sábado, 30 de noviembre de 2013

Capítulo 18: Una divergente en llamas y con runas

Holiiiiiiiiiiiiiiis!!!!!!!!! Estoy feliz, no sé porque, ya que tengo la semana plagada de exámenes, pero soy positiva y soy feliz ^^ Por eso, en cuanto me he acordado del blog, he cogido el portátil para publicar.
Este capítulo es muy bonito,intenso y triste,muy pero que muy triste :(( Pero bueno, conservamos la felicidad!!!!
En definitiva,amo el capítulo; de principio a fin.

BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))


Capítulo 18: Max Lightwood parte III


El chico del Distrito 1 muere antes de poder sacar la lanza. Mi flecha se le clava en el centro del cuello, y él cae de rodillas y reduce el poco tiempo que le queda de vida al sacarse la flecha y ahogarse en su propia sangre. Yo ya he recargado y muevo el arco de un lado a otro, mientras le grito a Max:
--¿Hay más? ¿Hay más?
Tiene que repetirme varias veces que no antes de que lo oiga.
Max ha rodado por el suelo con el cuerpo acurrucado sobre la lanza. Aparto de un empujón el cadáver del chico y saco el cuchillo para liberarlo de la red. Con sólo echarle un vistazo a la herida sé que está más allá de mis conocimientos de sanadora, y seguramente esté más allá de los conocimientos de cualquiera. La punta de la lanza se ha clavado hasta el fondo en su estómago. Me agacho a su lado y miro el arma con impotencia; no tiene sentido consolarlo con palabras, decirle que se pondrá bien, porque no es idiota. Alarga una mano y me aferro a ella como si fuese un salvavidas, como si fuese yo la que se muere, y no Max. Simplemente empiezo a llorar, porque lo sé, porque lo he admitido: Max, un niño al que quiero tanto como si fuera mi hermano, se está muriendo. Sí, se está muriendo delante de mí, ahora mismo. Soy una inútil, una idiota, una irresponsable… ¿Por qué tenía que dejarlo sólo? ¡¿Por qué?!
--¿Volaste la comida en pedazos? --susurra.
--Hasta el último trocito --contesto. Aparto uno de sus oscuros rizos de la frente.
--Vas a ganar.
--Lo haré. Ahora voy a ganar por los dos --le prometo. Oigo un cañonazo y levanto la vista; debe de ser por el chico del Distrito 1. Lo merece. Ha matado a un niño… ¡Ha matado a Max! Se lo merece, lo merecía… ¿merezco yo lo mismo? Yo lo he matado a él. No, ¿no?, no es lo mismo él…, él ha hundido una lanza en el estómago de Max. Lo merecía, y me da igual si ahora yo también merezco el mismo destino. Tenía que hacerlo.
--No te vayas --me pide, apretándome la mano.
--Claro que no, me quedo donde estoy --lloro descontroladamente, con hipeos fuertes e irregulares y grandes lagrimones peleando por caer. Me acerco más a él y le apoyo la cabeza en mi regazo. Una de mis lágrimas cae sobre su pálida mejilla y rueda hasta esconderse tras su barbilla. Estira su brazo hasta acariciarme delicadamente con la mano libre. «Katniss --pienso--, es él el que se muere» Le recojo la mano y le doy un beso.
Mi lloro aumenta.
--Canta --dice, aunque apenas lo oigo.
«¿Cantar? --pienso--. ¿Cantar el qué?»
Me sé unas cuantas canciones porque, aunque resulte difícil de creer, en mi hogar hubo música una vez, música que yo ayudé a crear. Mi padre siempre me animaba con esa voz tan maravillosa que tenía, pero no he cantado desde su muerte, salvo cuando Prim se pone muy enferma. Entonces canto las mismas canciones que le gustaban cuando era un bebé.
Cantar. Las lágrimas me han hecho un nudo en la garganta, y estoy ronca por el humo y la fatiga, pero si es la última voluntad de Max tengo que intentarlo, por lo menos. La canción que me viene a la cabeza es una nana muy sencilla, una que cantamos a los bebés nerviosos y hambrientos para que se duerman. Creo que es muy, muy antigua, alguien se la inventó hace muchos años, en nuestras colinas; es lo que mi profesor de música llama un aire de montaña. Sin embargo, las palabras son fáciles y tranquilizadoras, prometen un mañana más feliz que este horrible trozo de tiempo en el que nos encontramos.
Toso un poco, trago saliva y empiezo:

 En lo más profundo del prado, allí, bajo el sauce,
 hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
 recuéstate en ella, cierra los ojos sin miedo
 y, cuando los abras, el sol estará en el cielo.

 Este sol te protege y te da calor,
 las margaritas te cuidan y te dan amor,
 tus sueños son dulces y se harán realidad
 y mi amor por ti aquí perdurará.

Max ha cerrado los ojos. Todavía se le mueve el pecho, pero cada vez con menos fuerza. Mis lágrimas fluyen con más fuerza si es posible, pero tengo que terminar la canción para ella. Le aprietola mano con más fuerza.

 En lo más profundo del prado, bien oculta,
 hay una capa de hojas, un rayo de luna.
 Olvida tus penas y calma tu alma,
 pues por la mañana todo estará en calma.

 Este sol te protege y te da calor,
 las margaritas te cuidan y te dan amor.

Los últimos versos son apenas audibles:

 Tus sueños son dulces y se harán realidad
 y mi amor por ti aquí perdurará.

Todo queda en silencio; entonces, de una manera que resulta casi inquietante, los sinsajos repiten mi canción.
Me quedo sentada un momento, viendo cómo mis lágrimas caen sobre su cara. Suena el cañonazo de Max, y yo me inclino sobre él y le doy un beso en la sien. Despacio, como si no quisiera despertarlo, dejo su cabeza en el suelo y le suelto la mano. Cierro los puños hasta clavarme las uñas y grito. Me da igual quién me oiga, ya me da igual. Necesito desahogarme «Que vengan, si me quieren que vengan. Acabarán como el Distrito1»
Vuelvo a gritar, una y otra vez, hasta que no me queda voz. Max está muerto, Max ha muerto, Max está muerto… No lo he hecho bien. No he cuidado bien de él. Es culpa mía. No lo he protegido. No sería buena madre.
Seguro que quieren que me vaya para poder recoger los cadáveres, y ya no hay ninguna razón para que me quede. Pongo boca abajo el cadáver del chico del Distrito 1, le quito la mochila y le arranco la flecha que le ha quitado la vida. Después corto las correas de la mochila de Max, porque sé que él habría querido que me la llevase, pero no le saco la lanza del estómago. Las armas que estén dentro de los cadáveres se transportan con ellos al aerodeslizador; no necesito una lanza, así que, cuanto antes desaparezca del estadio, mejor.
No puedo dejar de mirar a Max. Parece más pequeño que nunca, un cachorrito acurrucado en un nido de redes. Me resulta imposible abandonarlo así; aunque ya no vaya a sufrir más daño, da la impresión de estar completamente indefenso. El chico del Distrito 1 también parece vulnerable, ahora que está muerto, así que me niego a odiarlo; a quien odio es al Capitolio por hacernos todo esto.
Oigo la voz de Gale; sus desvaríos sobre el Capitolio ya no me parecen inútiles, ya no puedo hacerles caso omiso. La muerte de Max me ha obligado a enfrentarme a mi furia contra la crueldad, contra la injusticia a la que nos someten. Sin embargo, aquí me siento todavía más impotente que en casa, pues no hay forma de vengarme del Capitolio, ¿verdad?
Entonces recuerdo las palabras de Peeta en el tejado: «Pero desearía poder encontrar una forma de... de demostrarle al Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos».
Por primera vez, entiendo lo que significa.
Quiero hacer algo ahora mismo, aquí mismo, algo que los avergüence, que los haga responsables, que les demuestre que da igual lo que hagan o lo que nos obliguen a hacer, porque siempre habrá una parte de cada uno de nosotros que no será suya. Tienen que saber que Max era algo más que una pieza de sus juegos, igual que yo misma.
A pocos pasos de donde estamos hay un lecho de flores silvestres. En realidad, quizá sean malas hierbas, pero tienen flores con unos preciosos tonos de violeta, amarillo y blanco. Recojo un puñado y regreso con Max; poco a poco, tallo a tallo, decoro su cuerpo con las flores: cubro la fea herida, le rodeo la cara, le peino el pelo. Tendrán que emitirlo o, si deciden sacar otra cosa en este preciso momento, tendrán que volver aquí cuando recojan los cadáveres, y así todos la verán y sabrán que lo hice yo. Doy un paso atrás y lo miro por última vez; lo cierto es que podría estar dormido de verdad en ese prado. Me dejo caer de rodillas a su lado y me hago un ovillo, dejando que las lágrimas vuelvan a deslizarse. Me clavo las uñas en el estómago y aprieto los ojos, provocándome un fuerte dolor de cabeza. Jace. Isabelle. Los Lightwood. Ellos saben tan bien como yo que es culpa mía. La idea fue mía. No estaba aquí con él. Protegerle, era mi deber. Si vuelvo, ¿qué dirección tomará nuestra relación? ¿Me odian? Seguro que sí, seguro que los he perdido…
Lloro más fuerte. Me levanto y pateo un árbol hasta que me derrumbo sobre el mismo, manchando el rugoso tronco con mis lágrimas. Me arrastro a gatas hasta Max. Observo su paz, su calma, su perfección, su belleza. Había inteligencia en su mirada.
--Adiós, Max --susurro.
Me llevo los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después lo apunto con ellos. Me alejo sin mirar atrás.
Los pájaros guardan silencio. En algún lugar, un sinsajo silba la advertencia que precede a un aerodeslizador; no sé cómo lo sabe, debe de oír cosas que los humanos no podemos. Me detengo y clavo la vista en lo que tengo delante, no en lo que sucede detrás de mí. No tardan mucho; después continúa el canto de siempre de los pájaros y sé que él se ha ido, que nunca volveré a verlo leer sentado en un escalón, que nunca volveré a ver esa mirada de admiración cuando observaba a su hermano luchar, que nunca volveré a ver cómo se ruborizaba cuando jugaba a solas con Prim y Jace se metía amistosamente con él. Que nunca volverá.
Otro sinsajo, con aspecto de ser joven, aterriza en una rama delante de mí y entona la melodía de Max. Mi canción y el deslizador eran demasiado extraños para que este novicio los repitiese, pero ha dominado el puñado de notas de Max, las que significan que está a salvo.
--Sano y salvo --digo al pasar bajo su rama--. Ya no tenemos que preocuparnos por él.
Sano y salvo.
No tengo ni idea de qué dirección tomar. Ya se ha desvanecido aquella vaga sensación de estar en casa de la que disfruté la noche que pasé con Max. Mis pies me llevan por donde quieren hasta que se pone el sol, y yo no tengo miedo, ni siquiera estoy alerta, lo que me convierte en una presa fácil, salvo por el detalle de que mataría a cualquiera que se me pusiera delante. Sin emoción y sin que me temblasen las manos. El odio que siento por el Capitolio no ha templado en absoluto el odio que siento por mis competidores, sobre todo por los profesionales. Al menos a ellos puedo hacérselas pagar por la muerte de mi amigo.
Sin embargo, nadie aparece. Ya no quedamos muchos en el estadio y, dentro de nada, se inventarán otro truco para juntarnos. No obstante, ya habrán tenido suficiente sangre por hoy, y quizá nos permitan dormir.
Me subo a un árbol y trepo a una altura peligrosa, aunque no por seguridad, sino para alejarme todo lo posible de este día. Mi saco de dormir está bien doblado dentro de la mochila de Max. Mañana ordenaré las provisiones; mañana decidiré un nuevo plan. Sin embargo, esta noche sólo soy capaz de amarrarme con el cinturón y evadirme.
El sello no tarda en aparecer, seguido del himno, que sólo oigo con el oído derecho. Veo al chico del Distrito 1 y a Max; nada más por hoy.
«Quedamos seis --pienso--. Sólo seis.»
Me quedo dormida de inmediato.

A veces, cuando las cosas van especialmente mal, mi cerebro me regala un sueño feliz: una visita a mi padre en el bosque o una hora de sol y tarta con Prim. Esta noche me envía a Max, todavía cubierto de flores, subido a un alto mar de árboles, intentando enseñarme a hablar con los sinsajos. No veo ni rastro de sus heridas, ni sangre; sólo un niño brillante y sonriente. Canta canciones que no he oído nunca con una voz clara y melódica, una y otra vez, durante toda la noche. Paso por un periodo intermedio de duermevela en el que oigo las últimas notas de su música, aunque él ya se ha perdido entre las hojas. Cuando me despierto del todo, me siento reconfortada durante un momento; intento aferrarme a la sensación de tranquilidad del sueño, pero se va rápidamente, y me deja más triste y sola que nunca.
Me pesa todo el cuerpo, como si me corriese plomo líquido por las venas. He perdido la voluntad necesaria hasta para las tareas más sencillas. Me limito a quedarme donde estoy, contemplando sin parpadear el dosel de hojas. Me paso varias horas sin moverme y, como siempre, es la imagen de la cara de preocupación de Prim viéndome en pantalla lo que me saca de mi letargo.
Empiezo por una serie de órdenes fáciles, como: «Ahora tienes que sentarte, Katniss. Ahora tienes que beber agua, Katniss». Sigo las órdenes con lentos movimientos robóticos. «Ahora tienes que ordenar las provisiones, Katniss.»
En la mochila de Max está mi saco de dormir, su bota de agua casi vacía, un puñado de nueces y raíces, un poco de conejo, sus calcetines de recambio y su honda. El chico del Distrito 1 tiene varios cuchillos, dos cabezas de lanza de repuesto, una linterna, un saquito de cuero, un botiquín de primeros auxilios, una botella llena de agua y una bolsa de fruta desecada. ¡Una bolsa de fruta desecada! De todas las cosas que podría haber cogido, se le ocurre llevarse esto. Para mí es una señal de extrema arrogancia: ¿por qué molestarse en llevar comida cuando tienes todo un botín en el campamento, cuando matas con tanta rapidez a tus enemigos que puedes estar de vuelta antes de que te entre hambre? Sólo espero que los demás profesionales viajasen igual de ligeros en lo tocante a la comida y ahora no tengan nada. Hablando de lo cual, mis suministros también empiezan a menguar. Me acabo lo que queda del conejo. Hay que ver lo deprisa que desaparece la comida; sólo me quedan las raíces y nueces de Max, la fruta desecada del chico y una tira de cecina.
«Ahora tienes que cazar, Katniss», me digo.
Obedezco y meto las provisiones que me interesan en mi mochila. Después, bajo del árbol, y escondo los cuchillos y las puntas de lanza del chico bajo una pila de rocas para que nadie más pueda usarlas. Me he desorientado con todas las vueltas que di ayer por la noche, pero intento volver en la dirección aproximada del arroyo. Sé que voy por buen camino cuando me encuentro con la tercera fogata de Max, la que no llegó a encender. Poco después descubro una bandada de gransos en un árbol y derribo a tres antes de que puedan reaccionar. Vuelvo a la fogata de Max y la enciendo, sin preocuparme por el exceso de humo.
«¿Dónde estás, Cato? --pienso, mientras aso los pájaros y las raíces de Max--. Te estoy esperando.»
¿Quién sabe dónde estarán los profesionales? Demasiado lejos para alcanzarme, demasiado seguros de que les he preparado una trampa o... ¿Será posible que les dé miedo? Saben que tengo el arco y las flechas, claro, porque Cato me vio quitárselas a Glimmer, pero ¿habrán sabido unir los puntos? ¿Sabrán que yo hice volar las provisiones y maté a su compañero? Seguramente creen que esto último lo hizo Thresh. ¿Y la Comadreja? ¿Se quedó para ver cómo estallaba el alijo? No, cuando la encontré riendo entre las cenizas, a la mañana siguiente, era como si alguien le hubiese dado una bonita sorpresa.
Dudo que crean que Peeta encendió las hogueras, porque para Cato es como si estuviera muerto. De repente, se me ocurre que me gustaría poder contarle a Peeta lo de las flores que coloqué sobre Max, que ya entiendo lo que intentaba decirme en el tejado. Quizá si gana los juegos podrá verlo la noche de la victoria, cuando repongan los mejores momentos de la competición en una pantalla sobre el escenario en el que hicimos las entrevistas. El ganador se sienta en el lugar de honor de la plataforma, rodeado por su equipo de apoyo.
Pero le dije a Max que yo ganaría por los dos y, por algún motivo, me parece más importante eso que la promesa que le hice a Prim. Max…
Ahora creo de corazón que tengo la oportunidad de lograrlo, de ganar. No es sólo por las flechas o por haber sido más lista que los profesionales unas cuantas veces, aunque eso ayuda, sino porque pasó algo cuando sostenía la mano de Max, cuando veía cómo se le iba la vida. Estoy decidida a vengarlo, a impedir que olviden su muerte, y sólo puedo conseguirlo si gano e impido que me olviden a mí.
Aso demasiado los pájaros, con la esperanza de que aparezca alguien a quien disparar, pero nada. Quizá los demás tributos estén demasiado ocupados matándose a palos, lo que no me iría mal. Desde el baño de sangre, he aparecido en pantalla más veces de las que me gustaría.
Al final envuelvo la comida y vuelvo al arroyo para recoger agua y algunas plantas, pero la pesadez de esta mañana me ataca de nuevo y, aunque no es más que última hora de la tarde, me subo a un árbol y me preparo para dormir. Mi cerebro empieza a revivir los acontecimientos de ayer: veo a Max atravesado por la lanza, y mi flecha en el cuello del chico. No sé por qué debería preocuparme por lo que le hice al chico.
Entonces me doy cuenta de que es mi primer asesinato.
Junto con las otras estadísticas que se hacen públicas para ayudar a la gente con sus apuestas, cada tributo tiene una lista de asesinatos. Supongo que, técnicamente, me habrán apuntado el de Glimmer y el de la chica del Distrito 4, por haberles tirado el nido de avispas. Pero el chico del Distrito 1 ha sido la primera persona a la que he matado conscientemente. Numerosos animales han muerto a mis manos, pero sólo una persona. Oigo decir a Gale: «¿De verdad hay tanta diferencia?».
El acto en sí se parece tanto que resulta sorprendente: tensas el arco y disparas una flecha. Sin embargo, el resultado no tiene nada que ver; he matado a un chico que no sé ni cómo se llama. Sus amigos clamarán por mi sangre, quizá tuviese una novia que realmente creyera que volvería a verlo...
Pero cuando pienso en el cuerpo inmóvil de Max, consigo apartar al chico de mi mente; al menos, por ahora.
Según el cielo, hoy no ha pasado nada importante, no ha habido muertes. Me pregunto cuánto tardarán en provocar la siguiente catástrofe para unirnos. Si va a ser esta noche, quiero dormir un poco primero, así que me tapo la oreja buena para no oír el sonido del himno, aunque después sí oigo las trompetas y me siento de golpe, a la espera.
Normalmente, la única información que reciben los tributos del exterior es el recuento diario de muertes. Sin embargo, de vez en cuando, tocan las trompetas para hacer un anuncio; lo más común es que se trata de una invitación a un banquete. Cuando la comida escasea, los Vigilantes llaman a los jugadores para que participen en una comilona celebrada en un lugar conocido por todos, como la Cornucopia, animándolos así a que se reúnan y luchen. A veces es un banquete de verdad, mientras que otras se trata de una hogaza de pan rancio por la que competir. Yo no iría a por comida, pero podría ser el momento ideal para acabar con unos cuantos rivales.
La voz de Claudius Templesmith retumba en el cielo, felicitándonos a los seis que quedamos, pero no nos invita a un banquete, sino que dice algo muy extraño: han cambiado una regla de los juegos. ¡Han cambiado una regla! Por sí solo, eso ya es alucinante, porque no tenemos ninguna regla propiamente dicha, salvo que no podemos salir del círculo inicial hasta pasados sesenta segundos y la regla implícita de no comernos entre nosotros. Según la nueva regla, los dos tributos del mismo distrito se declararán vencedores si son los últimos supervivientes. Claudius hace una pausa, como si supiera que no lo estamos entendiendo, y repite la regla otra vez. Asimilo la noticia: este año pueden ganar dos tributos, siempre que sean del mismo distrito. Los dos pueden vivir; los dos podemos vivir.

Antes de poder evitarlo, grito el nombre de Peeta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

No insultes, porqué aunque esté mentalmente desorientada, mandaré a unos mutos a por ti, y tu comentario acabará en el Árbol del ahorcado.
Gracias por comentar y que te ayude ayude el Ángel ;))