Por fin empiezan los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!!!!!!!!!!!!! Bueno, técnicamente, es el principio del fin. Que os guste mucho, aunque espero que este no sea el final definitivo !! ;))
BESOS DE VUESTRA ESCRITORA ;))
Capítulo 10: ¡Damas y caballeros, que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!
SEGUNDA PARTE:
LOS JUEGOS
Durante un momento, las cámaras
se quedan clavadas en la mirada cabizbaja de Peeta, mientras todos asimilan lo
que acaba de decir. Después veo mi cara, boquiabierta, con una mezcla de
sorpresa y protesta, ampliada en todas las pantallas: ¡soy yo! ¡Dios mío, se
refiere a mí! Aprieto los labios y miro al suelo, esperando esconder así las
emociones que empiezan a hervirme dentro.
--Vaya, eso sí que es mala suerte --dice Caesar,
y parece sentirlo de verdad.
La multitud le da la razón en
sus murmullos y unos cuantos han soltado grititos de angustia.
--No es bueno, no --coincide Peeta.
--En fin, nadie puede culparte por ello, es difícil no
enamorarse de esa jovencita. ¿Ella no lo sabía?
--Hasta ahora, no --responde Peeta, sacudiendo
la cabeza.
Me atrevo a mirar un segundo a
la pantalla, lo bastante para comprobar que mi rubor es perfectamente visible.
--¿No les gustaría sacarla de nuevo al escenario para
obtener una respuesta? --pregunta Caesar a la audiencia, que responde
con gritos afirmativos--. Por desgracia, las reglas son las reglas, y el
tiempo de Katniss Everdeen ha terminado. Bueno, te deseo la mejor de las
suertes, Peeta Mellark, y creo que hablo por todo Panem cuando digo que te
llevamos en el corazón.
El rugido de la multitud es
ensordecedor; Peeta nos ha borrado a todos del mapa al declarar su amor por mí.
Cuando el público por fin se calla, mi compañero murmura un «gracias» y regresa
a su asiento. Nos levantamos para el himno; yo tengo que alzar la cabeza,
porque es una muestra de respeto obligatoria, y no puedo evitar ver que en
todas las pantallas aparece una imagen de nosotros dos, separados por unos
cuantos metros que, en las mentes de los espectadores, deben de parecer
insalvables. Pobre pareja trágica.
Sin embargo, yo sé la verdad, y
no acabaré como la Clary de mí sueño; nunca.
Después del himno, los tributos
nos ponemos en fila para volver al vestíbulo del Centro de Entrenamiento y sus
ascensores. Me aseguro de no meterme en el mismo que Peeta. La muchedumbre
frena a nuestro séquito de estilistas, mentores y acompañantes, así que nos
quedamos solos; no hablamos. Mi ascensor deja a cuatro tributos antes de
quedarme sola y llegar a la planta doce. Peeta acaba de salir del ascensor
cuando me acerco a él y le pego un empujón en el pecho; él pierde el equilibrio
y se estrella contra una fea urna llena de flores artificiales. La urna se cae
y se hace añicos en el suelo, Peeta aterriza encima de los pedazos y las manos
empiezan a sangrarle de inmediato.
--¿A qué viene esto? --me pregunta, horrorizado.
--¡No tenías derecho! ¡No tenías derecho a decir esas
cosas sobre mí!
Los ascensores se abren y
aparece todo el grupo: Effie, Haymitch, Cinna y Portia.
--¿Qué está pasando? --pregunta Effie, con un
deje de histeria en la voz--. ¿Te has caído?
--Después de que ella me empujara --responde
Peeta, mientras Effie y Cinna lo ayudan a levantarse.
--¿Lo has empujado? --me pregunta Haymitch.
--Ha sido idea tuya, ¿verdad? ¿Lo de convertirme en una
idiota delante de todo el país?
--Fue idea mía --interviene Peeta, mientras se
quita trozos de cerámica de las manos--. Haymitch sólo me ayudó a
desarrollarla.
--Sí, Haymitch es una gran ayuda... ¡para ti!
--Eres una idiota, sin duda --dice Haymitch,
asqueado--. ¿Crees que te ha perjudicado? Este chico acaba de darte algo
que nunca podrías lograr tú sola.
--¡Me ha hecho parecer débil!
--¡Te ha hecho parecer deseable! Y, reconozcámoslo,
necesitas toda la ayuda posible en ese tema. Eras tan romántica como un trozo
de roca hasta que él dijo que te quería. Ahora todos te quieren y sólo hablan
de ti. ¡Los trágicos amantes del Distrito 12!
--¡Pero no somos amantes! --exclamo.
--¿A quién le importa? --insiste Haymitch,
cogiéndome por los hombros y aplastándome contra la pared--. No es más
que un espectáculo, todo depende de cómo te perciban. Después de tu entrevista
lo único que podría haber dicho de ti era que resultabas bastante agradable,
aunque debo admitir que eso ya de por sí es un milagro. Ahora puedo decir que
eres una rompecorazones. Oooh, los chicos de tu distrito caían abrumados a tus
pies. ¿Con cuál de las dos imágenes crees que conseguirás más patrocinadores?
El olor a vino de su aliento me
pone mala; lo empujo para quitármelo de encima y retrocedo, intentando
aclararme las ideas.
--Tiene razón, Katniss --me dice Cinna,
acercándose y rodeándome con un brazo.
--Tendría que haberlo sabido --respondo, sin
saber qué pensar--. Así no habría parecido tan estúpida.
--No, tu reacción ha sido perfecta. De haberlo sabido,
no habría parecido tan real --intervino Portia.
--Lo que le preocupa es su novio --dice Peeta,
malhumorado, mientras se arranca un trozo ensangrentado de urna.
--No tengo novio --afirmo, aunque se me
encienden otra vez las mejillas al pensar en Gale.
--Lo que tú digas, pero seguro que es lo bastante listo
para reconocer un farol. Además, tú no has dicho que me quieras, así que ¿qué
más da?
Las palabras empiezan a surtir
efecto. Me calmo. Ahora no sé si debo pensar que me han usado o que me han dado
una ventaja. Haymitch tiene razón, he sobrevivido a la entrevista, pero ¿qué
les he ofrecido? A una chica imbécil dando vueltas con un vestido brillante y
soltando risitas tontas. El único momento con sustancia fue cuando hablé de
Prim. Comparada con Thresh y su fuerza silenciosa y mortífera, no soy digna de
recordar. Tonta, brillante y fácil de olvidar; bueno, no del todo, porque tengo
mi once en entrenamiento.
Sin embargo, ahora Peeta me ha
convertido en objeto de amor, y no sólo del suyo. Según él, ahora tengo muchos
admiradores, y si el público cree de verdad que estamos enamorados... Recuerdo
la energía con la que han respondido a su confesión; un amor trágico. Haymitch
tiene razón, en el Capitolio adoran estas cosas. De repente me preocupa no
haber reaccionado bien.
--Después de que dijese que me quería, ¿a vosotros os
pareció que podría estar enamorada de él? --les pregunto.
--A mí sí --responde Portia--. Por la
forma en que evitabas mirar a las cámaras y el rubor en las mejillas.
Los otros asienten.
--Eres una mina, preciosa, vas a tener a los
patrocinadores haciendo cola --afirma Haymitch.
--Siento haberte empujado --le digo a Peeta,
obligándome a mirarlo, avergonzada por mi reacción.
--Da igual --responde él, encogiéndose de
hombros--. Aunque, técnicamente, es ilegal --sonríe un poco a pesar del
dolor.
--¿Tienes bien las manos? -digo acercándome a él, y
acariciando sus brazos.
--Se pondrán bien.
En el silencio que sigue a su
respuesta nos llegan los deliciosos olores de la cena, que ya está en el
comedor.
--Vamos a comer --dice Haymitch.Me separo de
Peeta, abrumada por ese gesto mío, y todos lo seguimos hasta la mesa y nos
colocamos en nuestros puestos.
Como Peeta está sangrando
demasiado, Portia se lo lleva para que lo atiendan. Empezamos la sopa de nata y
pétalos de rosa sin ellos, y, cuando terminamos, vuelven. Las manos de Peeta
están envueltas en vendas y yo no puedo evitar sentirme culpable, porque mañana
estaremos en el campo de batalla, él me ha hecho un favor y yo le he respondido
con una herida. ¿Es que siempre voy a estar en deuda con él?
Después de la cena vemos la
repetición de las entrevistas en el salón. Yo parezco presumida y superficial,
dando vueltas y soltando risitas, aunque los demás me aseguran que les parezco
encantadora. El que sí está encantador es Peeta, y después resulta irresistible
en su actuación de chico enamorado. Y ahí salgo yo, ruborizada y perpleja,
bella gracias a las manos de Cinna, deseable gracias a la confesión de Peeta,
trágica por las circunstancias y, lo mires por donde lo mires, imposible de
olvidar.
Cuando termina el himno y la
pantalla se oscurece, la habitación guarda silencio. Mañana al alba nos
levantarán y nos prepararán para el estadio. Los juegos en sí no empiezan hasta
las diez, porque muchos de los habitantes del Capitolio se levantan tarde, pero
Peeta y yo tenemos que empezar temprano. No se sabe lo lejos que estará el
campo de batalla elegido para este año.
Sé que Haymitch y Effie no irán
con nosotros. En cuanto salgamos de aquí, ellos se desplazarán a la sede
central de los juegos, donde, esperemos, reclutarán patrocinadores sin parar y
trabajarán en una estrategia para decidir cómo y cuándo entregarnos los regalos.
Cinna y Portia viajarán con nosotros hasta el mismísimo punto desde el que nos
lanzarán a la batalla. A pesar de todo, es el momento de despedirse.
Effie nos coge a los dos de la
mano, con lágrimas de verdad en los ojos, y nos desea buena suerte. Nos da las
gracias por ser los mejores tributos que ha tenido el privilegio de patrocinar;
después, como es Effie y parece estar obligada por ley a decir siempre algo
horrible, añade:
--¡No me sorprendería nada que el año que viene me
promocionasen por fin a un distrito decente!
Después nos besa en la mejilla
y se aleja rápidamente, no sé si abrumada por la sentimental despedida o por la
posible mejora de su fortuna.
Haymitch cruza los brazos y nos
examina.
--¿Un último consejo? --pregunta Peeta.
--Cuando suene el gong, salid echando leches. Ninguno
de los dos sois lo bastante buenos para meteros en el baño de sangre de la
Cornucopia. Salid corriendo, poned toda la distancia posible de por medio y
encontrad una fuente de agua. ¿Entendido?
--¿Y después? --pregunto.
--Seguid vivos --responde Haymitch.
Es el mismo consejo que nos dio
en el tren, pero ahora no está borracho y riéndose. Asentimos. ¿Qué otra cosa
podemos hacer?
Cuando me voy hacia mi cuarto,
Peeta se queda atrás para hablar con Portia, cosa que me alegra. No sé cuáles
serán nuestras incómodas palabras de despedida, pero pueden esperar a mañana.
Veo que alguien ha abierto mi cama, aunque no hay ni rastro de la chica
pelirroja. Ojalá supiera su nombre; debería habérselo preguntado y puede que
ella me lo hubiese escrito o explicado con mímica, aunque es probable que sólo
sirviera para que la castigasen.
Me doy una ducha y me quito la
pintura dorada, el maquillaje y el aroma de la belleza. Todo lo que queda del
trabajo del equipo de diseño son las llamas de las uñas, que decido conservar
para recordarle a la audiencia quién soy: Katniss, la chica en llamas. Quizá me
dé algo a lo que agarrarme en los días que me esperan.
Me pongo un camisón grueso,
como de lana, y me acuesto. En unos cinco segundos me doy cuenta de que no me
quedaré dormida, y lo necesito desesperadamente, porque cada momento de fatiga
en el estadio es una invitación a la muerte.
No sirve de nada; pasa una
hora, luego dos, luego tres, y mis párpados se niegan a cerrarse. No puedo
dejar de imaginarme en qué terreno nos soltarán. ¿Desierto? ¿Pantano? ¿Un
páramo helado? Sobre todo espero que haya árboles que me puedan ofrecer
escondite, alimento y cobijo. Suele haber árboles, porque los paisajes pelados
son aburridos y, sin vegetación, los juegos se acaban pronto. Pero ¿cómo será
el clima? ¿Qué trampas habrán escondido los Vigilantes para animar los momentos
aburridos? Y luego están los otros tributos.
Cuanto más ansiosa estoy por
dormirme, menos lo consigo. Al final estoy tan inquieta que tengo que salir de
la cama; recorro la habitación notando que el corazón me late demasiado
deprisa, que tengo la respiración acelerada. Es como estar en una celda, si no
consigo respirar aire fresco pronto voy a empezar a romperlo todo otra vez.
Corro por el vestíbulo hacia la puerta que da al tejado, que no sólo no está
cerrada, sino que la han dejado entreabierta. Quizás alguien se olvidó de
cerrarla, aunque da lo mismo, porque el campo de energía que rodea el tejado
impide cualquier intento desesperado de fuga, y yo no quiero escapar, sólo
llenarme los pulmones de aire; quiero ver el cielo y la luna antes de que
intenten darme caza.
El tejado no está iluminado por
la noche, pero en cuanto piso descalza el suelo de baldosas, veo su silueta
recortada contra las luces que no dejan de brillar en el Capitolio. En las
calles hay bastante barullo, música, gente cantando y cláxones, cosas que no
oía a través de los gruesos paneles de cristal de mi cuarto. Podría largarme
ahora mismo sin que él se diese cuenta; no me oiría con tanto follón. Sin
embargo, el aire nocturno es tan agradable que no soportaría regresar a mi
agobiante jaula. ¿Y qué más da? ¿Qué más da si hablamos o no?
Avanzo sin hacer ruido por las
baldosas; cuando estoy a un metro de él, le digo:
--Deberías estar durmiendo.
Él se sobresalta, pero no se
vuelve, y veo que sacude un poco la cabeza.
--No quería perderme la fiesta. Al fin y al cabo, es
por nosotros.
Me acerco a él y me asomo al
borde: las amplias calles están llenas de gente bailando. Noto como mi pulso se
acelera cuando me cerco a él, al Peeta que me lanzó el pan y me sonreía en los
pasillos del colegio, el que nunca me pidió nada a cambio, el único al que de
pequeña he amad… Un latigazo me recorre la espalda. Él me quiere matar; y eso
borro del mapa todo lo demás ¿O no?
Me esfuerzo por distinguir los
detalles de sus figuras diminutas.
--¿Están disfrazados?
--¿Quién sabe? Teniendo en cuenta la locura de ropa que
llevan aquí... ¿Tú tampoco podías dormir?
--No podía dejar de pensar --respondo.
--¿Piensas en tu familia?
--No --reconozco, sintiéndome un poco culpable--.
No dejo de preguntarme qué pasará mañana, aunque no sirve de nada, claro. --Con
la luz que llega de abajo puedo verle la cara, la extraña forma de cogerse las manos
vendadas--. Siento mucho lo de las manos, de verdad.
--No importa, Katniss. De todos modos, no tenía ninguna
oportunidad en los juegos.
--No debes pensar así.
--¿Por qué no? Es la verdad. Mi única esperanza es no
avergonzar a nadie y... --vacila.
--¿Y qué?
--No sé cómo expresarlo bien. Es que... quiero morir
siendo yo mismo. ¿Tiene sentido? --pregunta, y yo sacudo la cabeza.
¿Cómo va a morir siendo otra persona?--. No quiero que me cambien ahí
fuera, que me conviertan en una especie de monstruo, porque yo no soy así. --Me
muerdo el labio, sintiéndome inferior. Mientras yo cavilaba sobre la existencia
de árboles, Peeta le daba vueltas a cómo mantener su identidad, su esencia.
--¿Quieres decir que no matarás a nadie? --le
pregunto.
--No. Cuando llegue el momento estoy seguro de que
mataré como todos los demás. No puedo rendirme sin luchar. Pero desearía poder
encontrar una forma de... de demostrarle al Capitolio que no le pertenezco, que
soy algo más que una pieza de sus juegos.
--Es que no eres más que eso, ninguno lo somos. Así
funcionan los juegos.
--Vale, pero, dentro de ese esquema, tú sigues siendo
tú y yo sigo siendo yo --insiste--. ¿No lo ves?
--Un poco. Aunque..., sin ánimo de ofender, ¿a quién le
importa, Peeta?
--A mí. Quiero decir, ¿qué otra
cosa me podría preocupar en estos momentos? --me pregunta, enfadado. Me
mira a los ojos con sus penetrantes ojos azules, exigiendo una respuesta.
--Preocúpate por lo que dijo Haymitch --respondo,
dando un paso atrás--. Por seguir vivo.
--Vale --responde él, esbozando una sonrisa
triste y burlona--. Gracias por el consejo, preciosa. --Usa el
tono condescendiente de Haymitch, es como si me hubiese dado un bofetón. Ese no
es mi chico del pan, con el que Izzy y yo soñábamos antes de que tuviera que convertirme
en la cabeza de familia a los once y ver realmente en el mundo en el que vivo,
en el país en el que vivo; este no es el mismo príncipe rubio de ojos abismales
y tiernos a la vez. Este me quiere matar, me recuerdo por enésima vez.
--Mira, si quieres pasarte las últimas horas de tu vida
planeando una muerte noble en el estadio, es cosa tuya. Yo prefiero pasar las
mías en el Distrito 12.
--No me sorprendería que lo hicieras. Dale recuerdos a
mi madre cuando vuelvas, ¿vale?
--Puedes contar con ello. --Me vuelvo y bajo del
tejado.
Me paso el resto de la noche
dando cabezadas, imaginándome los comentarios cortantes que le haré a Peeta
Mellark por la mañana. Peeta Mellark. Ya veremos lo noble y elevado que se
vuelve cuando tenga que decidir entre la vida y la muerte. Seguro que no se
parece en nada a mí príncipe; el que creía que era antes. Sólo me dejé encantar
por el muchacho rubio de ojos azules que me salvó la vida con once años ¡Sólo
tenía once pésimos años, es normal!Lo que no es normal es que durante estos
años, haya sentido lo mismo. No soy infantil, y ya no tengo once. Supongo que
ni siquiera llegaré a los diecisiete. Ya no debo sentirlo, porque el príncipe
desenfunda su espada.
Seguramente se convertirá en uno de esos tributos
bestiales, de los que intentan comerse el corazón de alguien después de
matarlo. Hubo un tipo así hace unos cuantos años, Titus, del Distrito 6. Se
volvió completamente salvaje y los Vigilantes tuvieron que derribarlo con
pistolas eléctricas para recoger los cadáveres de los jugadores que había
matado y evitar que se los comiera. En el estadio no hay reglas, pero el
canibalismo no es del gusto del público del Capitolio, así que intentaron
eliminarlo. Se especuló que la avalancha que acabó finalmente con Titus fue
preparada para asegurarse de que el ganador no fuese un lunático.
·
No veo a Peeta por la mañana.
Cinna viene a por mí antes del alba, me da una túnica sencilla y me acompaña al
tejado. Los últimos preparativos se harán en las catacumbas, debajo del estadio
en sí. Un aerodeslizador surge de la nada, igual que el del bosque el día que
vi cómo capturaban a la chica pelirroja, y deja caer una escalera de mano.
Pongo pies y manos en el primer escalón y, al instante, me quedo paralizada.
Una especie de corriente me pega a la escalera hasta que me suben al interior.
Aunque me imaginaba que la
escalera me soltaría al llegar, sigo pegada a ella y una mujer vestida con una
bata blanca se me acerca con una jeringuilla.
--Es tu dispositivo de seguimiento, Katniss. Cuanto más
quieta estés, mejor podré colocártelo --me explica.
¿Quieta? Soy una estatua. Sin
embargo, eso no evita que note un dolor agudo cuando la aguja me introduce el
dispositivo metálico debajo de la piel del antebrazo. Ahora los Vigilantes
podrán localizarme en todo momento. No les gustaría perder a un tributo.
En cuanto el dispositivo está
colocado, la escalera me suelta. La mujer desaparece y recogen a Cinna del
tejado. Un chico avox se acerca y nos acompaña a una habitación donde han
servido el desayuno. A pesar de la tensión que noto en el estómago, como todo
lo que puedo, aunque los deliciosos manjares no me impresionan. Estoy tan
nerviosa que podría estar comiendo polvo de carbón. Lo único que me distrae es
la vista desde las ventanas: sobrevolamos la ciudad y después la zona
deshabitada que hay más allá. Esto es lo que ven los pájaros, sólo que ellos
son libres y están a salvo. Justo lo contrario que yo.
El viaje dura una media hora.
Después se oscurecen las ventanas, lo que nos indica que llegamos al estadio.
El aerodeslizador aterriza, y Cinna y yo volvemos a la escalera, aunque esta
vez para bajar hasta un tubo subterráneo que da a las catacumbas. Seguimos las
instrucciones para llegar a mi destino, una cámara donde realizar los
preparativos. En el Capitolio la llaman la sala de lanzamiento. En los
distritos la conocemos como el corral, donde guardan a los animales antes de
llevarlos al matadero.
Todo está nuevo; yo seré la
primera y única ocupante de esta sala de lanzamiento. Los campos de batalla son
emplazamientos históricos y los conservan después de los juegos, destinos
turísticos populares para los residentes del Capitolio: puedes pasar aquí un
mes, volver a ver los juegos, hacer un recorrido por las catacumbas y visitar
los lugares donde tuvieron lugar las muertes. Incluso puedes participar en
reconstrucciones de los hechos.
Dicen que la comida es
excelente.
Lucho por no vomitar el
desayuno mientras me ducho y me lavo los dientes. Cinna me peina con mi
sencilla trenza de siempre; después llega la ropa, la misma para cada tributo.
Cinna no tiene nada que ver con mi traje, ni siquiera sabe qué hay en el
paquete, pero me ayuda a vestirme con la ropa interior, los pantalones rojizos,
la blusa verde claro, el robusto cinturón marrón y la fina chaqueta negra con
capucha que me llega hasta los muslos. “Bonita combinación, aunque demasiado
colorida para un look Distrito 12, aquí somos todos sosos y bastos ¿no?” Eso
diría en casa, eso diría con Clary, Tris, Madge, e Izzy, aunque ella solo me
corregiría diciendo que los colores son claramente espuma de mar y uva, y que
se ve desde lejos que no pegan nada con ese cinturón.
--El material de la chaqueta está diseñado para
aprovechar el calor corporal, así que te esperan noches frescas --me
dice.
Las botas, que me coloco sobre
unos calcetines muy ajustados, son mejores de lo que cabría esperar: cuero
suave, parecidas a las que tengo en casa. Algo bueno, de casa, parte de mí. Sin
embargo, éstas tienen una suela de goma flexible con dibujos, perfectas para
correr. Algo del Capitolio. En realidad, mí hogar es el culo del Capitolio.
Cuando creo que ya he
terminado, Cinna se saca del bolsillo la insignia del sinsajo dorado. Se me
había olvidado por completo.
--¿De dónde lo has sacado? --le pregunto.
--Del traje verde que llevabas puesto en el tren --responde.
Recuerdo que me lo quité del vestido de mi madre y me lo prendí a la camisa--.
Es el símbolo de tu distrito, ¿no? --Asiento, y él me lo coloca en la
camisa. Es el símbolo de Madge, de mí Madge, en el culo del Capitolio--.
Casi no logra pasar por la junta de revisión. Algunos pensaban que podía usarse
como arma y darte una ventaja injusta, pero, al final, lo aprobaron. Sí
eliminaron un anillo de la chica del Distrito 1; si girabas la gema salía una
punta envenenada. La chica decía que no tenía ni idea de que el anillo se
transformase y no había pruebas que demostrasen lo contrario. De todos modos,
ha perdido su símbolo. Bueno, ya está. Muévete, asegúrate de estar cómoda.
Camino, corro en círculo y
agito los brazos.
--Sí, está bien. Me queda perfectamente.
--Entonces sólo queda esperar la llamada --me
dice Cinna--. A no ser que puedas comer algo más.
Rechazo la comida, aunque
acepto un vaso de agua que me bebo a traguitos mientras esperamos en el sofá.
No quiero morderme las uñas ni los labios, así que acabo mordisqueándome el
interior de la mejilla. Todavía noto las heridas que me hice hace unos días; no
tardo en sangrar.
Los nervios se convierten en
terror cuando empiezo a pensar en lo que me espera. Podría estar muerta, muerta
del todo, en una hora o menos. Me toco de manera obsesiva el bultito duro del
antebrazo, donde la mujer me inyectó el dispositivo de seguimiento. A pesar del
dolor, lo aprieto tan fuerte que me hago un moratón.
--¿Quieres hablar, Katniss?
Sacudo la cabeza, pero, al cabo
de un momento, le doy la mano y Cinna me la aprieta entre las suyas. Nos
quedamos así sentados hasta que una agradable voz femenina nos anuncia que ha
llegado el momento de prepararnos para el lanzamiento.
Todavía agarrada a las manos de
Cinna, me acerco a la placa de metal redonda.
--Recuerda lo que dijo Haymitch: corre, busca agua. Lo
demás saldrá solo --dice, y yo asiento--. Y recuerda una cosa:
aunque no se me permite apostar, si pudiera, apostaría por ti.
--¿De verdad? --susurro.
--De verdad --afirma Cinna; después se inclina y
me da un beso en la frente--. Buena suerte, chica en llamas.
Entonces me rodea un cilindro
de cristal que nos obliga a soltarnos, que me obliga a separarme de él. Prim,
papá, mamá, Madge, Clary, Tris, Isabelle, Jace, Gale, Cuatro, Simon, y ahora
Cinna. Añadido a la lista de personas a las que quiero, porque aunque no
provenga del culo del Capitolio, lo quiere como si fuera la corona. Cinna se da
unos golpecitos en la barbilla; quiere decir que mantenga la cabeza alta.
Levanto la barbilla y me quedo
todo lo quieta que me es posible. El cilindro empieza a elevarse y, durante
unos quince segundos, me encuentro a oscuras. Después noto que la placa
metálica sale del cilindro y me lleva hasta la brillante luz del sol, que me
deslumbra; sólo soy consciente de un viento fuerte que me trae un esperanzador
aroma a pino.
En ese momento oigo la voz del
legendario presentador Claudius Templesmith por todas partes:
--Damas y caballeros, ¡que empiecen los Septuagésimo
Cuartos Juegos del Hambre!