Este también os lo dejo hoy ;)) CAPÍTULO 7 DE UNA DIVERGENTE EN LLAMAS Y CON RUNAS. Me encanta la encuesta de si os gusta esta historia: 3 Ha sido mi primer amor !!!! No la dejes nunca y 2 Me gusta ;))
También la de si queréis que transforme los 3 libros de Los Juegos del Hambre: 3 Sí, no me dejes sin final!!
OS AMO A TOD@S VOSOTR@S POR VOTAR!!!!!!!!!!!!!!!!!
Este capítulo en especial parece muy bueno, y creo que he encajado muy bien dos piezas al final, así que, decidme que tal os parece ;)) Lo adoro, y espero que vosotros también ;))
Capítulo 7: Sueños inquietantes y noticias que lo son todavía más
Mi noche se llena de sueños inquietantes. La cara de la
chica pelirroja se entremezcla con imágenes sangrientas de los anteriores
Juegos del Hambre, con mi madre retraída e inalcanzable, y con Prim escuálida y
aterrorizada en un callejón bajo la lluvia. Todo da vueltas y pierdo de vista a
mi Prim. Estoy atada a la alambrada del Distrito. Las púas metálicas hacen que
mis muñecas sangren y me retuerza de dolor, pero eso no es lo peor; lo peor es
ver esto sin poder evitar nada. Jace le grita cosas horribles a Clary, y esta
llora tanto… Corre hacia el bosque. Yo le grito que vuelva, es peligroso ¿No
sabe que hay nuevos mutos? Isabelle corre tras ella y pasa lo impensable; falla
con su látigo. Veo la cabeza de Cuatro rodar por el suelo, su cuerpo se
mantiene de pie unos segundos, aún sujetando el cuchillo que iba a lanzar,
antes de desplomarse. Alec empieza a reírse porque le parece gracioso, y poco
después Gale y Simon se unen a él. ¿¡Qué demonios les pasa!? Tris corre
llorando hacia el cuerpo de Cuatro, con la cabeza entre sus manos. Deja la
cabeza en su regazo mientras llora sobre su frío pecho, rogándole que vuelva.
Se me parte el alma y lloro, pero no tanto como para que impida verlo. Tris
coge el cuchillo que sostenía Cuatro y se lo clava en el estómago. Un grito
sale de mi garganta, ya tarde. Tras los pinos algo se acerca. Clary aparece
entre los brazos de Peeta, con una raja rojiza en el cuello. Cuando la sangre
mancha su pelo no se nota, son del mismo tono. --Lo siento, pero es que ella
confió en mí-- dice Peeta sonriendo. Caigo sobre mis rodillas, y se manchan de
polvo de carbón. Me cuesta respirar, ya no estoy en la pradera. Veo a mi padre
entrar, pero sé que no volverá a salir. Me despierto gritándole que corra,
justo antes de que la mina estalle en un millón de mortíferas chispas de luz.
El alba empieza a entrar por las ventanas, y el Capitolio
tiene un aire brumoso y encantado. Me duele la cabeza y me parece que me he
mordido el interior de la mejilla por la noche; lo compruebo con la lengua y
noto el sabor a sangre.
Salgo de la cama poco a poco y me meto en la ducha, donde
pulso botones al azar en el panel de control y termino dando saltitos para
soportar los chorros alternos de agua helada y agua abrasadora que me atacan.
Después me cae una avalancha de espuma con olor a limón que al final tengo que
rasparme del cuerpo con un cepillo de cerdas duras. En fin, al menos me ha
puesto la circulación en marcha. Después de secarme e hidratarme con crema,
encuentro un traje que me han dejado delante del armario: pantalones negros
ajustados, una túnica de manga larga color burdeos y zapatos de cuero. Me
recojo el pelo en una trenza. Es la primera vez, desde la mañana de la cosecha,
que me parezco a mí misma: nada de peinados y ropa elegantes, nada de capas en
llamas, sólo yo, con el aspecto que tendría si fuera al bosque. Eso me calma,
aunque aún me atacan recuerdos de ese sueño que mancillan a mi bosque y a la
pradera como si aún fueran las tumbas de mis amigos.
Haymitch no nos había dado una hora exacta para desayunar y
nadie me había llamado, pero tengo tanta hambre que me dirijo al comedor
esperando encontrar comida. Lo que encuentro no me decepciona: aunque la mesa
principal está vacía, en una larga mesa de un lateral hay al menos veinte
platos. Un joven, un avox, espera instrucciones junto al banquete. Cuando le
pregunto si puedo servirme yo misma, asiente. Me preparo un plato con huevos,
salchichas, pasteles cubiertos de confitura de naranja y rodajas de melón
morado claro. Mientras me atiborro, observo la salida del sol sobre el
Capitolio. Me sirvo un segundo plato de cereales calientes cubiertos de
estofado de ternera. Finalmente, lleno uno de los platos con panecillos y me siento
en la mesa, donde me dedico a cortarlos en trocitos y mojarlos en el chocolate
caliente, como había hecho Peeta en el tren. Empiezo a pensar en mi madre y
Prim; ya estarán levantadas. Mi madre preparará el desayuno de gachas y Prim
ordeñará su cabra antes de irse al colegio. Hace tan sólo dos mañanas, yo
estaba en casa. ¿Dos? Sí, sólo dos. Ahora la casa me parece vacía, incluso
desde tan lejos. ¿Qué dijeron anoche sobre mi fogoso debut en los juegos? ¿Les
dio esperanzas o se asustaron más al ver la realidad de aquellos veinticuatro
tributos juntos, sabiendo que sólo uno podría sobrevivir?
Haymitch y Peeta entran en el comedor y me dan los buenos
días, para después pasar a llenarse los platos. Me irrita que Peeta lleve
exactamente la misma ropa que yo; tengo que comentarle algo a Cinna, porque
este juego de los gemelos nos va a estallar en la cara cuando empiece la
competición; seguro que lo saben. Entonces recuerdo que Haymitch me dijo que
hiciera todo lo que me ordenasen los estilistas. De haber sido otra persona y
no Cinna, habría sentido la tentación de no hacerle caso, pero después del
triunfo de anoche no tengo mucho que criticar.
El entrenamiento me pone nerviosa. Hay tres días para que
todos los tributos practiquen juntos. La última tarde tendremos la oportunidad
de actuar en privado delante de los Vigilantes de los juegos. La idea de
encontrarme cara a cara con los demás tributos me revuelve las tripas; empiezo
a darle vueltas al panecillo que acabo de coger de la cesta, pero se me ha
quitado el apetito. Después de comerse varios platos de estofado, Haymitch
suspira, satisfecho, saca una petaca del bolsillo, le da un buen trago y apoya
los codos en la mesa.
--Bueno, vayamos al asunto: el entrenamiento. En primer
lugar, si queréis, podéis entrenaros por separado. Decididlo ahora.
--¿Por qué íbamos a querer hacerlo por separado? --pregunto.
--Supón que tienes una habilidad secreta que no quieres que
conozcan los demás.
--No tengo ninguna --dice Peeta, en respuesta a mi mirada--.
Y ya sé cuál es la tuya, ¿no? Me he comido más de una de tus ardillas.
No se me había ocurrido que Peeta probase las ardillas que
yo cazaba; siempre me había imaginado que el panadero las freía en secreto para
comérselas él. No por glotonería, sino porque las familias de la ciudad suelen
comer la carne de la carnicera, que es más cara: ternera, pollo y caballo.
--Puedes entrenarnos juntos --le digo a Haymitch. Peeta
asiente.
--De acuerdo, pues dadme alguna idea de lo que sabéis hacer.
--Yo no sé hacer nada --responde Peeta--, a no ser que
cuente el saber hacer pan.
--Lo siento, pero no cuenta. Katniss, ya sé que eres buena
con el cuchillo.
--La verdad es que no, pero sé cazar. Con arco y flechas.
--¿Y se te da bien? --pregunta Haymitch. Tengo que
pensármelo. Llevo cuatro años encargándome de poner comida en la mesa, lo que
no es moco de pavo. No soy tan buena como mi padre, pero él tenía más práctica.
Apunto mejor que Gale, pero yo tengo más práctica; él es un genio de las
trampas.
--No se me da mal --respondo.
--Es excelente --dice Peeta--. Mi padre le compra las
ardillas y siempre comenta que la flecha nunca agujerea el cuerpo, siempre le
da en un ojo. Igual con los conejos que le vende a la carnicera, y hasta es
capaz de cazar ciervos.
Esta evaluación de mis habilidades me pilla completamente
desprevenida. En primer lugar, el hecho de que se haya dado cuenta, y, en
segundo, que me esté halagando así.
--¿Qué haces? --le pregunto, suspicaz.
--¿Y qué haces tú? Si quieres que Haymitch te ayude, tiene
que saber de lo que eres capaz. No te subestimes.
--¿Y tú qué? --pregunto, a la defensiva; por algún motivo,
su comentario me sienta mal--. Te he visto en el mercado, puedes levantar sacos
de harina de cuarenta y cinco kilos. Díselo. Sí que sabes hacer algo.
--Sí, y seguro que el estadio estará lleno de sacos de
harina para que se los lance a la gente. No es como que a uno se le dé bien
manejar armas, ya lo sabes.
--Se le da bien la lucha libre --le digo a Haymitch--. Quedó
el segundo en la competición del colegio del año pasado, por detrás de su
hermano.
--¿Y de qué sirve eso? ¿Cuántas veces has visto matar a
alguien así? --pregunta Peeta, disgustado.
--Siempre está el combate cuerpo a cuerpo. Sólo necesitas
hacerte con un cuchillo y, al menos, tendrás una oportunidad. Si me atrapan,
¡estoy muerta!
Noto que empiezo a subir el tono.
--¡Pero no lo harán! Estarás viviendo en lo alto de un
árbol, alimentándote de ardillas crudas y disparando flechas a la gente. ¿Sabes
qué me dijo mi madre cuando vino a despedirse, como si quisiera darme ánimos? Me
dijo que quizá el Distrito 12 tuviese por fin un ganador este año. Entonces me
di cuenta de que no se refería a mí. ¡Se refería a ti! --estalla Peeta.
--Vamos, se refería a ti --digo, quitándole importancia con
un gesto de la mano.
--Dijo: «Esa chica sí que es una superviviente». Esa chica.
Eso me detiene en seco. ¿De verdad le dijo su madre eso
sobre mí? ¿Me valoraba más que a su hijo? Veo el dolor en los ojos de Peeta y
sé que no me miente.De repente, me encuentro detrás de la panadería, y siento
la tripa vacía y el frío de la lluvia bajándome por la espalda; cuando vuelvo a
hablar, parece que tengo once años:
--Pero sólo porque alguien me ayudó.
Los ojos de Peeta se clavan en el panecillo que tengo en la
mano, y yo sé que también recuerda aquel día. Sin embargo, se encoge de
hombros.
--La gente te ayudará en el estadio. Estarán deseando
patrocinarte.
--Igual que a ti.
--No lo entiende --dice Peeta, dirigiéndose a Haymitch y
poniendo los ojos en blanco--. No entiende el efecto que ejerce en los demás.
Acaricia los nudos de la madera de la mesa y se niega a
mirarme. ¿Qué narices quiere decir? ¿Que la gente me ayuda? ¡Cuando me moría de
hambre no me ayudó nadie! Nadie salvo él. Las cosas cambiaron una vez tuve algo
con lo que comerciar; soy buena negociando..., ¿o no? ¿Qué efecto ejerzo en la
gente? ¿Creen que soy débil y necesitada? ¿Está insinuando que consigo buenos
tratos porque le doy pena a la gente? Intento analizar si es cierto. Quizás
algunos de los comerciantes fuesen algo generosos en los trueques, pero siempre
lo había atribuido a su larga relación con mi padre. Además, mis presas son de
primera calidad. ¡No le doy pena a nadie! Miro con rabia el panecillo, segura
de que lo ha dicho para insultarme. Al cabo de un minuto, Haymitch interviene.
--Bueno, de acuerdo. Bien, bien, bien. Katniss, no podemos
garantizar que encuentres arcos y flechas en el estadio, pero, durante tu
sesión privada con los Vigilantes, enséñales lo que sabes hacer. Hasta
entonces, mantente lejos de los arcos. ¿Se te dan bien las trampas?
--Sé unas cuantas básicas --mascullo.
--Eso puede ser importante para la comida --dice Haymitch--.
Y, Peeta, ella tiene razón: no subestimes el valor de la fuerza en el campo de
batalla. A menudo la fuerza física le da la ventaja definitiva a un jugador. En
el Centro de Entrenamiento tendrán pesas, pero no les muestres a los demás
tributos lo que eres capaz de levantar. El plan será igual para los dos: id a
los entrenamientos en grupo; pasad algún tiempo aprendiendo algo que no sepáis;
tirad lanzas, utilizad mazas o aprended a hacer buenos nudos. Sin embargo,
guardaos lo que mejor se os dé para las sesiones privadas. ¿Está claro? --Peeta
y yo asentimos--. Una última cosa. En público, quiero que estéis juntos en todo
momento. --Los dos empezamos a protestar, y Haymitch golpea la mesa con la
palma de la mano--. ¡En todo momento! ¡Fin de la discusión! ¡Acordasteis hacer
lo que yo dijera! Estaréis juntos y seréis amables el uno con el otro. Ahora,
salid de aquí. Reuníos con Effie en el ascensor a las diez para el
entrenamiento.
Me muerdo el labio y vuelvo de mal humor a mi habitación,
asegurándome de que Peeta pueda oír que cierro de un portazo. Me siento en la
cama, odiando a Haymitch, odiando a Peeta, odiándome a mí misma por mencionar
aquel día lejano bajo la lluvia.¡Menuda broma! ¡Peeta y yo fingiendo ser
amigos! Ensalzamos las habilidades del otro, insistimos en que no se
subestime... Debe de ser una broma, porque en algún momento tendremos que
abandonar la farsa y aceptar que somos adversarios a muerte. Estaría dispuesta
a hacerlo ahora mismo, si no fuese por la estúpida orden de Haymitch, que nos
obliga a permanecer juntos durante el entrenamiento. Supongo que es culpa mía
por decirle que no tenía por qué entrenarnos por separado. Sin embargo, eso no
quiere decir que quiera hacerlo todo con Peeta, quien, por cierto, está claro
que tampoco quiere tenerme de compañera.
Oigo en mi cabeza la voz de Peeta: «No entiende el efecto
que ejerce en los demás». Lo decía para menospreciarme, ¿no? Aunque una diminuta
parte de mí se pregunta si no sería un piropo, si no querría decir que tengo
algún tipo de atractivo. Es raro que me haya prestado tanta atención, como, por
ejemplo, con lo de la caza. Y, al parecer, yo tampoco era tan ajena a él como
creía: la harina, la lucha libre... Le he seguido la pista al chico del pan.
Son casi las diez. Me cepillo los dientes y me peino de
nuevo. Los nervios por encontrarme con los demás tributos bloquean
temporalmente el enfado, aunque ahora noto que aumenta mi ansiedad. Cuando me
reúno con Effie y Peeta en el ascensor, noto que me estoy mordiendo las uñas y
paro de inmediato.
Las salas de entrenamiento están bajo el nivel del suelo de
nuestro edificio. El trayecto en ascensor es de menos de un minuto, y después
las puertas se abren para dejarnos ver un gimnasio lleno de armas y pistas de
obstáculos. Todavía no son las diez, pero somos los últimos en llegar. Los
otros tributos están reunidos en un círculo muy tenso, con un trozo de tela
prendido a la camisa en el que se puede leer el número de su distrito. Mientras
alguien me pone el número doce en la espalda, hago una evaluación rápida: Peeta
y yo somos la única pareja que va vestida de la misma forma. En cuanto nos
unimos al círculo, la entrenadora jefe, una mujer alta y atlética llamada
Atala, da un paso adelante y nos empieza a explicar el horario de
entrenamiento.
--Pero antes tengo que anunciar una importante noticia de
última hora --dice con voz grave ¿Ha decidido que no nos darán de comer antes
de los juegos para que sea más interesante? ¿Iremos todos desnudos? El 1 con
diamantes pegados por todo el cuerpo, el 4 con algas a modo de ropa interior,
nosotros con el polvo de carbón… Antes de que pueda pensar más incoherencias
sigue hablando-- El tributo masculino del Distrito 4 ha fallecido. --Monstruos.
El tributo del Distrito 4 era un niño de doce años que no podía respirar bien
mientras iba hacia el escenario, ¿cómo esperaban que aguantara esta presión?--
Anoche tuvo un ataque de asma, y no pudo ser atendido a tiempo. Como sustituto
hemos elegido al tributo que más características compartía con él. --Oh, Dios.
Otro niño de doce-- Max Lightwood --Las puertas de la sala de entrenamiento se
abren dejando ver una pequeña silueta que conozco bien-- del Distrito 12.
Peeta me sujeta por el brazo, pero todavía no me he
desplomado. Entrelazo mi mano con la suya para estabilizarme y cuando lo
consigo la suelto con rudeza. Ahora él no me importa, solo el pequeño Max.
¿Cómo ha acabado aquí? El 12 ya ha dado dos tributos ¿Por qué este año tres?
Max me mira mientras da pequeños pasitos hacia el círculo. No aguanto más.
Salgo corriendo hacia él y me acuclillo enfrente suyo.
--Todo saldrá bien --le digo mientras sostengo su cabeza
entre mis manos. Asiente y me abraza. Dios, que fuerza de voluntad para no
llorar ¿Y ahora qué? ¿Quién vive y quién muere? Me levanto como puedo y ahora
me doy cuenta de que Peeta está a mí lado.
--Vamos --susurra tranquilo mientras pone una mano en mí
hombro. Eso también me rompe e corazón. ¿No puede parar de jugar a este juego
ni ahora? Claro que no, porque ya estamos jugando. Pongo mi cuerpo entre Max y
los demás tributos mientras volvemos caminando lentamente al círculo. Todos nos
miran sin pudor alguna, y yo frunzo el ceño y sigo protegiendo a Max con mi
cuerpo de ellos. Peeta también lo hace, y la verdad intimida más. En el fondo
se lo agradezco, esto no le hace falta para jugar y ganar, ¿No?
Atala sigue hablando en cuanto paramos y ocupamos nuestro
sitio. En cada puesto habrá un experto en la habilidad en cuestión, y nosotros
podremos ir de una zona a otra como queramos, según las instrucciones de
nuestros mentores. Algunos puestos enseñan tácticas de supervivencia y otros
técnicas de lucha. Está prohibido realizar ejercicios de combate con otro
tributo. Tenemos ayudantes a mano si queremos practicar con un compañero.
Cuando Atala empieza a leer la lista de habilidades, no puedo evitar fijarme en
los demás chicos. Es la primera vez que estamos reunidos en tierra firme y con
ropa normal. Se me cae el alma a los pies: casi todos los chicos, y al menos la
mitad de las chicas, son más grandes que yo, aunque muchos han pasado hambre.
Se les nota en los huesos, en la piel, en la mirada vacía. Puede que yo sea más
bajita de nacimiento, pero, en general, el ingenio de mi familia me da una
ventaja en el estadio. Me pongo derecha y sé que, aunque esté delgada, soy
fuerte y podré hacerlo; la carne y las plantas del bosque, junto con el
ejercicio necesario para conseguirlas, me han proporcionado un cuerpo más sano
que los que veo a mí alrededor. ¿Pero qué hago? Max está aún temblando detrás
de mí, y yo lo olvido. Veo por el rabillo del ojo como Peeta coge su diminuta
mano y para de temblar; yo también lo haría si pudiera permitirme temblar y
confiar en él.
Las excepciones son los chicos de los distritos más ricos,
los voluntarios, a los que alimentan y entrenan toda la vida para este momento.
Los tributos del 1, 2 y 4 suelen tener ese aspecto. En teoría, va contra las
reglas entrenar a los tributos antes de llegar al Capitolio, cosa que sucede
todos los años. En el Distrito 12 los llamamos tributos profesionales o sólo
profesionales, y casi siempre son los que ganan.
La ligera ventaja que tenía al entrar en el Centro de
Entrenamiento, mi fogoso debut de anoche, parece desvanecerse ante mis
competidores. Los otros tributos nos tenían celos, pero no porque fuésemos
asombrosos, sino porque lo eran nuestros estilistas. Ahora no veo nada más que
desprecio en las caras de los tributos profesionales. Cualquiera de ellos pesa
de veinte a cuarenta kilos más que yo, y proyectan arrogancia y brutalidad.
Cuando Atala nos deja marchar, van directos a las armas de aspecto más
mortífero del gimnasio y las manejan con soltura.
Estoy pensando que es una suerte que se me dé bien correr,
cuando Peeta me da un codazo y yo pego un bote. Sigue a mi lado, como nos ha
dicho Haymitch.
--¿Por dónde te gustaría empezar? --me pregunta, serio.
Echo un vistazo a los tributos profesionales, que presumen
de su habilidad en un claro intento de intimidar a los demás. Después a los
otros, los desnutridos y los incompetentes, que reciben sus primeras clases de
cuchillo o hacha sin dejar de temblar.
--¿Y si atamos unos cuantos nudos?
--Buena idea --contesta Peeta.
Nos acercamos arrastrando a Max a un puesto vacío. El
entrenador parece encantado de tener alumnos; da la impresión de que la clase
de hacer nudos no está teniendo mucho éxito. Cuando ve que sé algo sobre
trampas, nos enseña una sencilla y magnífica que dejaría a un competidor humano
colgado de un árbol por la pierna. Nos concentramos en ella durante una hora
hasta que los dos dominamos la técnica; Max parece haberlo pillado antes,
aunque no tiene mucha fuerza para asegurar el nudo. Pasamos al puesto de
camuflaje. Peeta parece disfrutar de verdad con él y se dedica a mezclar lodo,
arcilla y jugos de bayas sobre su pálida piel, y a trenzar disfraces con vides
y hojas. El entrenador que dirige el puesto está entusiasmado con su trabajo.
--Yo hago los pasteles --me confiesa Peeta.
--¿Los pasteles? --pregunto, porque estaba ocupada
observando al chico del Distrito 2, que acababa de atravesar el corazón de un
muñeco con una lanza a trece metros de distancia--. ¿Qué pasteles?
--En casa. Los glaseados, para la panadería.
Se refiere a los que tienen en exposición en los escaparates
de la tienda: pasteles elegantes con flores y cosas bonitas pintadas en el
glaseado. Son para cumpleaños y Año Nuevo. Cuando estamos en la plaza, Prim
siempre me arrastra hasta allí para admirarlos, aunque nunca hemos podido
permitirnos uno. Sin embargo, en el Distrito 12 hay poca belleza, así que no
puedo negarle ese gusto.
Empiezo a mirar con un ojo más crítico el diseño del brazo
de Peeta: el dibujo, que alterna luz y sombras, recuerda a la luz del sol
atravesando las hojas de los bosques. Me pregunto cómo lo sabe, porque dudo que
haya cruzado alguna vez la alambrada. ¿Lo habrá sacado con tan sólo mirar el
viejo y esquelético manzano que tiene en su patio? No sé por qué, pero todo
esto (su habilidad, los pasteles inaccesibles, las alabanzas del experto en
camuflaje) me molesta.
--Es encantador, aunque no sé si podrás glasear a alguien
hasta la muerte.
--No te lo creas tanto. Nunca se sabe qué te puedes
encontrar en el campo de batalla. ¿Y si es una tarta gigante...? --empieza a
decir Peeta, provocando que Max sonría.
--¿Y si seguimos? --lo interrumpo.
Los tres días siguientes nos dedicamos a visitar con mucha
tranquilidad los puestos. Debo esforzarme por ser fría con Peeta, pero
sobretodo con Max. Le enseño todo lo que puedo, aunque es bastante listo y eso
me facilita la tarea. También he descubierto que es muy rápido y escurridizo,
lo que nos irá bien. No sé si cuidar de él en la arena, pero se lo debo a los
Lightwood, y además, es que simplemente le quiero como a un hermano. Intento
tratarlo sólo como si fuera su tutora, aunque a veces se me escape algo de
cariño. Peeta es buenísimo con él; me da asco. ¿Cómo puede engañar a sí a un
niño? Acepto que lo haga conmigo, una chica madura que debe notarlo ella misma,
pero ¿un niño de doce años? A veces hasta yo creo que lo hace porque es así,
por buena voluntad; luego veo dónde estamos y las tornas cambian. Aprendemos
algunas cosas útiles, desde hacer fuego hasta tirar cuchillos, pasando por
fabricar refugios. A pesar de la orden de Haymitch de parecer mediocres, Peeta
sobresale en el combate cuerpo a cuerpo y yo arraso sin despeinarme en la
prueba de plantas comestibles. Eso sí, nos mantenemos bien lejos de los arcos y
las pesas, porque queremos reservarlo para las sesiones privadas.
Los Vigilantes aparecen nada más comenzar el primer día. Son
unos veinte hombres y mujeres vestidos con túnicas de color morado intenso. Se
sientan en las gradas que rodean el gimnasio, a veces dan vueltas para
observarnos y tomar notas, y otras veces comen del interminable banquete que
han preparado para ellos, sin hacernos caso. Sin embargo, parecen no quitarnos
los ojos de encima a los tributos del Distrito 12. A veces levanto la cabeza y
veo a uno de ellos mirándome. También hablan con los entrenadores durante nuestras
comidas y los vemos a todos reunidos cuando volvemos.
Tomamos el desayuno y la cena en nuestra planta, pero a
mediodía comemos los veinticuatro en el comedor del gimnasio. Colocan la comida
en carros alrededor de la sala y cada uno se sirve lo que quiere. Los tributos
profesionales tienden a reunirse en torno a una mesa, haciendo mucho ruido,
como si desearan demostrar su superioridad, que no tienen miedo de nadie y que
a los demás nos consideran insignificantes. Casi todos los demás tributos se
sientan solos, como ovejas perdidas. Nadie nos dice nada; yo como con Max, y
Peeta se une a nosotros, y, como Haymitch no deja de insistir en ello,
intentamos mantener una conversación amistosa durante las comidas.No es fácil
encontrar un tema: hablar de casa resulta doloroso; hablar del presente es
insoportable. Un día Peeta vacía nuestra cesta del pan y comenta que han
procurado incluir panes de todos los distritos, además del refinado pan del
Capitolio. La barra con forma de pez y teñida de verde con algas es del
Distrito 4; el rollo con forma de media luna y semillas, del Distrito 11. Por
algún motivo, aunque estén hechos de lo mismo, me parecen mucho más apetitosos
que las feas galletas fritas que solemos tomar en casa.
--Y eso es todo --dice Peeta, volviendo a meter el pan en la
cesta.
--Tú sí que sabes --le dice Max mirándolo como si fuera su
ídolo.
--Sólo de pan. --le responde sonriente. Fija una mirada
seria en mí, puede permitírselo porque está de espaldas a los demás tributos;
sino le habría pintado yo una con un puñetazo--Vale, ríete como si hubiese
dicho algo gracioso. --Los dos dejamos escapar una carcajada más o menos
convincente y no hacemos caso de las miradas que nos dirigen los demás--. De
acuerdo, seguiré sonriendo amablemente mientras hablas tú --dice Peeta.
La orden de Haymitch de que parezcamos amigos nos está
desgastando a los dos, porque, desde que di el portazo, se ha levantado una
barrera entre nosotros. En fin, tenemos que obedecer.
--¿Te he contado ya que una vez me persiguió un oso?
--No, pero suena fascinante.
Intento poner cara de interés mientras recuerdo el suceso,
una historia real, en la que reté como una idiota a un oso negro por el derecho
a quedarme con una colmena. Max y Peeta se ríen. Él me hace preguntas en el
momento preciso; esto se le da mucho mejor que a mí.
El segundo día, mientras estamos intentando el tiro de
lanza, me susurra:
--Creo que tenemos una sombra.
Lanzo y veo que no se me da demasiado mal, siempre que no
esté muy lejos; entonces localizo a la niña del Distrito 11 detrás de nosotros,
observándonos. Es la de doce años, la que me recordaba tanto a Prim y a Max por
su estatura. De cerca aparenta sólo diez; sus ojos son oscuros y brillantes, su
piel es de un marrón sedoso y está ligeramente de puntillas, con los brazos
extendidos junto a los costados, como si estuviese lista para salir volando
ante cualquier sonido. Es imposible mirarla y no pensar en un pájaro. Cojo otra
lanza mientras Peeta tira.
--Creo que se llama Rue --me dice en voz baja.
Me muerdo el labio. Rue, la armaga, una pequeña flor
amarilla que crece en la Pradera. Rue..., Prim... Ninguna pasa de los treinta
kilos, ni empapadas de agua.
--¿Qué podemos hacer? --le pregunto, en un tono más duro de
lo que pretendo.
--Nada, sólo hablar.
Ahora que sé que está aquí, me resulta difícil no hacer caso
de la niña. Max insiste en saludarla, pero no le dejo. No puede hacerse amigo
de alguien que en unos días deseará que esté muerta; y yo tampoco. Se acerca
con sigilo y se une a nosotros en distintos puestos; como a mí, se le dan bien
las plantas, trepa con habilidad y tiene buena puntería. Acierta siempre con la
honda, aunque ¿de qué sirve una honda contra un chico de cien kilos con una
espada?
De vuelta en la planta del Distrito 12, Haymitch y Effie nos
acribillan a preguntas durante el desayuno y la cena sobre todo lo ocurrido a
lo largo del día: qué hemos hecho, quién nos ha observado, cómo son los demás
tributos. Cinna y Portia no están por aquí, así que no hay nadie que aporte
algo de cordura a las comidas; tampoco es que Haymitch y Effie sigan
peleándose, sino todo lo contrario: parecen haber hecho pina y estar decididos
a prepararnos como sea. Están llenos de interminables instrucciones sobre qué
deberíamos hacer y qué no durante los entrenamientos. Peeta tiene más
paciencia; yo estoy harta y me vuelvo maleducada. Cuando por fin escapo a la
cama la segunda noche, Peeta masculla:
--Alguien debería darle una copa a Haymitch.
Dejo escapar un ruido que está a medio camino entre un
bufido y una carcajada, pero después me contengo. Intentar saber cuándo somos
supuestamente amigos y cuándo no me está volviendo loca. Al menos en el estadio
estará claro lo que hay.
--No, no finjamos si no hay nadie delante.
--Vale, Katniss --responde él, con cansancio.
Después de eso sólo hablamos delante de los demás. El tercer
día de entrenamiento empiezan a llamarnos a la hora de la comida para nuestras
sesiones privadas con los Vigilantes. Distrito a distrito, primero el chico y
luego la chica. Como siempre, el Distrito 12 se queda para el final, así que
esperamos en el comedor, sin saber bien qué hacer. Nadie regresa después de la
sesión. Max se va; hemos quedado en que intentará demostrar lo rápido, ligero y
sigiloso que es escalando por las distintas estructuras. Ya arriba se moverá por
ellas saltando de una a otra. Espero que la vaya bien.
Conforme se vacía la sala, la presión por parecer amigos se
aligera y, cuando por fin llaman a Rue, nos quedamos solos. Permanecemos
sentados, en silencio, hasta que llaman a Peeta y él se levanta.
--Recuerda lo que dijo Haymitch sobre tirar las pesas --dice
mi boca sin pedirme permiso.
--Gracias, lo haré. Y tú... dispara bien.
Asiento con la cabeza; no sé por qué he dicho nada, aunque,
si pierdo, me gustaría que Peeta ganase. Sería mejor para nuestro distrito,
mejor para Prim y mi madre. No, no, no, si no gano yo debe ganar Max; aunque
Abnegación no reciba ni una miga.
Después de quince minutos, me llaman. Me aliso el pelo,
enderezo los hombros y entro en el gimnasio. Al instante, sé que tengo problemas,
porque los Vigilantes llevan demasiado tiempo aquí dentro y ya han visto otras
veintitrés demostraciones. Además, casi todos han bebido demasiado vino y
quieren irse a casa de una vez. No puedo hacer más que seguir con el plan: me
dirijo al puesto de tiro con arco. ¡Ah, las armas! ¡Llevo días deseando
ponerles las manos encima! Arcos hechos de madera, plástico, metal y materiales
que ni siquiera sé nombrar. Flechas con plumas cortadas en líneas perfectamente
uniformes. Escojo un arco, lo tenso y me echo al hombro el carcaj de flechas a
juego. Hay un campo de tiro que me parece demasiado limitado, dianas estándar y
siluetas humanas. Me dirijo al centro del gimnasio y escojo el primer objetivo:
el muñeco de las prácticas de cuchillo. Sin embargo, cuando empiezo a tirar de
la flecha, sé que algo va mal: la cuerda está más tensa que la de los arcos de
casa y la flecha es más rígida. Me quedo a cinco centímetros de darle al muñeco
y pierdo la poca atención que me había ganado. Durante un instante me siento humillada,
pero después vuelvo a la diana, y disparo una y otra vez hasta que me
acostumbro a las armas nuevas. De vuelta al centro del gimnasio, me pongo en la
posición inicial y le doy al muñeco justo en el corazón. Después corto la
cuerda que sostiene el saco de arena para boxear. Sin detenerme, ruedo por el
suelo, me levanto apoyada en una rodilla y disparo una flecha a una de las
luces colgantes del alto techo del gimnasio, provocando una lluvia de chispas.
Ha sido una exhibición excelente. Me vuelvo hacia los
Vigilantes y veo que algunos me dan su aprobación, pero que la mayoría sigue
concentrada en un cerdo asado que acaba de llegar a la mesa. De repente, me
pongo furiosa, me quema la sangre el que, con mi vida en juego, ni siquiera
tengan la decencia de prestarme atención, que me eclipse un cerdo muerto.
Empieza a latirme el corazón muy deprisa, me arde la cara y, sin pensar, saco
una flecha del carcaj y la envió directamente a la mesa de los Vigilantes. Oigo
gritos de alarma y veo que la gente retrocede, pasmada; la flecha da en la
manzana que tiene el cerdo en la boca y la clava en la pared que hay detrás.
Todos me miran, incrédulos.
--Gracias por su tiempo --digo; después hago una breve
reverencia y me dirijo a la salida sin esperar a que me den permiso.