Amo estos capítulos. Aunque se han retrasado, sinceramente los amo ^^, aunque al final del segundo una se pone a llorar. Hoy o me enrollo mucho,voy directa al grano ^^.
BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))
Capítulo 16: Destruir es más fácil que construir
Max ha decidido confiar en mí
sin reservas. Lo sé porque, en cuanto se termina el himno, se acurruca a mi
lado y se queda dormido. Yo tampoco recelo, ya que no tomo ninguna precaución especial.
Hemos pasado demasiado juntos aquí y en casa y, además, si quisiera verme
muerta, le habría bastado con desaparecer de aquel árbol sin avisarme de la
presencia del nido de rastrevíspulas. Sin embargo, muy en el fondo de mi
conciencia, noto la presión de lo obvio: no podemos ganar estos juegos los dos.
En cualquier caso, como lo más probable es que no sobrevivamos ninguno, consigo
no hacer caso de ese pensamiento, porque no sé si es mejor morir aquí, que
volver sola, sin él, con la culpabilidad acabando conmigo desde dentro. Además,
me distrae mi última idea sobre los profesionales y sus provisiones. Max y yo
debemos encontrar la forma de destruir su comida. Estoy bastante segura de que
a ellos les costaría una barbaridad alimentarse solos. La estrategia
tradicional de los tributos profesionales consiste en reunir toda la comida
posible y avanzar a partir de ahí. Cuando no la protegen bien, pierden los
juegos (un año la destruyó una manada de reptiles asquerosos y otro una
inundación creada por los Vigilantes). El hecho de que los profesionales hayan
crecido con una alimentación mejor juega en su contra, ya que no están
acostumbrados a pasar hambre; todo lo contrario que Max y yo.
Sin embargo, estoy demasiado
cansada para empezar a tramar un plan detallado esta noche. Mis heridas están
sanando, sigo un poco embotada por culpa del veneno, y el calor de Max a mi
lado, su cabeza apoyada en mi hombro, hacen que me sienta segura. Por primera
vez, me doy cuenta de lo sola que me he sentido desde que llegué al campo de
batalla, de lo reconfortante que puede ser la presencia de otro ser humano. Me
dejo vencer por el sueño y decido que mañana se volverán las tornas. Mañana
serán los profesionales los que tengan que guardarse las espaldas.
Me despierta un cañonazo; unos
rayos de luz atraviesan el cielo y los pájaros ya están trinando. Max está
encaramado a una rama frente a mí, con algo en la mano. Esperamos por si se
producen más disparos, pero no oímos ninguno.
--¿Quién crees que ha sido?
No puedo evitar pensar en
Peeta, y que me inunde la preocupación, como una mujer que deja marchar a su
hombre a la guerra sin saber si volverá o no algún día.
--No lo sé, podría haber sido cualquiera de los otros --responde
Max--. Supongo que nos enteraremos esta noche.
--¿Me puedes repetir quién queda?
--El chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2, el
chico del Distrito 3, yo, Thresh, y Peeta y tú. Eso hacen ocho. Espera, y el
chico del Distrito 10, el de la pierna mala. Él es el noveno. --Hay
alguien más, pero ninguno de los dos conseguimos recordarlo--. Me
pregunto cómo habrá muerto el último.
--No hay forma de saberlo, pero nos viene bien. Una
muerte servirá para entretener un poco a las masas. Quizá nos dé tiempo a
preparar algo antes de que los Vigilantes decidan que la cosa va demasiado
lenta. ¿Qué tienes en las manos?
--El desayuno --responde Max; las abre y me
enseña dos grandes huevos.
--¿De qué son?
--No estoy seguro; hay una zona pantanosa por allí, una
especie de ave acuática.
Estaría bien cocinarlos, pero
no queremos arriesgarnos a encender un fuego. Supongo que el tributo muerto
habrá sido una víctima de los profesionales, lo que significa que se han
recuperado lo bastante para volver a los juegos. Nos dedicamos a sorber el
contenido de los huevos, y a comernos un muslo de conejo y algunas bayas. Es un
buen desayuno se mire por donde se mire.
--¿Listo para hacerlo? --pregunto, colgándome la
mochila.
--¿Hacer el qué? --pregunta Max a su vez; por la
forma en que se ha apresurado a responder, está dispuesto a hacer cualquier
cosa que le proponga.
--Hoy vamos a quitarle la comida a los profesionales.
--¿Sí? ¿Cómo?
Veo que los ojos le brillan de
emoción. En ese sentido, es justo lo contrario que Prim: para mi hermana, las
aventuras son un calvario.
--Ni idea. Venga, se nos ocurrirá algo mientras
cazamos.
No cazamos mucho porque estoy
demasiado ocupada sacándole a Max toda la información posible sobre la base de
los profesionales. Sólo se ha acercado a espiar un poco, pero es muy
observador. Han montado el campamento junto al lago, y su alijo de suministros
está a unos veinticinco metros. Durante el día dejan montando guardia a otro
tributo, el chico del Distrito 3.
--¿El chico del Distrito 3? --pregunto--.
¿Está trabajando con ellos?
--Sí, se queda todo el tiempo en el campamento. A él
también le picaron las rastrevíspulas cuando los siguieron hasta el lago --responde--.
Supongo que acordaron dejarlo vivir a cambio de que les hiciese de guardia,
pero no es un chico muy grande.
--¿Qué armas tiene?
--No muchas, por lo que vi. Una lanza. Puede que
consiga espantarnos a unos cuantos con ella, pero Thresh podría matarlo con
facilidad.
--¿Y la comida está ahí, sin más? --pregunto, y
él asiente--. Hay algo que no encaja en ese esquema.
--Lo sé, pero no pude averiguar el qué. Katniss, aunque
lograses llegar hasta la comida, ¿cómo te librarías de ella?
--La quemaría, la tiraría al lago, la empaparía de
combustible... --Le doy con el dedo en la tripa, como hacía con Prim--.
¡Me la comería! --él suelta una risita--. No te preocupes,
pensaré en algo. Destruir cosas es mucho más fácil que construirlas.
Nos pasamos un rato
desenterrando raíces, recogiendo bayas y vegetales, y elaborando una estrategia
entre susurros. Acabo conociendo de todo a Max, y cuando le preguntas por lo
que más ama en el mundo, contesta que la música, nada más y nada menos.
--¿La música? --repito. En nuestro mundo, la
música está al mismo nivel que los lazos para el pelo y los arco iris, en
cuando a utilidad se refiere. Al menos los arco iris te dan una pista sobre el
clima--. ¿Tienes mucho tiempo para eso?
--Cantamos en casa --es verdad que a Izzy le gustaba
tararear. Estaba todo el santo día tarareando--. Por eso me encanta tu insignia --añade, señalando el
sinsajo; yo me había vuelto a olvidar de su existencia.
--¿Conoces a los sinsajos?
--Oh, sí, algunos son muy amigos míos. Nos dedicamos a
cantar juntos durante horas.
--Toma, quédatelo tú --le digo, quitándome la
insignia--. Significa más para ti que para mí.
--Oh, no --contesta él, cerrándome los dedos
sobre la insignia que tengo en la mano--. Me gusta vértelo puesto, es de
casa. Además, tengo esto. --Se saca de debajo de la camisa un collar
tejido con una especie de hierba. De él cuelga una estrella de madera tallada
toscamente; o quizá sea una flor--. Es un amuleto de la buena suerte.
--Bueno, por ahora funciona --respondo,
volviendo a prenderme el sinsajo a la camisa--. Quizá te vaya mejor sólo
con él.
A la hora de la comida ya
tenemos un plan; lo llevaremos a cabo a media tarde. Ayudo a Max a recoger y
colocar la madera para la primera de dos fogatas, aunque la tercera tendrá que
prepararla él solo. Decidimos reunimos después en el sitio donde hicimos
nuestra primera comida juntos, ya que el arroyo debería facilitarme la tarea de
encontrarlo. Antes de partir me aseguro de que esté bien provisto de comida y
cerillas, incluso insisto en que se lleve mi saco de dormir, por si no logramos
encontrarnos antes de que caiga la noche.
--¿Y tú qué? ¿No pasarás frío? --me pregunta.
--No si cojo otro saco en el lago --respondo--.
Ya sabes, aquí robar no es ilegal --añado, sonriendo.
En el último minuto, Max decide
enseñarme su señal de sinsajo.
--Quizá no funcione, pero, si oyes a los sinsajos
cantarla, sabrás que estoy bien, aunque no pueda regresar en ese momento.
--¿Hay muchos sinsajos por aquí?
--¿No los has visto? Tienen nidos por todas partes --responde.
Reconozco que no me he dado cuenta.
--Pues vale. Si todo va según lo previsto, te veré para
la cena --le digo.
De repente, Max me rodea el
cuello con los brazos; se lo devuelvo lo más fuerte que puedo.
--Ten cuidado --me pide.
--Y tú --respondo; le regalo un beso en la
frente, después me vuelvo y me dirijo al arroyo, algo preocupada. Preocupada
por qué Max acabe muerto, por qué Max no acabe muerto y nos quedemos los dos
hasta el final, por dejar a Max solo, por qué Izzy y Jace no me perdonen si le
pasa algo y yo sí vuelvo a casa, por haber dejado a Prim sola en casa. No, Prim
tiene a mi madre, a Gale y a un panadero que me ha prometido que no la dejará
pasar hambre. Max sólo me tiene a mí.
Una vez en el arroyo, no hay
más que seguir su curso colina abajo hasta el lugar en que empecé a recorrerlo,
después del ataque de las avispas. Tengo que moverme con precaución por el
agua, porque no dejo de hacerme preguntas sin respuesta, la mayoría sobre
Peeta. Esta mañana ha sonado un cañonazo. ¿Era para anunciar su muerte? Si es
así, ¿cómo ha muerto? ¿A manos de un profesional? ¿Y habrá sido para vengarse
de que me dejase escapar? Intento recordar de nuevo aquel momento junto al
cadáver de Glimmer, cuando apareció entre los árboles. Sin embargo, el hecho de
que estuviese brillando me hace dudar de todo lo que sucedió.
Tardo pocas horas en llegar a
la zona poco profunda donde me bañé, lo que significa que ayer tuve que moverme
muy despacio. Hago un alto para llenar la botella de agua y añado otra capa de
barro a la mochila, que parece decidida a seguir siendo naranja,
independientemente de la cantidad de camuflaje que le ponga.
Mi proximidad al campamento de
los profesionales hace que se me agucen los sentidos y, cuanto más me acerco a
ellos, más alerta estoy; me detengo con frecuencia para prestar atención a
ruidos extraños, con una flecha preparada en la cuerda del arco. No veo a otros
tributos, pero sí que descubro algunas de las cosas que ha mencionado Max:
arbustos de bayas dulces; otro con las hojas que me curaron las picaduras;
grupos de nidos de rastrevíspulas cerca del árbol en el que me quedé atrapada;
y, de cuando en cuando, el parpadeo blanco y negro del ala de un sinsajo en las
ramas que tengo encima.
Llego al árbol que tiene el
nido abandonado en el suelo y me detengo un momento para reunir valor. Max me
ha dado instrucciones específicas para llegar desde este punto al mejor
escondite desde el que espiar el lago. «Recuerda --me digo--, tú
eres la cazadora, no ellos.»
Cojo el arco con decisión y
sigo adelante. Llego hasta el bosquecillo del que me ha hablado Max y, de
nuevo, admiro su astucia: está justo al borde del bosque, pero el frondoso
follaje es tan espeso por abajo que puedo observar fácilmente el campamento de
los profesionales sin que ellos me vean. Entre nosotros está el amplio claro en
el que comenzaron los juegos.
Hay cuatro tributos: el chico del
Distrito 1, Cato y la chica del Distrito 2, y un chico escuálido y pálido que
debe de ser del Distrito 3. No me causó ninguna impresión durante el tiempo que
pasamos en el Capitolio; no recuerdo casi nada de él, ni su traje, ni su
puntuación en el entrenamiento, ni su entrevista. Incluso ahora que lo tengo
sentado delante, jugueteando con una especie de caja de plástico, resulta fácil
no hacerle caso al lado de sus compañeros, más grandes y dominantes. Sin
embargo, algún valor tendrá para ellos, porque, si no, no se habrían molestado
en dejarlo vivir. En cualquier caso, verlo sólo sirve para hacerme sentir más
incómoda sobre los motivos de los profesionales para ponerlo de guardia, para
no matarlo.
Los cuatro tributos parecen
seguir recuperándose del ataque de las avispas. Aunque estoy un poco lejos,
distingo los bultos hinchados de las picaduras. Seguramente no habrán tenido la
sensatez necesaria para quitarse los aguijones o, si lo han hecho, no saben
nada de las hojas curativas. Al parecer, las medicinas que encontraron en la
Cornucopia no les han servido de nada.
La Cornucopia sigue donde
estaba, aunque sin nada en el interior. La mayoría de las provisiones, metidas
en cajas, sacos de arpillera y contenedores de plástico, están apiladas en una
ordenada pirámide a una distancia bastante cuestionable del campamento. Otras
cosas se han quedado diseminadas por el perímetro de la pirámide, como si
imitaran la disposición de suministros alrededor de la Cornucopia al principio
de los juegos. Una red cubre la pirámide en sí, aunque no le veo otra utilidad
que alejar a los pájaros.
La configuración en su conjunto
me resulta desconcertante. La distancia, la red y la presencia del chico del
Distrito 3. Lo que está claro es que destruir estos suministros no va a ser tan
sencillo como parece; tiene que haber otro factor en juego, y será mejor que me
quede quieta hasta descubrir cuál es. Mi teoría es que la pirámide tiene algún
tipo de trampa; se me ocurren pozos escondidos, redes que caen sobre los
incautos o un cable que, al romperse, lanza un dardo venenoso directo al
corazón. Las posibilidades son infinitas, claro.
Mientras le doy vueltas a mis
opciones, oigo a Cato gritar algo. Está señalando al bosque, lejos de mí, y,
sin necesidad de mirar, sé que Max habrá encendido ya la primera hoguera. Nos
aseguramos de recoger la suficiente madera verde para que el humo se viese
bien. Los profesionales empiezan a armarse de inmediato.
Se inicia una pelea; gritan tan
fuerte que oigo que discuten si el chico del Distrito 3 debe quedarse o
acompañarlos.
-- Se viene. Lo necesitamos en el bosque y aquí ya ha
terminado su trabajo. Nadie puede tocar los suministros --dice Cato.
-- ¿Y el chico amoroso? --pregunta el chico del
Distrito 1.
-- Ya te he dicho que te olvides de él. Sé dónde le di
el corte. Es un milagro que todavía no se haya desangrado. De todos modos, ya
no está en condiciones de robarnos.
Así que Peeta está en el
bosque, malherido. ¿Por qué se me empañan los ojos? No me importa. Tengo
repetírmelo una veintena de veces antes de centrarme de nuevo en la
conversación. Sin embargo, sigo sin saber qué lo llevó a traicionar a los
profesionales.
-- Venga. --Insiste Cato, y le pasa una lanza al
chico del Distrito 3; después se alejan en dirección a la fogata. Lo último que
oigo cuando entran en el bosque es:-- Cuando la encontremos, la mato a
mi manera, y que nadie se meta.
Por algún motivo, dudo que se
refiera a nadie que no sea yo.
Me quedo donde estoy una media
hora, intentando decidir qué hacer con las provisiones. Mi ventaja con el arco
y las flechas es la distancia, podría disparar sin problemas una flecha
ardiendo a la pirámide (con mi puntería puedo meterla por uno de los agujeros
de la red), pero eso no me garantiza que prenda. Lo más probable es que se
apague sola y, entonces, ¿qué? No lograría nada y les habría dado demasiada
información sobre mí; que estoy aquí, que tengo un cómplice y que sé usar el
arco con precisión.
No tengo alternativa: habrá que
acercarse más y ver si descubro qué está protegiendo los suministros. De hecho,
estoy a punto de salir al descubierto cuando un movimiento me llama la
atención. A varios metros a mi derecha, veo a alguien salir del bosque. Durante
un momento creo que es Max, hasta que reconozco a la chica con cara de
comadreja (es la que no lograba recordar esta mañana), que se acerca a rastras
al alijo. Cuando por fin decide que no hay peligro, corre hacia la pirámide
dando pasitos rápidos. Justo antes de llegar al círculo de suministros que hay
esparcidos alrededor, se detiene, mira por el suelo y coloca los pies con
cuidado en un punto. Después se acerca a la pirámide dando unos extraños
saltitos, a veces a la pata coja, otras balanceándose un poco y otras
arriesgándose a dar unos cuantos pasos. En cierto momento se lanza por el aire
por encima de un barrilito y aterriza de puntillas. Sin embargo, se ha dado
demasiado impulso y cae hacia adelante, dando un chillido al tocar el suelo con
las manos. Como ve que no pasa nada, se pone rápidamente de pie y sigue
adelante hasta llegar a las cosas.
Por lo visto, tengo razón con
respecto a las trampas, aunque parece algo más complicado de lo que me
imaginaba. También tenía razón acerca de la chica: debe de ser muy astuta para
haber descubierto el camino seguro hasta la comida y ser capaz de reproducirlo
con tanta precisión. Se llena la mochila sacando algunos artículos de varios
contenedores: galletas saladas de una caja, un puñado de manzanas de un saco de
arpillera colgado en el lateral de un cubo. Procura no coger demasiado, para
que nadie note que falta comida, para que nadie sospeche. Después repite su
extraño baile hasta abandonar el círculo y sale corriendo de nuevo por el
bosque, sana y salva. Me doy cuenta de que tengo los dientes apretados por la
frustración; la Comadreja me ha confirmado lo que ya suponía, pero ¿qué clase
de trampa requerirá tanta destreza y tendrá tantos puntos de disparo? ¿Por qué
chilló la chica cuando tocó el suelo con las manos? Cualquiera habría
pensado..., entonces empiezo a entenderlo..., cualquiera habría pensado que iba
a estallar.
--Está minado --susurro.
Eso lo explica todo: lo poco
que les importaba a los profesionales dejar los suministros sin vigilancia, la
reacción de la Comadreja, la participación del chico del Distrito 3, el
distrito de las fábricas, donde producían televisores, automóviles y
explosivos. ¿Y de dónde los habrá sacado? ¿De las provisiones? No es el tipo de
arma que suelen proporcionar los Vigilantes, ya que prefieren ver a los
tributos destrozarse cara a cara. Salgo de los arbustos y me acerco a las
placas metálicas redondas que suben a los tributos al estadio. Se nota que han
escarbado el suelo a su alrededor para después volver a aplanarlo. Las minas se
desactivan después de los sesenta segundos que tenemos que pasar encima de las
plataformas, pero el chico del Distrito 3 debe de haber conseguido
reactivarlas. Nunca había visto algo así en los juegos, seguro que hasta los
Vigilantes están sorprendidos.
Bueno, pues un hurra por el
chico del Distrito 3, que ha sido capaz de superarlos, pero ¿qué hago yo? Está
claro que no puedo meterme en ese laberinto sin acabar volando por los aires.
En cuanto a lanzar una flecha ardiendo, sería una tontería. Las minas se
activan con la presión, y no tiene que ser una presión muy grande. Un año a una
chica se le cayó su símbolo, una pelotita de madera, cuando todavía estaba en
la plataforma, y tuvieron que raspar sus restos del suelo, literalmente.
Tengo los brazos fuertes,
podría lanzar algunas piedras y luego... ¿qué? ¿Activar una mina, quizá? Eso
iniciaría una reacción en cadena. ¿O no? ¿Habrá puesto el chico del Distrito 3
las minas de forma que el estallido de una sola no afecte a las otras? Así se
aseguraría de la muerte del invasor sin poner el peligro los suministros.
Aunque sólo hiciese estallar una mina, seguro que los profesionales volverían
corriendo a por mí. De todos modos, ¿en qué estoy pensando? Está la red,
precisamente colocada para evitar un ataque por el estilo. Además, lo que de
verdad necesito es lanzar unas treinta rocas a la vez, disparar una reacción en
cadena y destruirlo todo.
Vuelvo la vista atrás, hacia el
bosque: el humo de la segunda fogata de Max sube por el cielo. Los
profesionales deben de haber empezado a sospechar que se trata de una trampa.
Se me agota el tiempo. Sé que todo esto tiene solución, y que sólo tengo que
concentrarme a fondo. Me quedo mirando la pirámide, los cubos y las cajas, todo
ello demasiado pesado como para derribarlo de un flechazo. Quizá alguno
contenga aceite para cocinar; a punto de revivir la idea de la flecha ardiendo,
me doy cuenta de que podría acabar perdiendo las doce flechas sin darle a un
contenedor de aceite, ya que estaría tirando a ciegas. Estoy pensando en
intentar recrear el camino de la Comadreja hacia la pirámide, con la esperanza
de encontrar nuevas formas de destrucción, cuando me fijo en el saco de
manzanas. Podría cortar la cuerda de un flechazo, como en el Centro de
Entrenamiento. Es una bolsa grande, aunque puede que sólo disparase una
explosión. Si pudiera soltar todas las manzanas...
Ya sé qué hacer. Me pongo a
tiro y me doy un límite de tres flechas para conseguirlo. Coloco los pies con
cuidado, me aislo del resto del mundo y afino la puntería.
La primera flecha rasga el
lateral del saco, cerca de la parte de arriba, y deja una raja en la arpillera.
La segunda la convierte en un agujero. Veo que una de las manzanas empieza a
tambalearse justo cuando disparo la tercera flecha, acierto en el trozo rasgado
de arpillera y lo arranco de la bolsa.
Todo parece paralizarse durante un segundo.
Después, las manzanas se esparcen por el suelo y yo salgo
volando por los aires.
Capítulo 17: Max Lightwood parte II
El impacto con la dura tierra
de la llanura me deja sin aliento, y la mochila no hace mucho por suavizar el
golpe. Por suerte, el carcaj se me ha quedado colgado del codo, por lo que se
libran tanto él como mi hombro; además, no he soltado el arco. El suelo sigue
temblando por los estallidos, pero no los oigo, en estos momentos no oigo nada.
Sin embargo, las manzanas deben de haber activado las minas suficientes y los
escombros están disparando las demás. Consigo protegerme la cara con los brazos
de una lluvia de trocitos de materia, algunos ardiendo. Un humo acre lo llena
todo, lo que no resulta muy adecuado para alguien que intenta recuperar la
respiración.
Al cabo de un minuto, el suelo
deja de vibrar, ruedo por el suelo y me permito un momento de satisfacción ante
las ruinas ardientes de lo que antes fuera la pirámide. Los profesionales no
van a conseguir salvar nada.
«Será mejor que salga de aquí,
seguro que vienen pitando», pienso. Sin embargo, al ponerme de pie, me doy
cuenta de que escapar no va a ser tan fácil. Estoy mareada, no sólo algo
tambaleante, sino con un mareo de esos que hacen que los árboles te den vueltas
alrededor y la tierra se mueva bajo los pies. Doy unos pasos y, de algún modo,
acabo a cuatro patas. Espero unos minutos a que se me pase, pero no se me pasa.
Empieza a entrarme el pánico.
No debo quedarme aquí, la huida resulta indispensable, pero no puedo ni andar,
ni oír. Me llevo una mano a la oreja izquierda, la que estaba vuelta hacia la
explosión, y veo que se mancha de sangre. ¿Me he quedado sorda? La idea me
asusta porque, como cazadora, confío en mis oídos tanto como en mis ojos, quizá
más algunas veces. En cualquier caso, no dejaré que se me note el miedo; estoy
completa y absolutamente segura de que me están sacando en directo en todas las
pantallas de televisión de Panem.
«Nada de rastros de sangre», me
digo, y consigo echarme la capucha y atarme el cordón bajo la barbilla con unos
dedos que no se puede decir que ayuden mucho. Eso servirá para absorber un poco
de sangre. No puedo caminar, pero ¿puedo arrastrarme? Intento avanzar; sí, si
voy muy despacio, puedo arrastrarme. Casi todas las zonas del bosque
resultarían insuficientes para ocultarme. Mi única esperanza es llegar al
bosquecillo de Max y ocultarme entre la vegetación. Si me quedo aquí, a cuatro
patas, en campo abierto, no sólo me matarán, sino que Cato se asegurará de que
sea una muerte lenta y dolorosa. La mera idea de que Prim lo vea todo hace que
me dirija obstinadamente, centímetro a centímetro, a mi escondite.
Otro estallido me hace caer de
morros; una mina alejada que se habrá disparado al caerle encima una caja. Pasa
otras dos veces más, lo que me recuerda a los últimos granos que saltan cuando
Prim y yo hacemos palomitas en la chimenea.
Decir que lo consigo en el
último momento es decir poco: justo cuando llego a rastras hasta el enredo de
arbustos al pie de los árboles, aparece Cato en el llano, seguido de sus
compañeros. Su rabia es tan exagerada que podría resultar cómica (así que es
cierto que la gente se tira de los pelos y golpea el suelo con los puños...),
si no supiera que iba dirigida a mí, a lo que le he hecho. Si a ello le
añadimos que estoy cerca y que no soy capaz de salir corriendo, ni de
defenderme, lo cierto es que estoy aterrada. Me alegro de que mi escondite no
permita a las cámaras verme de cerca, porque estoy mordiéndome las uñas como
loca, arrancándome los últimos trocitos de esmalte para que no me castañeteen
los dientes.
El chico del Distrito 3 ha
estado tirando piedras al destrozo y debe de haber concluido que se han
activado todas las minas, porque los profesionales se acercan.
Cato ha terminado con la
primera fase de su rabieta y descarga su ira en los restos quemados, dándoles
patadas a los contenedores. Los otros tributos examinan el desastre en busca de
algo que pueda salvarse, pero no hay nada. El chico del Distrito 3 ha hecho su
trabajo demasiado bien; a Cato debe de habérsele ocurrido la misma idea, porque
se vuelve hacia el chico y parece gritarle. El pobre sólo tiene tiempo de
volverse y empezar a correr antes de que Cato lo coja por el cuello desde
atrás. Veo cómo se le hinchan los músculos de los brazos mientras sacude la
cabeza del chico de un lado a otro.
Así de rápida es la muerte del
chico del Distrito 3.
Los otros dos profesionales
parecen intentar calmar a Cato. Me doy cuenta de que él quiere volver al
bosque, pero ellos no dejan de señalar al cielo, lo que me desconcierta, hasta
que me doy cuenta.
«Claro, creen que el que ha
provocado las explosiones está muerto.»
No saben lo de las flechas y
las manzanas. Han dado por supuesto que la trampa estaba mal y que el tributo
que la activó ha volado en pedazos. El cañonazo podría haberse perdido fácilmente
entre los estallidos. Los restos destrozados del ladrón se los habría llevado
un aerodeslizador. Los tributos se retiran al otro lado del lago para dejar que
los Vigilantes se lleven el cadáver del chico del Distrito 3. Y esperan.
Supongo que se oye un cañonazo,
porque aparece un aerodeslizador y se lleva al chico muerto. El sol se pone en
el horizonte. Cae la noche. En el cielo veo el sello y sé que debe de haber
empezado el himno. Un momento de oscuridad y después ponen la imagen del chico
del Distrito 3; también la del chico del Distrito 10, que debe de haber muerto
esta mañana. Después reaparece el sello. Bueno, ya lo saben, el saboteador ha
sobrevivido. A la luz del sello veo que Cato y la chica del Distrito 2 se ponen
las gafas de visión nocturna. El chico del Distrito 1 prende una rama de árbol
a modo de antorcha, lo que ilumina sus rostros lúgubres y decididos. Los
profesionales vuelven a los bosques para cazar.
El mareo ha remitido y, aunque
el oído izquierdo sigue sordo, puedo oír un zumbido en el derecho; buena señal.
Sin embargo, no tiene sentido salir de aquí, en la escena del crimen estoy todo
lo segura que puedo estar. Seguro que piensan que el saboteador les lleva dos o
tres horas de ventaja. De todos modos, pasa un buen rato hasta que me arriesgo
a moverme.
Lo primero que hago es sacar
mis gafas y ponérmelas, lo que me relaja un poco, porque así, al menos, cuento
con uno de mis sentidos de cazadora. Bebo un poco de agua y me lavo la sangre
de la oreja. Como me da miedo que el olor a carne atraiga a depredadores no
deseados (ya es bastante malo que huelan la sangre fresca), me alimento con los
vegetales, raíces y bayas que Max y yo recogimos esta mañana.
¿Dónde está mi pequeño aliada?
¿Habrá conseguido llegar al punto de encuentro? ¿Estará preocupado por mí? Al
menos, el cielo ha dejado claro que los dos seguimos vivos.
Cuento con los dedos los
tributos que quedan: el chico del 1, los dos del 2, la Comadreja, Max supuestamente del 4, Tresh del 11 y el 12. Sólo ocho; las apuestas deben de estar poniéndose interesantes en
el Capitolio, seguro que estarán emitiendo reportajes especiales sobre todos
nosotros, y probablemente entrevisten a nuestros amigos y familiares. Hace ya
mucho tiempo que no había un tributo del Distrito 12 entre los ocho finalistas,
y ahora estamos dos, aunque, por lo que ha dicho Cato, Peeta no durará. Peeta.
¿Quiero que dure, que viva? Supongo que sí, pero… no, no, claro que no, ya no
siento nada por él, eso era un simple reflejo, mi salvador, el joven rubio de
ojos azules, no era más que una simple ilusión. No entiendo porque me miento,
aun sabiendo que lo que piense no cambiará lo que sienta. Pero los Juegos
cambian a la gente y no sé si me están cambiando a mí. Tampoco es que importe
mucho lo que diga Cato. ¿Acaso no acaba de perder toda su reserva de
provisiones?
«Que empiecen los Septuagésimo
Cuartos Juegos del Hambre, Cato --pienso--. Que empiecen de
verdad.»
Se ha levantado una brisa fría,
así que me dispongo a coger el saco de dormir..., hasta que me doy cuenta de
que se lo dejé a Max. Se suponía que yo iba a coger otro, pero, con todo el lío
de las minas, se me olvidó. Empiezo a temblar; como, de todos modos, pasar la
noche subida a un árbol no sería sensato, escarbo un agujero bajo los arbustos,
y me cubro con hojas y agujas de pino.
Sigo estando helada; me echo el
trozo de plástico en la parte de arriba y coloco la mochila de forma que
bloquee el viento. La cosa mejora un poco y empiezo a comprender a la chica del
Distrito 8, la que encendió la fogata la primera noche. Sin embargo, ahora soy
yo la que tiene que apretar los dientes y aguantar hasta que se haga de día.
Más hojas, más agujas de pino. Meto los brazos dentro de la chaqueta, me hago
un ovillo y, de algún modo, consigo dormirme.
Cuando abro los ojos, el mundo
sigue pareciéndome algo fracturado, y tardo un minuto en darme cuenta de que el
sol debe de estar muy alto y las gafas hacen eso con mi vista. Me siento para
quitármelas y, justo entonces, oigo unas risas en algún lugar cerca del lago;
me quedo quieta. Las risas están distorsionadas, pero el hecho de que las oiga
quiere decir que estoy recuperando la audición. Sí, mi oído derecho vuelve a
funcionar, aunque sigue zumbándome. En cuanto al izquierdo, bueno, al menos ya
no sangra.
Me asomo entre los arbustos,
temiendo que hayan regresado los profesionales y esté atrapada durante un
tiempo indefinido. No, es la Comadreja, de pie entre los escombros y muerta de
risa. Es más lista que los profesionales, porque logra encontrar unos cuantos
artículos útiles entre las cenizas: una olla metálica y un cuchillo. Me
desconcierta su alegría hasta que caigo en que la eliminación de los profesionales
le da una posibilidad de supervivencia, igual que al resto de nosotros. Se me
pasa por la cabeza salir de mi escondite y reclutarla como segunda aliada, pero
lo descarto. Su sonrisa maliciosa tiene algo que me deja claro que si me
hiciera amiga de la Comadreja acabaría con un puñal clavado en la espalda. Si
tuviera eso en cuenta, éste sería el momento perfecto para dispararle una
flecha; sin embargo, la chica oye algo que no soy yo, porque vuelve la cabeza
en dirección contraria, hacia el lugar donde nos soltaron, y vuelve corriendo
al bosque. Espero. Nada, no aparece nadie. Sea como fuere, si a ella le ha
parecido peligroso, quizás haya llegado el momento de que me marche yo también.
Además, estoy deseando contarle a Max lo de la pirámide. Y, además, le echo de
menos, verle sano y salvo junto a mí me hace sentir mejor, cómo que estoy haciendo
bien mi trabajo. Como una buena hermana, como una madre. Sienta bien hacer de
madre. Y pensar que yo jamás querré tener hijos…y la verdad es que ahora estoy
siendo madre primeriza en plenos Juegos del Hambre. Guau, merezco la medalla al
mérito.
Como no tengo ni idea de dónde
están los profesionales, la ruta de regreso por el arroyo parece tan buena como
cualquier otra. Me apresuro, con el arco preparado en una mano y un trozo de
granso frío en la otra; ahora estoy muerta de hambre, y no me vale con hojas y bayas,
sino que me faltan la grasa y las proteínas de la carne. La excursión hasta el
arroyo transcurre sin incidentes. Una vez allí, recojo agua y me lavo,
prestando especial atención a la oreja herida. Después avanzo colina arriba
utilizando el arroyo como guía. En cierto momento descubro huellas de botas en
el barro de la orilla; los profesionales han estado aquí, aunque no ha sido
hace poco. Las huellas son profundas porque se hicieron en barro húmedo, pero
ahora están casi secas por el calor del sol. Yo no he tenido mucho cuidado con
mis propias huellas, creía que unas pisadas ligeras y la ayuda de las agujas de
pino ayudarían a esconderlas. Ahora me quito las botas y los calcetines, y
camino descalza por la orilla.
El agua fresca tiene un efecto
revitalizante, tanto en mi cuerpo como en mi ánimo. Cazo dos peces fácilmente
en las lentas aguas del arroyo y me como uno crudo, aunque acabo de tomarme el
granso. El segundo lo guardaré para Max.
Poco a poco, sutilmente, el
zumbido del oído derecho disminuye hasta desaparecer por completo. De vez en
cuando me toco la oreja izquierda intentando limpiar cualquier cosa que me esté
impidiendo detectar sonidos, pero, si hay mejoría, no la detecto. No me adapto
a la sordera de un oído, hace que me sienta desequilibrada e indefensa por la
izquierda, incluso ciega. No dejo de volver la cabeza hacia ese lado, mientras
mi oído derecho intenta compensar el muro de vacío por el que ayer entraba un flujo
constante de información. Cuanto más tiempo pasa, menos esperanzas me quedan de
que la herida pueda curarse.
Cuando llego al lugar de
nuestro primer encuentro, estoy segura de que no ha venido nadie. No hay ni
rastro de Max, ni en el suelo, ni en los árboles. Qué raro, ya debería haber
regresado: es mediodía. Está claro que ha pasado la noche en un árbol de alguna
otra parte. ¿Qué otra cosa podía hacer sin luz y con los profesionales
recorriendo los bosques con sus gafas de visión nocturna? Además, la tercera
fogata que tenía que encender era la que estaba más lejos de nuestro
campamento, aunque se me olvidó comprobar si la encendía. Seguramente intenta
hacer el camino de vuelta con sigilo; ojalá se diera prisa, porque no quiero
quedarme demasiado tiempo por aquí, quiero pasar la tarde avanzando hacia un
terreno más alto y cazar por el camino. En cualquier caso, no me queda más
remedio que esperar.
Me lavo la sangre de la
chaqueta y el pelo, y limpio mi creciente lista de heridas. Las quemaduras
están mucho mejor, pero, aun así, me echo un poco de pomada. Lo prioritario
ahora es evitar una infección. Me como el segundo pez, porque no va a durar
mucho con este calor y no me resultará difícil cazar algunos más para Max...,
si aparece de una vez. Como me siento muy vulnerable en el suelo, con un oído
menos, me subo a un árbol a esperar. Si parecen los profesionales, será un buen
punto desde el que dispararles. El sol se mueve lentamente y hago lo que puedo
por pasar el tiempo: mastico hojas y me las aplico a las picaduras, que ya se
han desinflado, pero siguen doliendo un poco; me peino el pelo mojado con los
dedos y lo trenzo; me ato los cordones de las botas; compruebo el arco y las
flechas que me quedan; hago pruebas con el oído izquierdo, agitando una hoja al
lado de la oreja para ver si da señales de vida, pero sin buenos resultados.
A pesar del granso y los peces,
me empieza a rugir el estómago y sé que voy a tener lo que en el Distrito 12
llamamos un día hueco. Son esos días en los que da igual lo mucho que te llenes
la tripa, porque nunca es suficiente. Como estar en el árbol sin hacer nada
empeora las cosas, decido rendirme. Al fin y al cabo, he perdido mucho peso en
el estadio, necesito más calorías y tener el arco me da confianza en mis
posibilidades.
Abro lentamente un puñado de
nueces y me las como; mi última galleta; el cuello del granso, que me viene
bien, porque tardo un rato en dejarlo limpio; después me trago una ala y el
pájaro es historia. Sin embargo, como es un día hueco, a pesar de todo, sueño
despierta con más comida, sobre todo con las recetas decadentes que sirven en
el Capitolio: el pollo en salsa de naranja, las tartas y el pudin, el pan con
mantequilla, los fideos en salsa verde, el estofado de cordero y ciruelas
pasas. Chupo unas cuantas hojas de menta y me digo que tengo que superarlo; la
menta es buena, porque a menudo bebemos té con menta después de la cena, así
que sirve para engañar a mi estómago y hacerle pensar que ya ha terminado la
hora de comer; más o menos.
Colgada del árbol, con el calor
del sol, la boca llena de menta, el arco y las flechas a mano..., es el momento
más relajado que he tenido desde que llegué al estadio. Si apareciese Rue y
pudiéramos marcharnos... Conforme crecen las sombras, también lo hace mi
inquietud. A última hora de la tarde ya he decidido salir en su busca; al menos,
puedo pasarme por el lugar en que encendió el tercer fuego y ver si encuentro
pistas sobre su ubicación.
Antes de irme esparzo algunas
hojas de menta alrededor de nuestra antigua fogata. Como las recogimos a cierta
distancia de aquí, Rue entenderá que he estado aquí, mientras que para los
profesionales no significaría nada.
En menos de una hora me
encuentro en el lugar donde acordamos hacer la tercera fogata y noto que algo
va mal. La madera está bien colocada, mezclada de forma experta con yesca, pero
no se ha encendido. Aunque Rue preparó el fuego, no volvió para prenderlo. En
algún momento posterior a la segunda columna de humo que vi antes de la
explosión, ella se metió en problemas.
Tengo que recordarme que sigue
viva, ¿o no? A lo mejor el cañonazo que señalaba su muerte sonó de madrugada,
cuando mi oído bueno estaba demasiado dolorido para captarlo. ¿Aparecerá esta
noche en el cielo? No, me niego a creerlo, podría haber un centenar de
explicaciones diferentes: se ha perdido, o se ha encontrado con una jauría de
depredadores o con otro tributo, como Thresh, y ha tenido que esconderse.
Pasara lo que pasara, estoy casi segura de que está por alguna parte, en algún
lugar entre el segundo fuego y el que tengo al lado; algo lo mantiene
encaramado a un árbol.
Creo que iré a por ese algo.
Es un alivio estar en
movimiento después de pasar toda la tarde sentada. Me arrastro en silencio por
las sombras, dejando que me oculten, pero no veo nada sospechoso; no hay signos
de lucha, ni agujas rotas en el suelo. Me paro un momento y lo oigo, aunque
tengo que inclinar la cabeza para asegurarme: ahí está otra vez, es la melodía
de cuatro notas de Max, cantada por un sinsajo. La melodía que me dice que
sigue vivo.
Sonrío y avanzo hacia el
pájaro. Otro repite un puñado de notas un poco más allá, lo que significa que Max
ha estado cantándoles hace poco; si no, ya habrían pasado a otra canción. Levanto
la mirada en su busca , trago saliva y canto la melodía en voz baja, esperando
que él sepa que es seguro reunirse conmigo. Un sinsajo la repite y, entonces,
oigo el grito.
Es un grito infantil, un grito
de niño, y en el estadio no puede pertenecer a nadie más que a Max. Empiezo a
correr sabiendo que puede ser una trampa, sabiendo que los tres profesionales
pueden estar preparados para atacarme, pero no puedo evitarlo. Si no lo saco de
esta… no sabría qué hacer. Sería cómo perder a Prim, aunque más leve. Y por
Jace e Isabelle. No puedo decepcionarlos, no puedo dejar a la señora Lightwood
con un hijo menos, no me lo perdonría, no…Oigo otro grito agudo, aunque esta
vez es mi nombre:
--¡Katniss, Katniss!
--¡Max! --respondo, para que sepa que estoy
cerca, para que ellos sepan que estoy cerca y, con suerte, la idea de que está
cerca la chica que los ha atacado con rastrevíspulas y que ha conseguido un
once que todavía no se explican baste para que lo dejen en paz--. ¡Max!
¡Ya voy!
Cuando llego al claro, él está en el suelo, atrapado por
una red. Tiene el tiempo justo de sacar la mano a través de la malla y gritar
mi nombre antes de que lo atraviese la lanza.
La verdad es que sí, muchas gracias ^^
ResponderEliminar