Aviso de que más abajo está publicado el capítulo 18, por si acaso no lo veis ^^
Capítulo 15: Max Lightwood parte I
Me meto en una pesadilla de la
que despierto sólo para encontrarme con algo aún peor. Las cosas que más miedo
me dan, las cosas que más temo que le sucedan a los demás, se manifiestan con
unos detalles tan vividos que me parecen reales. Cada vez que me despierto
pienso que por fin se ha acabado todo, pero no, tan sólo es el comienzo de un
nuevo capítulo de torturas. ¿De cuántas formas he visto morir a Prim? ¿Cuántas
veces he visto qué Clary, Tris y Madge han muerto al hacerlo yo, abandonándose,
hasta que poco a poco les llega el final? ¿Cuántas veces los Lightwood han
ideado cómo matarme cuando llego a casa, sin Max? ¿Cuántas veces he revivido
los últimos momentos de mi padre? ¿Cuántas veces Peeta me ha matado? ¿Y cuántas
me ha dicho que nunca me ha amado ni lo hará? ¿Cuántas veces he sentido que me
desgarraban el cuerpo? Así funciona el veneno de las avispas, especialmente
creado para atacar el punto del cerebro encargado del miedo.
Cuando por fin vuelvo en mí, me
quedo tumbada, esperando a la siguiente ola de imágenes. Sin embargo, al cabo
de un rato acepto que mi cuerpo ha expulsado el veneno, dejándome destrozada y
débil. Sigo tumbada de lado, en posición fetal. Me llevo una mano a los ojos y
compruebo que están enteros, sin rastro de las hormigas que nunca existieron.
El mero hecho de estirar las extremidades me supone un esfuerzo enorme; me
duelen tantas cosas que no merece la pena hacer inventario. Consigo sentarme
muy, muy despacio. Estoy en un agujero poco profundo que no está lleno de las
ruidosas burbujas naranja de mis alucinaciones, sino de viejas hojas muertas.
Tengo la ropa húmeda, pero no sé si es de agua, rocío, lluvia o sudor. Me paso
un buen rato sin poder hacer nada más que darle traguitos a la botella y
observar un escarabajo que se arrastra por el lateral de un arbusto de
madreselva.
¿Cuánto tiempo llevo
inconsciente? Era por la mañana cuando perdí la razón y ahora es por la tarde,
aunque tengo las articulaciones tan rígidas que me parece que ha pasado más de
un día, quizá dos. Si es así, no tengo forma de saber qué tributos han
sobrevivido al ataque de las rastrevíspulas. Está claro que Glimmer y la chica
del Distrito 4 no siguen vivas, pero estaban el chico del Distrito 1, los dos
del Distrito 2 y Peeta. ¿Han muerto por las picaduras? Si están vivos, deben de
haberlo pasado tan mal estos días como yo. ¿Y qué pasa con Max? Es tan pequeño
que no haría falta mucho veneno para acabar con él. Sin embargo..., las avispas
tendrían que cogerlo primero, y el niño les llevaba cierta ventaja.
Noto un sabor asqueroso a
podrido en la boca, y el agua poco puede hacer por eliminarlo. Me arrastro
hasta el arbusto de madreselva y arranco una flor; le quito con cuidado el
estambre y me dejo caer la gota de néctar en la lengua. El dulzor se extiende
por la boca, me pasa por la garganta y me calienta las venas con recuerdos del
verano, los bosques de mi hogar y la presencia de Gale a mi lado. Por algún
motivo, recuerdo la discusión que tuvimos la última mañana.
«--¿Sabes qué? Podríamos
hacerlo.
»--¿El qué?
»--Dejar el distrito,
huir, vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo.»
Y, de repente, dejo de pensar
en Gale y me acuerdo de Peeta... ¡Peeta! ¡Me ha salvado la vida!, o eso creo.
Porque, cuando nos encontramos, ya no distinguía bien qué era real y qué me
había hecho imaginar el veneno de las avispas. Sin embargo, si lo hizo, y mi
instinto me dice que así es ¿Por qué? ¿Se limita a explotar la idea del chico
enamorado que puso en marcha en la entrevista? ¿O de verdad intentaba
protegerme? Y, si lo hacía, ¿por qué se había unido a los profesionales? No
tenía ningún sentido, sólo marea más a mi corazón.
Durante un instante me pregunto
cómo verá Gale el incidente, pero después me lo quito de la cabeza, porque, por
algún motivo, Gale y Peeta no coexisten bien en mis pensamientos.
Así que me centro en la única
cosa buena que me ha pasado desde que llegué al estadio: ¡tengo arco y flechas!
Una docena completa de flechas, si contamos la que saqué del árbol. No tienen
ni rastro de la nociva baba verde que salió del cadáver de Glimmer (lo que me
lleva a pensar que quizá no fuera del todo real), aunque sí bastante sangre
seca. Las puedo limpiar después, pero decido entretenerme un minuto disparando
a un árbol. Se parecen más a las armas del Centro de Entrenamiento que a las
que tengo en casa; en cualquier caso, ¿qué más da? Puedo soportarlo.
Las armas me dan una
perspectiva completamente nueva de los juegos. Aunque sé que tengo que
enfrentarme a unos oponentes duros, ya no soy la presa que corre y se esconde o
que adopta medidas desesperadas. Si Cato surgiera ahora de entre los árboles,
no huiría, dispararía. Me doy cuenta de que espero con impaciencia ese momento.
Sin embargo, primero debo ponerme
fuerte, porque vuelvo a estar muy deshidratada y mi reserva de agua está en
niveles peligrosos. He perdido los kilos de más que conseguí engordar
atiborrándome en el Capitolio, además de otros cuantos kilos propios. No
recuerdo haber tenido tan marcados los huesos de las caderas y las costillas
desde aquellos horribles meses que siguieron a la muerte de mi padre. Además,
están las heridas: quemaduras, cortes y moratones por caerme entre los árboles,
y tres picaduras de avispa, que están tan irritadas e hinchadas como al
principio. Cojo mi estela y vuelvo a repasar la runa de curación, aunque poco
hace por mejorar las picaduras. Mi madre conocía un tratamiento para esto, un
tipo de hoja que podía extraer el veneno; como apenas solía usarlo, no recuerdo
ni su nombre, ni su apariencia.
«Primero, el agua --pienso--.
Ahora puedes cazar mientras avanzas.»
Me resulta fácil seguir la
dirección por la que vine, gracias a la senda de destrucción que abrió mi
cuerpo enloquecido a través del follaje. De modo que me alejo en dirección
contraria, esperando que mis enemigos sigan encerrados en el mundo surrealista
del veneno de las rastrevíspulas.
No puedo andar demasiado
deprisa, pues mis articulaciones se niegan a hacer movimientos abruptos, pero
mantengo el paso lento del cazador, el que uso cuando rastreo animales. En
pocos minutos diviso un conejo y mato mi primera presa con el arco. Aunque no
es uno de mis tiros limpios de siempre, lo acepto. Al cabo de una hora
encuentro un arroyo poco profundo y ancho, más que suficiente para lo que
necesito. El sol cae con fuerza, así que, mientras espero a que se purifique el
agua, me quedo en ropa interior y me meto en la corriente. Estoy mugrienta de
pies a cabeza. Intento echarme agua encima, pero al final acabo tumbándome en
el agua unos minutos, dejando que lave el hollín, la sangre y la piel que ha
empezado a desprenderse de las heridas. Después de enjuagar la ropa y colgarla
en unos arbustos para que se seque, me siento en la orilla durante un rato y me
desenredo el pelo con los dedos. Recupero el apetito, y me como una galleta y
una tira de cecina. Después le limpio la sangre a mis armas plateadas con un
poco de musgo.
Más fresca, me vuelvo a tratar
las quemaduras, esta vez con remedios naturales, ya que duele más repasar la
runa que las quemaduras en si. Me trenzo el pelo y me pongo la ropa mojada; sé
que el sol la secará rápidamente. Seguir el curso del arroyo contracorriente
parece lo más apropiado. Ahora estoy avanzando cuesta arriba, cosa que
prefiero, con una fuente de agua no sólo para mí, sino también para posibles
presas. Derribo fácilmente un extraño pájaro que debe de ser una especie de
pavo silvestre; en cualquier caso, me parece bastante comestible. A última hora
de la tarde decido encender un pequeño fuego para cocinar la carne, suponiendo
que el crepúsculo ayudará a ocultar el humo y que tendré la hoguera apagada
cuando caiga la noche. Limpio las piezas, prestando especial atención al
pájaro, pero no veo que tenga nada alarmante. Una vez arrancadas las plumas, no
es más grande que un pollo, y está gordito y firme. Cuando pongo el primer
montón sobre los carbones, oigo una rama que se rompe.
Me vuelvo hacia el sonido, y
saco arco y flecha con un solo movimiento. No hay nadie; al menos, que yo vea.
Entonces distingo la punta de una bota de niño asomando por detrás del tronco
de un árbol; me relajo y sonrío. Este crío puede moverse por los bosques como
una sombra, hay que reconocerlo. Si no, ¿cómo podría haberme seguido? Se nota
que es un Lightwood, aunque sea tan pequeño. Las palabras surgen antes de poder
detenerlas.
-- ¡Max! --avanzo rápidamente hasta el árbol, pero me
detengo a metro y medio.
Me doy cuenta de que el arco
sigue en posición defensiva y que en estos momentos debo parecer una asesina
llamando a su víctima; estoy segura de qué e asa creen que la arena me ha
afectado y no soy racional. Lo miro, haciéndome la sorprendida, como si no
recordara que seguía ahí en alto, y lo bajo. Eso les dará más confianza que
bajarlo simplemente.
No obtengo respuesta durante un
momento, pero entonces uno de los ojos de Max sale del cobijo del árbol.
-- Katniss --dice inseguro,
casi parece una pregunta.
-- Max --digo. Abro los brazos
y me arrodillo en el suelo. Está más demacrado de lo que me había parecido, y
aunque siempre ha sido una raspilla, ahora es… se lanza a mis brazos y
compruebo que podía rodearlo con uno solo. Empieza a sollozar, y yo acaricio su
cabecita, mientras lo acurruco entre mis brazos, como un bebé.
-- Shhhshhhh… tranquilo, estás
bien, estás conmigo. Shhhshhhh… -lo tranquilizo.
Pasa sus bracitos por mi cuello
y se me rompe el alma.
-- Ya está --digo. Debo ser
fuerte por los dos, ya que su fachada de pillín ha pasado a segundo plano con
este desahogo entre mis brazos, aunque, qué quieren que haga? Es un niño, no
puede hacer otra cosa.
Me levanto con él en brazos, y
se alarma un poco. Despega su cara de mí cuello, ahora manchado por sus
lágrimas.
--¿Sabes que ellos no son los únicos que pueden
aliarse? --digo.
--¿Quieres que seamos aliados? --dice con voz
entrecortada.
--¿Por qué no? Me has salvado de esas rastrevíspulas,
eres lo bastante listo para seguir vivo y, de todos modos, no me libro de ti. --Resaltar
todo lo bueno que ha hecho me parece una buena forma de mandar una indirecta a
los patrocinadores, aunque sepa que no servirá de nada. Ya está muerto.
Parpadeo para no llorar, porque no podemos morir los dos--. ¿Tienes
hambre? --Haré sus últimos días sean buenos, dentro de lo que cabe. Veo
que traga saliva de forma visible y observa la carne--. Vamos, hoy he
matado dos presas.
--Puedo curarte las picaduras --dice, saliendo
del agarre de mis brazos y sentándose frente a mí de piernas cruzadas.
-- La estela no sirve
--declaro.
-- Porqué es veneno --dice,
rascándose los ojitos irritados con el puño. Cada vez que actúa como un niño me
rompo en un trocito más.
--Entonces, ¿cómo? --Él mete la mano en su
mochila y saca un puñado de hojas. Estoy casi segura de que son las que usa mi
madre--. ¿Dónde las has encontrado?
--Por ahí. Jace me enseñó… --no puede decir más; se
echa a llorar. Me abalanzo sobre él y vuelvo a apretarle contra mi pecho.
-- Él está muy orgulloso de ti
-digo mirando hacia la corteza de un árbol (con el tiempo que he pasado aquí,
es fácil identificar algunas cámaras), lo suficientemente bajo para que no lo
oiga cualquier otro tributo, pero lo suficientemente alto como para que lo
capten las cámaras. Jace oirá esto-- Todos están muy orgullosos de ti. Yo
también.
-- Katniss --solloza--, te…,
te…
-- Y yo --lo aprieto más contra
mí--. Y yo. Y toda tu familia. ¿Recuerdas a Prim, a mi madre? ¿Gale? ¿Clary?
¿Tris? ¿Madge? ¿Cuatro? --noto como
asiente, y susurra un “daba un poco de miedo”, que me hace reír-- Yo también
echo de menos a mucha gente --enredo mis dedos un su pelo y mi corazón late muchísimo
más deprisa, mientras respiro sonoramente, aunque me prometo que no lloraré--,
pero hay que ser fuerte. Porque somos del Distrito 12, porque somos mineros
fuertes, porque tenemos que demostrarlo. El Distrito 12 no se rinde, aunque
lleguemos a esto. Porque justo por todos ellos --repito sus nombres completos
alto y claro, porque no quiero olvidarlos nunca, aunque la arena me vuelva
loca. No moriré sin recordarlos, no me los quitarán-- Prim, mamá, Gale, Madge,
Jace, Isabelle, Clary, Beatrice, Tobias, Simon, incluso el cascarrabias de tu
hermano Alexander…
-- Alec… -suspira él.
-- … por todos ellos --continúo--. Se lo debemos. Porque son
personas maravillosas, y hemos tenido la suerte de que compartan su vida con
nosotros. Así que hay que ser fuerte, demostrar que somos del doce, agradecer a
todas las personas a las que queremos que hayan gastado su tiempo con nosotros,
porque pase lo que nos pase, volvamos a casa o no, tenemos que demostrar que
nosotros hemos vivido, y nunca nos olvidarán.
Me dejo caer junto al fuego.
Max se hace un ovillo a mí lado y yo aprieto los puños para no llorar. Necesito
distraerme, ya.
Me remango la pernera para
descubrir la picadura de la rodilla. Max, a pesar de todo, me sorprende
metiéndose un puñado de hojas en la boca y masticándolas. Mi madre usaría otros
métodos, pero tampoco me quedan muchas opciones. Al cabo de un minuto, Max
comprime un buen montón de hojas masticadas y me lo escupe en la rodilla.
--Ohhh --digo, sin poder evitarlo. Es como si
las hojas filtrasen el dolor de la picadura y lo expulsasen.
--Menos mal que tuviste la sensatez de sacarte los
aguijones --comenta Max, después de soltar unas risillas, como si naa
hubiera ocurrido. Es un pequeño hombre quelo ha pillado y me ha hecho caso--.
Si no, estarías mucho peor.
--¡El cuello! ¡La mejilla! --exclamo, casi
suplicante.
Max se mete otro puñado de
hojas en la boca y, al cabo de un momento, me río a carcajadas, porque el
alivio es maravilloso. Veo que el niño tiene una larga quemadura en el brazo.
--Tengo algo para eso. --Dejo a un lado las
armas y rebusco en la mochila para encontrar la estela.
-- ¿Quieres hacértela tú?
--pregunto. Niega con la cabeza
-- Tienes buenos patrocinadores --dice él,
anhelante, mientras hago presión sobre su brazo con la brillante estela.
-- ¿Te han enviado algo? --pregunto, y él sacude
la cabeza--. Pues lo harán, ya verás. Cuanto más cerca estemos del
final, más gente se dará cuenta de lo listo que eres.
Finalizo la runa de curación y
él no se queja por el dolor ni suelta ni una lágrima. Es un Lightwood.
Le doy la vuelta a la carne.
-- No estabas bromeando, ¿verdad? Sobre lo de aliarnos.
-- No, lo decía en serio.
Casi oigo los gruñidos de
Haymitch al ver que me junto con este niño menudo, pero lo quiero a mi lado
porque es un superviviente, porque confío en él y, por qué no admitirlo,
porque verdad le quiero. Le vi nacer,
crecer, e incluso le di algunas lecturas que mi madre me había recomendado para
ganármelo; es como un hermano para mí.
-- Vale --responde, y me ofrece la mano. Le doy
la mía--. Trato hecho.
Max aporta a la comida un buen
puñado de una especie de raíces con aspecto de tener almidón. Al asarlas al
fuego saben agridulces, como la chirivía. Además, reconoce el pájaro, un ave
silvestre a la que llaman «granso». Su madre y la gran biblioteca que tiene
ensu casa son los responsables de qué sepa eso.
La conversación se detiene un
momento mientras nos llenamos la tripa. El granso tiene una carne deliciosa,
tan jugosa que te caen gotitas de grasa por la cara cuando la muerdes.
Sacamos toda la comida que
tenemos, para organizamos. Él ya ha visto casi toda la mía, pero añado el
último par de galletas saladas y las tiras de cecina a la pila. Él ha recogido
una buena colección de raíces, nueces, vegetales y hasta algunas bayas.
Cojo una baya que no me resulta
familiar.
--¿Estás seguro de que es inofensiva?
--Oh, sí, en casa comemos. Llevo varios días
comiéndolas --responde, metiéndose un puñado en la boca.
Le doy un mordisco de prueba a
una y sabe tan bien como nuestras moras. Cada vez estoy más segura de que
aliarme con Max ha sido buena idea. Dividimos la comida; así, si nos separamos,
estaremos abastecidas durante unos días. Aparte de la comida, él tiene una
pequeña bota con agua, una honda casera y un par de calcetines de recambio.
También lleva un trozo de roca afilada que utiliza como cuchillo.
--Sé que no es gran cosa --dice, como si se
avergonzara--, pero tenía que salir de la Cornucopia a toda prisa.
--Hiciste bien --respondo.
Cuando saco todo mi equipo, y
ahoga un grito al ver las gafas de sol.
--¿Cómo las has conseguido?
--Estaban en la mochila. Hasta ahora no me han servido
de nada, no bloquean el sol y hacen que resulte difícil ver con ellas --respondo,
encogiéndome de hombros.
--No son para el sol, son para la oscuridad --exclama
Max.
--¿Y para qué sirven? --le pregunto, cogiendo
las gafas.
--Te permiten ver a oscuras. Pruébalas esta noche,
cuando se vaya el sol.
Le doy algunas cerillas y él se
asegura de que tenga hojas de sobra, por si se me hinchan otra vez las
picaduras. Apagamos la hoguera y nos dirigimos arroyo arriba hasta que está a
punto de anochecer.
--¿Dónde duermes? --le pregunto--. ¿En
los árboles? --asiente--. ¿Abrigado con la chaqueta, nada más?
--Tengo esto para las manos --responde,
enseñándome los calcetines de repuesto.
--Puedes compartir el saco de dormir conmigo, si
quieres --le ofrezco; me acuerdo bien de lo frías que han sido las
noches--. Las dos cabemos de sobra. --Se le ilumina la cara y sé
que es más de lo que se atrevía a desear.
Elegimos una rama de la parte
alta de un árbol y nos acomodamos para pasar la noche justo cuando empieza a
sonar el himno. Hoy no ha muerto nadie.
--Max, acabo de despertarme hoy. ¿Cuántas noches me he
perdido?
El himno debería ahogar
nuestras palabras, pero, aun así, susurro. Incluso tomo la precaución de
taparme los labios con la mano, porque no quiero que la audiencia sepa lo que
estoy pensando contarle sobre Peeta. Él se da cuenta y hace lo mismo.
--Dos. Las chicas de los distritos 1 y 4 están muertas.
Quedamos diez.
--Pasó una cosa muy rara. Al menos, eso creo, aunque
puede que el veneno de las rastrevíspulas me hiciese imaginar cosas. ¿Peeta?
Creo que me ha salvado la vida, pero estaba con los profesionales.
--Era bueno cuando estábamos juntos en el etrenamiento,
y ya no está con ellos. Los he espiado en su campamento, junto al lago.
Regresaron antes de derrumbarse por el veneno, pero él no iba con ellos. Quizá
te salvara de verdad y tuviera que huir.
No respondo. Si, de hecho,
Peeta me salvó, vuelvo a estar en deuda con él, y esta deuda no puedo
pagársela.
--Si lo hizo, seguramente sería parte de su actuación.
Ya sabes, para que la gente se crea que me quiere.
--Oh --dice Max, pensativa--. A mí no me
pareció una actuación, de verdad es bueno.
--Claro que sí, pero lo preparó con Haymitch. --El
himno acaba y el cielo se oscurece--. Vamos a probar esas gafas. --Las
saco y me las pongo; Max no bromeaba, lo veo todo, desde las hojas de los
árboles hasta una mofeta que se pasea entre los arbustos a unos quince metros
de nosotras. Podría matarla desde aquí si me lo propusiera, podría matar a
cualquiera--. Me pregunto quién más tendrá unas de éstas.
--Los profesionales tienen dos, pero lo guardan todo en
el lago. Y son muy fuertes.
--Nosotros también, aunque de una forma distinta.
--Tú eres fuerte. Eres capaz de disparar. ¿Qué puedo
hacer yo?
--Puedes alimentarte. ¿Y ellos?
--No les hace falta, tienen un montón de suministros.
--Supón que no los tuvieran. Supón que los suministros
desapareciesen. ¿Cuánto durarían? Es decir, estamos en los Juegos del Hambre,
¿no?
--Pero, Katniss, ellos no tienen hambre.
--No, es verdad, ése es el problema --reconozco,
y, por primera vez desde que llegamos, se me ocurre un plan, un plan que no
está motivado por la necesidad de huir; un plan de ataque--. Creo que
vamos a tener que solucionar eso, Max.