sábado, 30 de noviembre de 2013

Capítulo 15: Una divergente en llamas y con runas

Que fuerteee!!! Me había saltado este capítulo!!!! Sorry guys ^^ 
Aviso de que más abajo está publicado el capítulo 18, por si acaso no lo veis ^^


Capítulo 15: Max Lightwood parte I


Me meto en una pesadilla de la que despierto sólo para encontrarme con algo aún peor. Las cosas que más miedo me dan, las cosas que más temo que le sucedan a los demás, se manifiestan con unos detalles tan vividos que me parecen reales. Cada vez que me despierto pienso que por fin se ha acabado todo, pero no, tan sólo es el comienzo de un nuevo capítulo de torturas. ¿De cuántas formas he visto morir a Prim? ¿Cuántas veces he visto qué Clary, Tris y Madge han muerto al hacerlo yo, abandonándose, hasta que poco a poco les llega el final? ¿Cuántas veces los Lightwood han ideado cómo matarme cuando llego a casa, sin Max? ¿Cuántas veces he revivido los últimos momentos de mi padre? ¿Cuántas veces Peeta me ha matado? ¿Y cuántas me ha dicho que nunca me ha amado ni lo hará? ¿Cuántas veces he sentido que me desgarraban el cuerpo? Así funciona el veneno de las avispas, especialmente creado para atacar el punto del cerebro encargado del miedo.
Cuando por fin vuelvo en mí, me quedo tumbada, esperando a la siguiente ola de imágenes. Sin embargo, al cabo de un rato acepto que mi cuerpo ha expulsado el veneno, dejándome destrozada y débil. Sigo tumbada de lado, en posición fetal. Me llevo una mano a los ojos y compruebo que están enteros, sin rastro de las hormigas que nunca existieron. El mero hecho de estirar las extremidades me supone un esfuerzo enorme; me duelen tantas cosas que no merece la pena hacer inventario. Consigo sentarme muy, muy despacio. Estoy en un agujero poco profundo que no está lleno de las ruidosas burbujas naranja de mis alucinaciones, sino de viejas hojas muertas. Tengo la ropa húmeda, pero no sé si es de agua, rocío, lluvia o sudor. Me paso un buen rato sin poder hacer nada más que darle traguitos a la botella y observar un escarabajo que se arrastra por el lateral de un arbusto de madreselva.
¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Era por la mañana cuando perdí la razón y ahora es por la tarde, aunque tengo las articulaciones tan rígidas que me parece que ha pasado más de un día, quizá dos. Si es así, no tengo forma de saber qué tributos han sobrevivido al ataque de las rastrevíspulas. Está claro que Glimmer y la chica del Distrito 4 no siguen vivas, pero estaban el chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2 y Peeta. ¿Han muerto por las picaduras? Si están vivos, deben de haberlo pasado tan mal estos días como yo. ¿Y qué pasa con Max? Es tan pequeño que no haría falta mucho veneno para acabar con él. Sin embargo..., las avispas tendrían que cogerlo primero, y el niño les llevaba cierta ventaja.
Noto un sabor asqueroso a podrido en la boca, y el agua poco puede hacer por eliminarlo. Me arrastro hasta el arbusto de madreselva y arranco una flor; le quito con cuidado el estambre y me dejo caer la gota de néctar en la lengua. El dulzor se extiende por la boca, me pasa por la garganta y me calienta las venas con recuerdos del verano, los bosques de mi hogar y la presencia de Gale a mi lado. Por algún motivo, recuerdo la discusión que tuvimos la última mañana.
«--¿Sabes qué? Podríamos hacerlo.
»--¿El qué?
»--Dejar el distrito, huir, vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo.»
Y, de repente, dejo de pensar en Gale y me acuerdo de Peeta... ¡Peeta! ¡Me ha salvado la vida!, o eso creo. Porque, cuando nos encontramos, ya no distinguía bien qué era real y qué me había hecho imaginar el veneno de las avispas. Sin embargo, si lo hizo, y mi instinto me dice que así es ¿Por qué? ¿Se limita a explotar la idea del chico enamorado que puso en marcha en la entrevista? ¿O de verdad intentaba protegerme? Y, si lo hacía, ¿por qué se había unido a los profesionales? No tenía ningún sentido, sólo marea más a mi corazón.
Durante un instante me pregunto cómo verá Gale el incidente, pero después me lo quito de la cabeza, porque, por algún motivo, Gale y Peeta no coexisten bien en mis pensamientos.
Así que me centro en la única cosa buena que me ha pasado desde que llegué al estadio: ¡tengo arco y flechas! Una docena completa de flechas, si contamos la que saqué del árbol. No tienen ni rastro de la nociva baba verde que salió del cadáver de Glimmer (lo que me lleva a pensar que quizá no fuera del todo real), aunque sí bastante sangre seca. Las puedo limpiar después, pero decido entretenerme un minuto disparando a un árbol. Se parecen más a las armas del Centro de Entrenamiento que a las que tengo en casa; en cualquier caso, ¿qué más da? Puedo soportarlo.
Las armas me dan una perspectiva completamente nueva de los juegos. Aunque sé que tengo que enfrentarme a unos oponentes duros, ya no soy la presa que corre y se esconde o que adopta medidas desesperadas. Si Cato surgiera ahora de entre los árboles, no huiría, dispararía. Me doy cuenta de que espero con impaciencia ese momento.
Sin embargo, primero debo ponerme fuerte, porque vuelvo a estar muy deshidratada y mi reserva de agua está en niveles peligrosos. He perdido los kilos de más que conseguí engordar atiborrándome en el Capitolio, además de otros cuantos kilos propios. No recuerdo haber tenido tan marcados los huesos de las caderas y las costillas desde aquellos horribles meses que siguieron a la muerte de mi padre. Además, están las heridas: quemaduras, cortes y moratones por caerme entre los árboles, y tres picaduras de avispa, que están tan irritadas e hinchadas como al principio. Cojo mi estela y vuelvo a repasar la runa de curación, aunque poco hace por mejorar las picaduras. Mi madre conocía un tratamiento para esto, un tipo de hoja que podía extraer el veneno; como apenas solía usarlo, no recuerdo ni su nombre, ni su apariencia.
«Primero, el agua --pienso--. Ahora puedes cazar mientras avanzas.»
Me resulta fácil seguir la dirección por la que vine, gracias a la senda de destrucción que abrió mi cuerpo enloquecido a través del follaje. De modo que me alejo en dirección contraria, esperando que mis enemigos sigan encerrados en el mundo surrealista del veneno de las rastrevíspulas.
No puedo andar demasiado deprisa, pues mis articulaciones se niegan a hacer movimientos abruptos, pero mantengo el paso lento del cazador, el que uso cuando rastreo animales. En pocos minutos diviso un conejo y mato mi primera presa con el arco. Aunque no es uno de mis tiros limpios de siempre, lo acepto. Al cabo de una hora encuentro un arroyo poco profundo y ancho, más que suficiente para lo que necesito. El sol cae con fuerza, así que, mientras espero a que se purifique el agua, me quedo en ropa interior y me meto en la corriente. Estoy mugrienta de pies a cabeza. Intento echarme agua encima, pero al final acabo tumbándome en el agua unos minutos, dejando que lave el hollín, la sangre y la piel que ha empezado a desprenderse de las heridas. Después de enjuagar la ropa y colgarla en unos arbustos para que se seque, me siento en la orilla durante un rato y me desenredo el pelo con los dedos. Recupero el apetito, y me como una galleta y una tira de cecina. Después le limpio la sangre a mis armas plateadas con un poco de musgo.
Más fresca, me vuelvo a tratar las quemaduras, esta vez con remedios naturales, ya que duele más repasar la runa que las quemaduras en si. Me trenzo el pelo y me pongo la ropa mojada; sé que el sol la secará rápidamente. Seguir el curso del arroyo contracorriente parece lo más apropiado. Ahora estoy avanzando cuesta arriba, cosa que prefiero, con una fuente de agua no sólo para mí, sino también para posibles presas. Derribo fácilmente un extraño pájaro que debe de ser una especie de pavo silvestre; en cualquier caso, me parece bastante comestible. A última hora de la tarde decido encender un pequeño fuego para cocinar la carne, suponiendo que el crepúsculo ayudará a ocultar el humo y que tendré la hoguera apagada cuando caiga la noche. Limpio las piezas, prestando especial atención al pájaro, pero no veo que tenga nada alarmante. Una vez arrancadas las plumas, no es más grande que un pollo, y está gordito y firme. Cuando pongo el primer montón sobre los carbones, oigo una rama que se rompe.
Me vuelvo hacia el sonido, y saco arco y flecha con un solo movimiento. No hay nadie; al menos, que yo vea. Entonces distingo la punta de una bota de niño asomando por detrás del tronco de un árbol; me relajo y sonrío. Este crío puede moverse por los bosques como una sombra, hay que reconocerlo. Si no, ¿cómo podría haberme seguido? Se nota que es un Lightwood, aunque sea tan pequeño. Las palabras surgen antes de poder detenerlas.
-- ¡Max!  --avanzo rápidamente hasta el árbol, pero me detengo a metro y medio.
Me doy cuenta de que el arco sigue en posición defensiva y que en estos momentos debo parecer una asesina llamando a su víctima; estoy segura de qué e asa creen que la arena me ha afectado y no soy racional. Lo miro, haciéndome la sorprendida, como si no recordara que seguía ahí en alto, y lo bajo. Eso les dará más confianza que bajarlo simplemente.
No obtengo respuesta durante un momento, pero entonces uno de los ojos de Max sale del cobijo del árbol.
-- Katniss --dice inseguro, casi parece una pregunta.
-- Max --digo. Abro los brazos y me arrodillo en el suelo. Está más demacrado de lo que me había parecido, y aunque siempre ha sido una raspilla, ahora es… se lanza a mis brazos y compruebo que podía rodearlo con uno solo. Empieza a sollozar, y yo acaricio su cabecita, mientras lo acurruco entre mis brazos, como un bebé.
-- Shhhshhhh… tranquilo, estás bien, estás conmigo. Shhhshhhh… -lo tranquilizo.
Pasa sus bracitos por mi cuello y se me rompe el alma.
-- Ya está --digo. Debo ser fuerte por los dos, ya que su fachada de pillín ha pasado a segundo plano con este desahogo entre mis brazos, aunque, qué quieren que haga? Es un niño, no puede hacer otra cosa.
Me levanto con él en brazos, y se alarma un poco. Despega su cara de mí cuello, ahora manchado por sus lágrimas.
--¿Sabes que ellos no son los únicos que pueden aliarse? --digo.
--¿Quieres que seamos aliados? --dice con voz entrecortada.
--¿Por qué no? Me has salvado de esas rastrevíspulas, eres lo bastante listo para seguir vivo y, de todos modos, no me libro de ti. --Resaltar todo lo bueno que ha hecho me parece una buena forma de mandar una indirecta a los patrocinadores, aunque sepa que no servirá de nada. Ya está muerto. Parpadeo para no llorar, porque no podemos morir los dos--. ¿Tienes hambre? --Haré sus últimos días sean buenos, dentro de lo que cabe. Veo que traga saliva de forma visible y observa la carne--. Vamos, hoy he matado dos presas.
--Puedo curarte las picaduras --dice, saliendo del agarre de mis brazos y sentándose frente a mí de piernas cruzadas.
-- La estela no sirve --declaro.
-- Porqué es veneno --dice, rascándose los ojitos irritados con el puño. Cada vez que actúa como un niño me rompo en un trocito más.
--Entonces, ¿cómo? --Él mete la mano en su mochila y saca un puñado de hojas. Estoy casi segura de que son las que usa mi madre--. ¿Dónde las has encontrado?
--Por ahí. Jace me enseñó… --no puede decir más; se echa a llorar. Me abalanzo sobre él y vuelvo a apretarle contra mi pecho.
-- Él está muy orgulloso de ti -digo mirando hacia la corteza de un árbol (con el tiempo que he pasado aquí, es fácil identificar algunas cámaras), lo suficientemente bajo para que no lo oiga cualquier otro tributo, pero lo suficientemente alto como para que lo capten las cámaras. Jace oirá esto-- Todos están muy orgullosos de ti. Yo también.
-- Katniss --solloza--, te…, te…
-- Y yo --lo aprieto más contra mí--. Y yo. Y toda tu familia. ¿Recuerdas a Prim, a mi madre? ¿Gale? ¿Clary? ¿Tris? ¿Madge? ¿Cuatro?  --noto como asiente, y susurra un “daba un poco de miedo”, que me hace reír-- Yo también echo de menos a mucha gente --enredo mis dedos un su pelo y mi corazón late muchísimo más deprisa, mientras respiro sonoramente, aunque me prometo que no lloraré--, pero hay que ser fuerte. Porque somos del Distrito 12, porque somos mineros fuertes, porque tenemos que demostrarlo. El Distrito 12 no se rinde, aunque lleguemos a esto. Porque justo por todos ellos --repito sus nombres completos alto y claro, porque no quiero olvidarlos nunca, aunque la arena me vuelva loca. No moriré sin recordarlos, no me los quitarán-- Prim, mamá, Gale, Madge, Jace, Isabelle, Clary, Beatrice, Tobias, Simon, incluso el cascarrabias de tu hermano Alexander…
-- Alec… -suspira él.
-- … por todos ellos  --continúo--. Se lo debemos. Porque son personas maravillosas, y hemos tenido la suerte de que compartan su vida con nosotros. Así que hay que ser fuerte, demostrar que somos del doce, agradecer a todas las personas a las que queremos que hayan gastado su tiempo con nosotros, porque pase lo que nos pase, volvamos a casa o no, tenemos que demostrar que nosotros hemos vivido, y nunca nos olvidarán.
Me dejo caer junto al fuego. Max se hace un ovillo a mí lado y yo aprieto los puños para no llorar. Necesito distraerme, ya.
Me remango la pernera para descubrir la picadura de la rodilla. Max, a pesar de todo, me sorprende metiéndose un puñado de hojas en la boca y masticándolas. Mi madre usaría otros métodos, pero tampoco me quedan muchas opciones. Al cabo de un minuto, Max comprime un buen montón de hojas masticadas y me lo escupe en la rodilla.
--Ohhh --digo, sin poder evitarlo. Es como si las hojas filtrasen el dolor de la picadura y lo expulsasen.
--Menos mal que tuviste la sensatez de sacarte los aguijones --comenta Max, después de soltar unas risillas, como si naa hubiera ocurrido. Es un pequeño hombre quelo ha pillado y me ha hecho caso--. Si no, estarías mucho peor.
--¡El cuello! ¡La mejilla! --exclamo, casi suplicante.
Max se mete otro puñado de hojas en la boca y, al cabo de un momento, me río a carcajadas, porque el alivio es maravilloso. Veo que el niño tiene una larga quemadura en el brazo.
--Tengo algo para eso. --Dejo a un lado las armas y rebusco en la mochila para encontrar la estela.
-- ¿Quieres hacértela tú? --pregunto. Niega con la cabeza
-- Tienes buenos patrocinadores --dice él, anhelante, mientras hago presión sobre su brazo con la brillante estela.
-- ¿Te han enviado algo? --pregunto, y él sacude la cabeza--. Pues lo harán, ya verás. Cuanto más cerca estemos del final, más gente se dará cuenta de lo listo que eres.
Finalizo la runa de curación y él no se queja por el dolor ni suelta ni una lágrima. Es un Lightwood.
Le doy la vuelta a la carne.
-- No estabas bromeando, ¿verdad? Sobre lo de aliarnos.
-- No, lo decía en serio.
Casi oigo los gruñidos de Haymitch al ver que me junto con este niño menudo, pero lo quiero a mi lado porque es un superviviente, porque confío en él y, por qué no admitirlo, porque  verdad le quiero. Le vi nacer, crecer, e incluso le di algunas lecturas que mi madre me había recomendado para ganármelo; es como un hermano para mí.
-- Vale --responde, y me ofrece la mano. Le doy la mía--. Trato hecho.
Max aporta a la comida un buen puñado de una especie de raíces con aspecto de tener almidón. Al asarlas al fuego saben agridulces, como la chirivía. Además, reconoce el pájaro, un ave silvestre a la que llaman «granso». Su madre y la gran biblioteca que tiene ensu casa son los responsables de qué sepa eso.
La conversación se detiene un momento mientras nos llenamos la tripa. El granso tiene una carne deliciosa, tan jugosa que te caen gotitas de grasa por la cara cuando la muerdes.
Sacamos toda la comida que tenemos, para organizamos. Él ya ha visto casi toda la mía, pero añado el último par de galletas saladas y las tiras de cecina a la pila. Él ha recogido una buena colección de raíces, nueces, vegetales y hasta algunas bayas.
Cojo una baya que no me resulta familiar.
--¿Estás seguro de que es inofensiva?
--Oh, sí, en casa comemos. Llevo varios días comiéndolas --responde, metiéndose un puñado en la boca.
Le doy un mordisco de prueba a una y sabe tan bien como nuestras moras. Cada vez estoy más segura de que aliarme con Max ha sido buena idea. Dividimos la comida; así, si nos separamos, estaremos abastecidas durante unos días. Aparte de la comida, él tiene una pequeña bota con agua, una honda casera y un par de calcetines de recambio. También lleva un trozo de roca afilada que utiliza como cuchillo.
--Sé que no es gran cosa --dice, como si se avergonzara--, pero tenía que salir de la Cornucopia a toda prisa.
--Hiciste bien --respondo.
Cuando saco todo mi equipo, y ahoga un grito al ver las gafas de sol.
--¿Cómo las has conseguido?
--Estaban en la mochila. Hasta ahora no me han servido de nada, no bloquean el sol y hacen que resulte difícil ver con ellas --respondo, encogiéndome de hombros.
--No son para el sol, son para la oscuridad --exclama Max.
--¿Y para qué sirven? --le pregunto, cogiendo las gafas.
--Te permiten ver a oscuras. Pruébalas esta noche, cuando se vaya el sol.
Le doy algunas cerillas y él se asegura de que tenga hojas de sobra, por si se me hinchan otra vez las picaduras. Apagamos la hoguera y nos dirigimos arroyo arriba hasta que está a punto de anochecer.
--¿Dónde duermes? --le pregunto--. ¿En los árboles? --asiente--. ¿Abrigado con la chaqueta, nada más?
--Tengo esto para las manos --responde, enseñándome los calcetines de repuesto.
--Puedes compartir el saco de dormir conmigo, si quieres --le ofrezco; me acuerdo bien de lo frías que han sido las noches--. Las dos cabemos de sobra. --Se le ilumina la cara y sé que es más de lo que se atrevía a desear.
Elegimos una rama de la parte alta de un árbol y nos acomodamos para pasar la noche justo cuando empieza a sonar el himno. Hoy no ha muerto nadie.
--Max, acabo de despertarme hoy. ¿Cuántas noches me he perdido?
El himno debería ahogar nuestras palabras, pero, aun así, susurro. Incluso tomo la precaución de taparme los labios con la mano, porque no quiero que la audiencia sepa lo que estoy pensando contarle sobre Peeta. Él se da cuenta y hace lo mismo.
--Dos. Las chicas de los distritos 1 y 4 están muertas. Quedamos diez.
--Pasó una cosa muy rara. Al menos, eso creo, aunque puede que el veneno de las rastrevíspulas me hiciese imaginar cosas. ¿Peeta? Creo que me ha salvado la vida, pero estaba con los profesionales.
--Era bueno cuando estábamos juntos en el etrenamiento, y ya no está con ellos. Los he espiado en su campamento, junto al lago. Regresaron antes de derrumbarse por el veneno, pero él no iba con ellos. Quizá te salvara de verdad y tuviera que huir.
No respondo. Si, de hecho, Peeta me salvó, vuelvo a estar en deuda con él, y esta deuda no puedo pagársela.
--Si lo hizo, seguramente sería parte de su actuación. Ya sabes, para que la gente se crea que me quiere.
--Oh --dice Max, pensativa--. A mí no me pareció una actuación, de verdad es bueno.
--Claro que sí, pero lo preparó con Haymitch. --El himno acaba y el cielo se oscurece--. Vamos a probar esas gafas. --Las saco y me las pongo; Max no bromeaba, lo veo todo, desde las hojas de los árboles hasta una mofeta que se pasea entre los arbustos a unos quince metros de nosotras. Podría matarla desde aquí si me lo propusiera, podría matar a cualquiera--. Me pregunto quién más tendrá unas de éstas.
--Los profesionales tienen dos, pero lo guardan todo en el lago. Y son muy fuertes.
--Nosotros también, aunque de una forma distinta.
--Tú eres fuerte. Eres capaz de disparar. ¿Qué puedo hacer yo?
--Puedes alimentarte. ¿Y ellos?
--No les hace falta, tienen un montón de suministros.
--Supón que no los tuvieran. Supón que los suministros desapareciesen. ¿Cuánto durarían? Es decir, estamos en los Juegos del Hambre, ¿no?
--Pero, Katniss, ellos no tienen hambre.

--No, es verdad, ése es el problema --reconozco, y, por primera vez desde que llegamos, se me ocurre un plan, un plan que no está motivado por la necesidad de huir; un plan de ataque--. Creo que vamos a tener que solucionar eso, Max.

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