jueves, 22 de agosto de 2013

Capítulo 1: En mi mente de hielo agrietado

          La luz entra  por la ventana de mi habitación. Las finas cortinas blancas y morado pálido se agitan, y la corriente de aire frío me sacude y pone mis pelos de punta. Mientras me levanto para cerrar la ventana observo el sauce llorón, que deposita sus ramas cerca del alféizar de la ventana. Le tengo gran cariño. Mi madre siempre escribía bajo sus ramas, siempre que no nevara. Gracias a él he podido salir de casa y volver sin que mi padre se diera cuenta. Él cambió. Noto como mi corazón se rompe en mil pedazos. Él cambió, cuando mamá murió. Ahora es agresivo y estúpido cuando bebe, y triste y distante cuando no lo hace.                       
          La pesadilla vuelve a mi mente. No, en realidad no era una pesadilla, entonces, pero mi mente añadió los llantos y gritos. Era un recuerdo. Después papá entró por la puerta disfrazado de Papá Noel con un chillón traje rojo y una espesa barba blanca postiza. Me levantó en el aire y mamá y yo reímos sin control, todos lo hacíamos antes.
          Mis ojos se empañan y los limpio inmediatamente con mi puño. Recordar es amargo para mí.
          Estoy calada hasta los huesos y me fijo en qué solo llevo una camiseta blanca de tirantes cruzados, y ropa interior del mismo sencillo color. Me apresuro a ponerme algo encima. En Montana los inviernos son fríos y duros, pero tengo que obligarme a salir para cuidar de Moonbeam.  Me visto con ropa abrigada: un suave jersey blanco nieve, unos vaqueros pitillos, el gorro de lana azul cian que mi madre me regaló y mi abrigo relleno de plumas, verde militar con capucha. Encajo mis toscas botas gruesas de montaña en mis pies y me fijo un poco más en mi aspecto. Mi melena castaña, lisa, larga y escalonada sale de mi gorro a su antojo; mis ojos redondos y grandes de color azul oscuro son como dos pozos; mi rostro es ovalado y pálido, como un huevo; mi barbilla enana; mis pómulos son suaves, rechonchos y rosados, al igual que la punta de mi pequeña nariz. No sé qué esperaba ver, es joven y fresco, pero nada especial. Bueno, quizá mis labios si lo sean: son pequeños, pero carnosos y de color rosa pálido; al igual que los de mi madre. Mi cuerpo es delgado, ya que como poco después de la muerte de mi madre. No por qué me tenga que alimentar yo sola, que lo hago, sino más por la depresión que me produjo su pérdida y la del cariño de mi padre hacia mí.
          También tengo un poco de músculo, gracias a las excursiones por la montaña que hago cuando necesito despejarme, que son demasiado frecuentes. También por montar a Moonbeam. Las curvas femeninas ya dejan huella en mi figura, pero llegan tarde, ya que tengo 17 años.
         
           Salgo de mi estado de observación compulsiva y me dirijo hacia el pequeño establo de Moonbeam. La casa donde vivo no es muy grande ni resultona, pero antes fue nuestro acogedor hogar, y de momento no se cae a trozos. Es suelo es de oscura madera y las paredes son claras. La mínima decoración fue la que puso mi madre. La casa es básica y nada espectacular. La única parte de la casa a la que podría denominar “agradable y bonita” es mi dormitorio, ya que mi madre trabajó en ello nada más mudarnos, cuando yo todavía era una niña pequeña. Las paredes se alternan blancas como la nieve o color morado parecido a un arándano pálido. El suelo tiene una bonita y suave moqueta blanca pastel, ideal para aplacar un poco la sensación de frío. Todos los muebles son de madera blanca desgastada. Pegada a la pared opuesta a la de la puerta está mi cama, con un bonito cabezal blanco de madera que simula las ramas de mi sauce entramadas. La colcha es morada y muy suave. Al lado de mi cama se encuentran dos mesitas de noche a juego y mi salida secreta: la ventana que da al sauce llorón. En la pared de la derecha se encuentra mi escritorio, una silla con un almohadón morado para hacerla más cómoda y una estantería con unos cuantos libros. En la pared de la izquierda está mi tocador: es un espejo ovalado con las entramadas ramas del sauce rodeándolo y dos cajones con empuñadura dorada. Era un regalo especial de mi madre. Siempre me peinaba delante de él y su reflejo me sonreía desde el espejo.  Al lado del tocador se encuentra la puerta que da a un minúsculo baño con una ducha, una encimera con lavabo y un retrete: no da para más. La pared que está enfrente de mi cama tiene un armario empotrado y la puerta que da al pasillo de la planta superior.
          Llego al minúsculo recibidor y me paro en seco ya que no he desayunado. Cojo la manzana solitaria que me espera en el frutero y salgo sin más. Giro el recodo derecho de la casa y veo el establo: unos tablones de madera que juntos forman una estructura mohosa. Moonbeam relincha al verme. Creo que es el único ser en la faz del planeta Tierra que me tiene verdadero cariño; estoy segura que más del que me tiene mi padre. Le rasco del hocico hasta su frente y vuelve a relinchar, pero más por lo bajo, como un si me dijera “te quiero Annie”. Creo que estoy un poco loca por mis pensamientos, pero a quién le importa; a nadie en realidad. Solo se darían cuenta de una vez por todas si llegara al pequeño instituto donde estudio y me pusiera a gritar como una loca en los pasillos; con suerte se enterarían de que existo. Allí solo conozco de vista a la amable mujer que sirve la comida en la cafetería. Quizá se pueda decir que también conozco a Julie, una chica parecida a mí solo que rubia y con los ojos de color ceniza. No hablamos, nos sentamos juntas por comodidad ya que somos calladas y tímidas. Sin darme cuenta pienso que comemos las dos solas, llevamos ropa sencilla y no resaltamos mucho en el pasillo; somos como dos lobos solitarios.

          Como media manzana, y la restante se la regalo a mi yegua. Es al ser al que más quiero. Me lame media cara y yo río por primera vez desde hace tiempo. Luego la cepillo y le pongo encima una vieja manta y la silla de mi padre. Él montaba antes, pero lo dejó y lo cambió por el alcohol y la vergüenza. Con diez años me regaló a Moonbeam y me enseñó a montarla, cuando la pequeña potrilla creció lo suficiente como para aguantar mi peso. Conectamos al instante.    Me agarro a su crin y empezamos a cabalgar, a ser libres. Su largo pelo blanco se funde en mi mirada con la nieve, nunca dejo que se ensucie. Relincha mientras acelera cada vez más. En ningún momento del día soy tan feliz. Después de un rato así volvemos a casa con resignación;  tengo que ir al instituto, donde parece ser que cuando cruzo la puerta me vuelvo transparente e importo tanto como la pulga de un perro. 

4 comentarios:

  1. Esto empieza bien ;) Me encanta la relación entre Annie y Moonbeam ^^ Todos necesitamos un buen amigo, sobre todo si nos falta alguien importante... Espero que Annie conforme vayas escribiendo capítulos encuentre a alguien más para hacerla compañía :)
    De momento, creo que has puesto con firmeza el primer ladrillo de esta historia ^^ Mucha suerte!!!! :D
    Besos

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  2. Gracías !!! De verdad te lo agradezco, ya que es el 1er comentario!!!!
    Bueno, creo la pobre Annie debe tener un compañero, ya que la perdida de sus padres es un duro golpe, y se merece un poquito de felicidad. Las cosas le irán mejorando, lo prometo!!!

    BESOS para ti también, y espero que te guste la historia!!!

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  3. Maravilloso me encanta, lamento no haber comentado nada antes, pero he andado realmente SUPEROCUPADA:( Sorry:( un abrazo wapa:)
    Wayra♥

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  4. Nada, besos y solucionado ;))
    Así que...
    MUCHOS BESOS!!!!!!!!!!!

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No insultes, porqué aunque esté mentalmente desorientada, mandaré a unos mutos a por ti, y tu comentario acabará en el Árbol del ahorcado.
Gracias por comentar y que te ayude ayude el Ángel ;))