbol. Esto es ya de por sí peligroso, porque las ramas son finas hasta para mí, pero sigo adelante. Cuando llego a la rama que soporta el nido, el zumbido se hace más claro, aunque sigue siendo algo suave para tratarse de rastrevíspulas. «Es el humo --pienso--, las ha sedado.» Era la única defensa que encontraron los rebeldes para luchar contra ellas.
El sello del Capitolio brilla sobre mí y empieza a atronar el himno. «Ahora o nunca», pienso, y comienzo a serrar. Conforme arrastro el cuchillo adelante y atrás se me revientan las ampollas de la mano derecha. Una vez hecha la ranura, el trabajo es menos pesado, aunque sigue siendo casi más de lo que puedo soportar. Aprieto los dientes y sigo cortando, mirando al cielo de vez en cuando para comprobar que no ha habido muertes. No pasa nada, la audiencia estará satisfecha con mi herida, el árbol y la manada que tengo debajo. Sin embargo, el himno se acaba y todavía me queda un cuarto de rama cuando se acaba la música, se oscurece el cielo y me veo obligada a parar.
¿Y ahora qué? Podría terminar el trabajo a ciegas, pero quizá no sea lo más inteligente. Si las avispas están demasiado atontadas, si el nido se queda enganchado en la caída, si intento escapar, todo esto podría ser una mortífera pérdida de tiempo. Creo que lo mejor es volver aquí arriba al alba y lanzarles el nido a mis enemigos.
A la escasa luz de las antorchas de los profesionales, voy bajando hasta mi rama y me encuentro con la mejor sorpresa posible: sobre mi saco de dormir hay un saco de malla alargado unido a un paracaídas plateado. ¡Mi primer regalo de un patrocinador! Haymitch debe de haberlo enviado durante el himno. ¿Qué puede ser? Comida no, seguro. Deshago el nudo que lo une al paracaídas y lo abro poco a poco. Meto la mano. Toco algo alargado y frío y se me cae el alma a los pies. ¿Una espada? ¿Un cuchillo? Eso no me servirá de nada. Respiro profundamente y lo saco. Sonrío de verdad por primera vez en la arena; una estela.
--Oh, Haymitch --susurro--. Gracias.
No me ha abandonado, no me ha dejado para que me las apañe sola. La estela debe de haberle supuesto un gasto astronómico, seguro que han hecho falta unos cuantos patrocinadores para comprarla. Para mí, no tiene precio. Seguro que los Lightwood tienen algo que ver, ya que solo ellos saben de su existencia, ¿no?
La agarro fuertemente, como si fuera a echar a volar en cualquier momento, como si fuera un sueño, o una broma pesada. Pero no desaparece, y las demás ampollas explotan. Aflojo el agarre un poco y presiono la suave punta sobre la piel de mi pantorrilla, cerca de la quemadura. Recuerdo que Jace dijo que cuanto más cerca del mal, antes curará. Dibujo, poco a poco y con cuidado (dibujar nunca se me ha dado bien, y esto lo he tenido que repetir mil veces para que me salga aceptable), la runa. Me quema la piel, pero no de la forma en la quema el fuego, es otro tipo de dolor, uno que te despierta y te hace sentir cada centímetro de piel quemada. La pálida piel ahora es negruzca, y representa una elegante figura, de trazos seguros. El efecto es casi mágico, cómicamente. Cuando termino con la pantorrilla, noto como la herida sana desde dentro, y el dolor disminuye, aunque estoy segura de que estará toda la noche curándose. Ya no noto las ampollas, y aunque no vea con mucha claridad, puedo pasar la otra mano por la palma y notar al tacto que solo hay unas pequeñas rugosidades, no ampollas como guisantes. Después envuelvo la estela en el paracaídas y me la guardo en la mochila. Como ya no me duele tanto, consigo colocarme en posición y quedarme dormida.

Un pájaro que se ha colocado a pocos metros de mí me avisa de que está amaneciendo. Bajo la luz gris de la mañana, me examino las manos: la medicina ha transformado los parches rojo intenso en una suave piel rosa de bebé. La pierna sigue inflamada, porque esa quemadura era mucho más profunda. Vuelvo a repasar la runa, quemando de nuevo la piel, y guardo mis cosas en silencio. Pase lo que pase, tengo que moverme deprisa. También me como una galleta y un trozo de cecina, y bebo unas cuantas tazas de agua. Ayer lo vomité casi todo y ya empiezo a notar los efectos del hambre.
Los profesionales y Peeta siguen dormidos en el suelo. Por su posición, apoyada en el tronco del árbol, creo que Glimmer era la encargada de montar guardia, pero el cansancio ha podido con ella.
Aunque entrecierro los ojos para intentar examinar el árbol que tengo al lado, no veo a Max. Como fue él el que me dio el aviso, lo justo parece avisarlo; además, si muero hoy, quiero que gane él. Por mucho que signifique algo de comida extra para mi familia, la idea de que Peeta sea declarado vencedor me resulta insoportable.
Susurro el nombre de Max y los ojos aparecen de inmediato, abiertos y alerta. Me señala de nuevo el nido, yo levanto el cuchillo y hago el movimiento de serrar, y él asiente y desaparece. Se oye un susurro en un árbol cercano y después en otro más allá; me doy cuenta de que está saltando de un árbol a otro. Apenas logro contener la risa. ¿Es esto lo que les enseñó a los Vigilantes? Me lo imagino volando sobre el equipo de entrenamiento sin llegar a tocar el suelo; se merecía por lo menos un diez.
Por el este empiezan a llegar unos rayos de sol rosados, no puedo permitirme esperar más. Comparado con el dolor atroz de la subida al árbol de anoche, esto está chupado; cuando llego a la rama que sostiene el nido, coloco el cuchillo en la ranura. Estoy a punto de serrarla cuando veo que se mueve algo dentro del nido: es el reluciente brillo dorado de una rastrevíspula que sale con aire perezoso a la apergaminada superficie gris. No cabe duda de que está algo atontada, pero la avispa está despierta, lo que significa que las demás saldrán pronto. Me sudan las palmas de las manos y hago lo que puedo por secármelas en la camisa. Si no termino de cortar la rama en cuestión de segundos, todo el enjambre podría echárseme encima.
No tiene sentido retrasarlo, así que respiro hondo, cojo el cuchillo por el mango y corto con todas mis fuerzas. «¡Adelante, atrás, adelante, atrás!» Las rastrevíspulas empiezan a zumbar y las oigo salir. «¡Adelante, atrás, adelante, atrás!» Noto una puñalada de dolor en la rodilla, y sé que una de ellas me ha encontrado y que las otras se le unirán. «Adelante, atrás, adelante, atrás.» Y, justo cuando el cuchillo llega al final, empujo el extremo de la rama lo más lejos de mí que puedo. Se estrella contra las ramas inferiores, enganchándose un instante en algunas de ellas, pero cayendo después hasta dar en el suelo con un buen golpe. El nido se abre como un huevo y un furioso enjambre de rastrevíspulas alzan el vuelo.
Siento una segunda picadura en la mejilla, una tercera en el cuello, y su veneno me deja mareada casi al instante. Me agarro al árbol con un brazo mientras me arranco los aguijones dentados con la otra. Por suerte, sólo esas tres avispas me identifican antes de la caída del nido, así que el resto de los insectos se dirigen a los enemigos del suelo.
Es el caos. Los profesionales se han despertado con un ataque a gran escala de rastrevíspulas. Peeta y unos cuantos más tienen la sensatez suficiente para soltarlo todo y salir pitando. Oigo gritos de «¡Al lago, al lago!», e imagino que esperan perder a las avispas metiéndose en el agua. Debe de estar cerca si creen que pueden llegar allí antes que los furiosos insectos. Glimmer y otra chica, la del Distrito 4, no tienen tanta suerte; reciben muchas picaduras antes de perderse de vista. Parece que Glimmer se ha vuelto completamente loca, chilla e intenta apartar las avispas dándoles con el arco, lo que no sirve de nada. La chica del Distrito 4 se aleja tambaleándose, aunque diría que no tiene muchas posibilidades de llegar al lago. Veo caer a Glimmer, que se retuerce en el suelo como una histérica durante unos minutos y después se queda inmóvil. El nido ya no es más que una carcasa vacía. Los insectos han salido en persecución de los otros y no creo que vuelvan, aunque no quiero arriesgarme. Bajo a toda prisa del árbol y salgo corriendo en dirección opuesta al lago. El veneno de los aguijones me marea, pero logro regresar a mi pequeño estanque y sumergirme en el agua, sólo por si las avispas todavía me siguen la pista. Al cabo de cinco minutos me arrastro hasta las rocas. La gente no exageraba sobre el efecto de estas picaduras; de hecho, el bulto de mi rodilla tiene el tamaño de una naranja, más que de una ciruela, y los agujeros dejados por los aguijones rezuman un líquido verde apestoso.
Hinchazón, dolor, líquido verde; Glimmer retorciéndose en el suelo hasta morir; son muchas cosas por asimilar y ni siquiera ha amanecido del todo. No quiero ni pensar en el aspecto que tendrá la chica ahora: el cuerpo desfigurado, los dedos hinchados endureciéndose sobre el arco...
¡El arco! En algún lugar de mi mente embotada dos ideas logran conectarse y hacen que me ponga en pie para volver con paso tambaleante a través de los árboles. El arco, las flechas, tengo que cogerlos. Todavía no he oído los cañones, así que quizá Glimmer esté en una especie de coma, con el corazón luchando contra el veneno de las avispas. Sin embargo, en cuanto se pare y el cañonazo certifique su muerte, un aerodeslizador bajará para llevarse su cadáver, y con él el único arco y las únicas flechas que he visto hasta ahora en los juegos. ¡Me niego a dejarlos escapar de nuevo!
Llego hasta Glimmer justo cuando suena el cañonazo. No hay rástrevíspulas a la vista y esta chica, la que una vez estuvo tan bella con su vestido dorado en la noche de las entrevistas, ha quedado irreconocible. Han borrado sus facciones, tiene las extremidades el triple de grandes de lo normal y los bultos de los aguijones han empezado a estallar, supurando líquido verde pútrido sobre ella. Tengo que romperle varios dedos (lo que antes eran sus dedos) con una piedra para soltar el arco. El carcaj de flechas está atrapado debajo de ella, así que intento darle la vuelta al cuerpo tirando de un brazo, pero la carne se desintegra al tocarla y me caigo de culo.
¿Es esto real? ¿O han empezado las alucinaciones? Aprieto los ojos con fuerza, intento respirar por la boca y me ordeno no vomitar. El desayuno debe quedarse dentro, quizá no sea capaz de cazar hasta dentro de varios días. Suena un segundo cañonazo, supongo que la chica del Distrito 4 acaba de morir. Me doy cuenta de que los pájaros se callan y después dejan escapar una sola nota, lo que significa que el aerodeslizador está a punto de aparecer. Desconcertada, creo que viene a por Glimmer, aunque no tiene sentido del todo, porque yo sigo aquí, todavía luchando por las flechas. Me pongo de rodillas y los árboles empiezan a girar sobre mí. Veo el aerodeslizador en el cielo, así que me lanzo sobre el cadáver de Glimmer como si deseara protegerlo, pero veo que se llevan por los aires a la chica del Distrito 4.
--¡Hazlo ya! --me grito.
Aprieto la mandíbula, meto las manos debajo de Glimmer, agarro lo que deberían ser sus costillas y consigo ponerla boca abajo. Estoy hiperventilando, no puedo evitarlo, es todo una pesadilla y estoy perdiendo el sentido de la realidad. Tiro del carcaj plateado, pero está enganchado en algo, enganchado en su omóplato, en algo; por fin se suelta. Justo cuando tengo el carcaj en mis manos oigo pasos, varios pies que se acercan a través de la maleza, y me doy cuenta de que han vuelto los profesionales. Vuelven para matarme, para recuperar sus armas o para ambas cosas.
Sin embargo, es demasiado tarde para correr. Cojo una de las finas flechas del carcaj e intento colocarla en la cuerda del arco, pero, en vez de una cuerda, veo tres, y el hedor de las picaduras es tan asqueroso que no consigo hacerlo. No puedo hacerlo.
Me siento impotente cuando llega el primer cazador, con la lanza en alto, listo para atacar. La sorpresa de Peeta no me dice nada; me quedo esperando el golpe, pero él baja el brazo.
--¿Por qué sigues aquí? --me sisea. Lo miro sin entender nada mientras observo la gota de agua que cae de la picadura que tiene bajo la oreja. Todo su cuerpo empieza a brillar, como si se hubiese empapado de rocío--. ¿Te has vuelto loca? --Me empuja con la empuñadura de la lanza--. ¡Levanta, levanta! --Me levanto, y él sigue empujándome. ¿Qué? ¿Qué está pasando? Me pega un buen empujón para alejarme--. ¡Corre! --grita--. ¡Corre!
Detrás de él, Cato se abre camino a través de los arbustos. Él también está húmedo y tiene una picadura muy fea bajo un ojo. Veo un rayo de sol reflejándose en su espada y hago lo que me dice Peeta; agarro con fuerza arco y flechas, y salgo disparada entre tropezones hacia los árboles que han surgido de la nada. Dejo atrás mi estanque y me adentro en bosques desconocidos. El mundo empieza a doblarse de forma alarmante. Una mariposa se hincha hasta alcanzar el tamaño de una casa y después estalla en un millón de estrellas; los árboles se transforman en sangre y me salpican las botas; me salen hormigas de las ampollas de las manos y no puedo quitármelas de encima; me suben por los brazos y por el cuello. Alguien grita, un grito agudo que no se interrumpe para respirar; tengo la vaga sensación de que soy yo. Tropiezo y me caigo en un pequeño pozo recubierto de burbujitas naranja que zumban como el nido de rastrevíspulas. Me hago un ovillo, con las rodillas bajo la barbilla, y espero la muerte.
Enferma y desorientada, sólo se me ocurre una cosa: «Peeta Mellark me acaba de salvar la vida».

Entonces las hormigas se me meten en los ojos y me desmayo.

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