No digo más:
Capítulo 4: Durante mi viaje
Durante unos instantes, Peeta y
yo asimilamos la escena de nuestro mentor intentando levantarse del charco de
porquería resbaladiza que ha soltado su estómago. El hedor a vómito y alcohol
puro hace que se me revuelvan las tripas. Nos miramos; está claro que Haymitch
no es gran cosa, pero Effie Trinket tiene razón en algo: una vez en el estadio,
sólo lo tendremos a él. Como si llegáramos a algún tipo de acuerdo silencioso,
Peeta y yo lo cogemos por los brazos y lo ayudamos a levantarse.
--¿He tropezado? --pregunta Haymitch--.
Huele mal.
Se limpia la nariz con la mano
y se mancha la cara de vómito.
--Vamos a llevarte a tu cuarto para limpiarte un poco --dice
Peeta.
Lo llevamos de vuelta a su
compartimento medio a empujones, medio a rastras. Como no podemos dejarlo sobre
la colcha bordada, lo metemos en la bañera y encendemos la ducha; él apenas se
entera.
--No pasa nada --me dice Peeta--. Ya me
encargo yo.
No puedo evitar sentirme un
poco agradecida, ya que lo que menos me apetece en el mundo es desnudar a
Haymitch, limpiarle la porquería del pelo del pecho y meterlo en la cama.
Seguramente, mi compañero intenta causarle buena impresión, ser su favorito
cuando empiecen los juegos. Sin embargo, a juzgar por el estado en el que está,
Haymitch no se acordará de nada mañana.
--Vale, puedo enviar a una de las personas del
Capitolio a ayudarte --le digo, porque hay varias en el tren. Cocinan
para nosotros, nos sirven y nos vigilan; cuidarnos es su trabajo.
--No, no las quiero.
Asiento y vuelvo a mi cuarto.
Entiendo cómo se siente Peeta, yo tampoco puedo soportar a la gente del
Capitolio, pero hacer que se encarguen de Haymitch podría ser una pequeña
venganza, así que medito sobre la razón que lo lleva a insistir en ocuparse de
él, así, de repente. «Es porque está siendo amable. Igual que cuando me regaló
el pan», pienso.
La idea hace que me pare en
seco: un Peeta Mellark amable es mucho más peligroso que uno desagradable. La
gente amable consigue abrirse paso hasta mí y quedárseme dentro, y no puedo
dejar que Peeta lo haga, no en el sitio al que vamos; aunque ya lo haya hecho.
Decido que, desde este momento, debo tener el menor contacto posible con el
hijo del panadero.
Cuando llego a mi habitación,
el tren se detiene en un andén para repostar. Abro rápidamente la ventana, tiro
las galletas que me regaló el padre de Peeta y cierro el cristal de golpe. Se
acabó, no quiero nada más de ninguno de los dos.
Por desgracia, el paquete de
galletas cae al suelo y se abre sobre un grupo de dientes de león que hay junto
a las vías. Sólo lo veo un instante, porque el tren sale de nuevo, pero me
basta con eso; es suficiente para recordarme aquel otro diente de león que vi
en el patio del colegio hace algunos años...
Justo cuando aparté la mirada
del rostro amoratado de Peeta Mellark me encontré con el diente de león y supe
que no todo estaba perdido. Lo arranqué con cuidado y me apresuré a volver a
casa, cogí un cubo y a mi hermana de la mano, y me dirigí a la Pradera; y sí,
estaba llena de aquellas semillas de cabeza dorada. Después de recogerlas,
rebuscamos por el borde interior de la valla a lo largo de un kilómetro y
medio, más o menos, hasta que llenamos el cubo de hojas, tallos y flores de diente
de león. Aquella noche nos atiborramos de ensalada y el resto del pan de la
panadería.
--¿Qué más? --me preguntó Prim--. ¿Qué
más comida podemos encontrar?
--De todo tipo --le prometí--. Sólo tengo
que acordarme.
Mi madre tenía un libro que se
había llevado de la botica de sus padres; las hojas estaban hechas de pergamino
viejo y tenían dibujos a tinta de plantas, junto a los cuales habían escrito en
pulcras letras mayúsculas sus nombres, dónde recogerlas, cuándo florecían y sus
usos médicos. Sin embargo, mi padre añadió otras entradas al libro, plantas
comestibles, no curativas: dientes de león, ombús, cebollas silvestres y pinos.
Prim y yo nos pasamos el resto de la noche estudiando detenidamente aquellas
páginas.
Al día siguiente no teníamos
clases. Durante un rato me quedé en el borde de la Pradera, pero, finalmente,
conseguí reunir el valor necesario para meterme por debajo de la alambrada. Era
la primera vez que estaba allí sola, sin las armas de mi padre para protegerme,
aunque recuperé el pequeño arco y las flechas que había escondido en un árbol
hueco. No me adentré ni veinte metros en los bosques y la mayor parte del
tiempo la pasé subida a las ramas de un viejo roble, con la esperanza de que se
acercara una presa. Después de varias horas, tuve la buena suerte de matar un
conejo. Lo había hecho antes, con la ayuda de mi padre; pero era la primera vez
que lo hacía sola.
Llevábamos varios meses sin
comer carne, así que la imagen del conejo pareció despertar algo dentro de mi
madre. Se levantó, despellejó el animal, e hizo un estofado con la carne y
parte de las verduras que Prim había recogido. Después se quedó como
desconcertada y regresó a la cama, pero, una vez listo el estofado, la
obligamos a comerse un cuenco.
Los bosques se convirtieron en
nuestra salvación, y cada día me adentraba más en sus brazos. A pesar de que al
principio fue algo lento, estaba decidida a alimentarnos; robaba huevos de los
nidos, pescaba peces con una red, a veces lograba disparar a una ardilla o un
conejo para el estofado y recogía las distintas plantas que surgían bajo mis
pies. Las plantas son peligrosas; aunque hay muchas comestibles, si das un paso
en falso estás muerta. Las comparaba varias veces con los dibujos de mi padre
antes de comerlas, y eso nos mantuvo vivas.
Ante cualquier indicio de
peligro, ya fuese un aullido lejano o una rama rota de forma inexplicable,
salía corriendo hacia la alambrada. Después empecé a arriesgarme a subir a los
árboles para escapar de los perros salvajes, que no tardaban en aburrirse y
seguían su camino. Los osos y los gatos vivían más adentro; quizá no les
gustaban la peste y el hollín de nuestro distrito.
El 18 de mayo fui al Edificio
de Justicia, firmé para pedir mi tesela y me llevé a casa el primer lote de
cereales y aceite en el carro de juguete de Prim. Cuando volvía a casa vi un chico vestido totalmente de negro con una
especie de cuchillo. Me quedé con la boca abierta cuando llamó a un tal Vehuiha, y él único que respondió fue el
mismo cuchillo. Fue esa la primera vez que vi a Jace; y que él se dio cuenta
de que yo podía verle. Los días 8 de cada mes tenía derecho a hacer lo mismo,
pero, claro, no podía dejar de cazar y recolectar. El cereal no bastaba para
vivir y había otras cosas que comprar: jabón, leche e hilo. Lo que no fuese
absolutamente necesario consumir, lo llevaba al Quemador. Me daba miedo entrar
allí sin mi padre al lado; sin embargo, la gente lo respetaba y me aceptaba por
él. Al fin y al cabo, una presa era una presa, la derribase quien la derribase.
También vendía en las puertas de atrás de los clientes más ricos de la ciudad,
intentando recordar lo que mi padre me había dicho y aprendiendo unos cuantos
trucos nuevos. La carnicera me compraba los conejos, pero no las ardillas; al
panadero le gustaban las ardillas, pero sólo las aceptaba si no estaba por allí
su mujer; al jefe de los agentes de la paz le encantaba el pavo silvestre y el
alcalde sentía pasión por las fresas.
A finales del verano, estaba
lavándome en un estanque cuando me fijé en las plantas que me rodeaban: altas
con hojas como flechas, y flores con tres pétalos blancos. Me arrodillé en el
agua, metí los dedos en el suave lodo y saqué un puñado de raíces. Eran
tubérculos pequeños y azulados que no parecían gran cosa, pero que, al hervirlos
o asarlos, resultaban tan buenos como las patatas.
--Katniss, la saeta de agua --dije en voz alta.
Era la planta por la que me
pusieron ese nombre; recordé a mi padre decir, en broma: «Mientras puedas
encontrarte, no te morirás de hambre».
Me pasé varias horas agitando
el lecho del estanque con los dedos de los pies y un palo, recogiendo los
tubérculos que flotaban hasta la superficie. Aquella noche nos dimos un
banquete de pescado y raíces de saeta hasta que, por primera vez en meses, las
tres nos llenamos.
Poco a poco, mi madre volvió
con nosotras. Empezó a limpiar, cocinar y poner en conserva para el invierno
algunos de los alimentos que yo llevaba. La gente pagaba en especie o con
dinero por sus remedios medicinales y, un día, la oí cantar. La señora
Lightwood la ayudó mucho a conseguirlo. Yo no sabía que era una vieja amiga, y menos que era la madre de ese muchacho vestido de negro que parecía loco
llamando a sus cuchillo. Era como si yo llamara a mí arco la pequeña Aiyana, o
mí querido Kasa; realmente absurdo. Un día apareció con ella en mi puerta, y yo
me puse a gritarle como una loca que se alejara, que en mí casa no entraba. Al
final, muy al final, la señora Lightwood me convenció, y Jace fue acercándose
poco a poco, hasta ser como hermanos.
Prim estaba encantada con
ellos, y sobre todo de tenerla de vuelta, mientras que yo seguía observándola,
esperando que desapareciese otra vez; no confiaba en ella. Además, un lugar
pequeño y retorcido de mi interior la odiaba por su debilidad, por su negligencia,
por los meses que nos había hecho pasar. Mi hermana la perdonó y yo me alejé de
ella, había levantado un muro para protegerme de necesitarla y nada volvería a
ser lo mismo entre nosotras.
Y ahora voy a morir sin haberlo
arreglado. Pienso en cómo le he gritado hoy en el Edificio de Justicia, aunque
también le dije que la quería. A lo mejor ambas cosas se compensan.
Me quedo mirando por la ventana
del tren un rato, deseando poder abrirla de nuevo, pero sin saber qué pasaría
si lo hiciera a tanta velocidad. A lo lejos veo las luces de otro distrito. ¿El
7? ¿El 10? No lo sé. Pienso en los habitantes dentro de sus casas, preparándose
para acostarse. Me imagino mi casa, con las persianas bien cerradas. ¿Qué
estarán haciendo mi madre y Prim? ¿Habrán sido capaces de cenar el guiso de
pescado y las fresas? ¿O estará todo intacto en los platos? ¿Habrán visto el
resumen de los acontecimientos del día en el viejo televisor que tenemos en la
mesa pegada a la pared? Seguro que han llorado más. ¿Estará resistiendo mi
madre, estará siendo fuerte por Prim? ¿O habrá empezado a marcharse, a
descargar el peso del mundo sobre los frágiles hombros de mi hermana?
Sin duda, esta noche dormirán
juntas. Me consuela que el viejo zarrapastroso de Buttercup se haya
colocado en la cama para proteger a Prim. Si llora, él se abrirá paso hasta sus
brazos y se acurrucará allí hasta que se calme y se quede dormida. Cómo me
alegro de no haberlo ahogado.
Pensar en mi casa me mata de
soledad. ¿Y mis amigos? Espero que aguanten, y que den ánimos a mí madre y
Prim; sé que Jace lo hará. Ha sido un día interminable. ¿Cómo es posible que
Gale y yo estuviéramos recogiendo moras esta misma mañana? Es como si hubiese
pasado en otra vida, como un largo sueño que se va deteriorando hasta convertirse
en pesadilla. Si consigo dormirme, quizá me despierte en el Distrito 12, el
lugar al que pertenezco.
Seguro que hay muchos camisones
en la cómoda, pero me quito la camisa y los pantalones, y me acuesto en ropa
interior. Las sábanas son de una tela suave y sedosa, con un edredón grueso y
esponjoso que me calienta de inmediato.
Si voy a llorar, será mejor que
lo haga ahora; por la mañana podré arreglar el estropicio que me hagan las
lágrimas en la cara. Sin embargo, no lo consigo, estoy demasiado cansada o
entumecida para llorar, sólo quiero estar en otra parte; así que dejo que el
tren me meza hasta sumergirme en el olvido.
Está entrando luz gris a través
de las cortinas cuando me despiertan unos golpecitos. Oigo la voz de Effie
Trinket llamándome para que me levante.
--¡Arriba, arriba, arriba! ¡Va a ser un día muy, muy,
muy importante!
Durante un instante intento
imaginarme cómo será el interior de la cabeza de esta mujer. ¿Qué pensamientos
llenan las horas en que está despierta? ¿Qué sueños tiene por las noches? No
tengo ni idea.
Me vuelvo a poner el traje
verde porque no está muy sucio, sólo algo arrugado por haberse pasado la noche
en el suelo. Recorro con los dedos el círculo que rodea al pequeño sinsajo de
oro y pienso en los bosques, en mi padre, y en mi madre y Prim levantándose,
teniendo que enfrentarse al día. He dormido sin deshacer las intrincadas
trenzas con las que me peinó mi madre para la cosecha; como todavía tienen buen
aspecto, me dejo el pelo como está. Da igual: no podemos estar lejos del
Capitolio y, cuando lleguemos a la ciudad, mi estilista decidirá el aspecto que
voy a tener en las ceremonias de inauguración de esta noche. Sólo espero que no
crea que la desnudez es el último grito en moda.
Cuando entro en el vagón
comedor, Effie Trinket se acerca a mí con una taza de café solo; está
murmurando obscenidades entre dientes. Haymitch se está riendo disimuladamente,
con la cara hinchada y roja de los abusos del día anterior. Peeta tiene un
panecillo en la mano y parece algo avergonzado.
--¡Siéntate! ¡Siéntate! --exclama Haymitch,
haciendo señas con la mano.
En cuanto lo hago, me sirven
una enorme bandeja de comida: huevos, jamón y montañas de patatas fritas. Hay
un frutero metido en hielo, para que la fruta se mantenga fresca, y tengo
delante una cesta de panecillos que habrían servido para alimentar a toda mi
familia durante una semana. También hay un elegante vaso con zumo de naranja;
bueno, creo que es zumo de naranja. Sólo he probado las naranjas una vez, en
Año Nuevo, porque mi padre compró una como regalo especial. Una taza de café;
mi madre adora el café, aunque casi nunca podemos permitírnoslo, pero a mí me
parece aguado y amargo. Al lado hay una taza con algo de color marrón intenso
que nunca había visto antes.
--Lo llaman chocolate caliente --me dice Peeta--.
Está bueno.
Pruebo un trago del líquido
caliente, dulce y cremoso, y me recorre un escalofrío. Aunque el resto de la
comida me llama, no le hago caso hasta que termino la taza. Después me atiborro
de todo lo que puedo, procurando no pasarme con los alimentos más grasos. Mi
madre me dijo una vez que siempre comía como si no fuera a volver a ver la
comida, y yo le respondí: «No la volveré a ver si no la traigo yo». Eso le
cerró la boca.
Cuando siento que el estómago
me va a estallar, me echo hacia atrás y observo a mis compañeros de desayuno.
Peeta sigue comiendo, troceando los panecillos para mojarlos en el chocolate
caliente. Haymitch no le ha prestado mucha atención a su bandeja, pero está
tragándose un vaso de zumo rojo que no deja de mezclar con un líquido
transparente que saca de una botella. A juzgar por el olor, es algún tipo de
alcohol. No conozco a Haymitch, aunque lo he visto a menudo en el Quemador,
tirando puñados de dinero sobre el mostrador de la mujer que vende licor
blanco. Estará diciendo incoherencias cuando lleguemos al Capitolio.
Me doy cuenta de que detesto a
este hombre; no es de extrañar que los tributos del Distrito 12 no tengan ni
una oportunidad. No es sólo que estemos mal alimentados y nos falte entrenamiento,
porque algunos de nuestros participantes eran lo bastante fuertes como para
intentarlo, pero rara vez conseguimos patrocinadores, y él tiene gran parte de
la culpa. La gente rica que apoya a los tributos (ya sea porque apuesten por
ellos o simplemente por tener derecho a presumir de haber escogido al ganador)
espera tratar con alguien más elegante que Haymitch.
--Entonces, ¿se supone que nos vas a aconsejar? --le
pregunto.
--¿Quieres un consejo? Sigue viva --responde
Haymitch, y se echa a reír.
Miro a Peeta antes de recordar
que no quiero tener nada que ver con él, y me sorprende encontrarme con una
expresión muy dura, cuando normalmente parece tan afable.
--Muy gracioso --dice. De repente, le pega un
bofetón al vaso que Haymitch tiene en la mano, y el cristal se hace añicos en
el suelo y desparrama el líquido rojo sangre hacia el fondo del vagón--.
Pero no para nosotros.
Haymitch lo piensa un momento y
le da un puñetazo a Peeta en la mandíbula, tirándolo de la silla. Cuando se
vuelve para coger el alcohol, clavo mi cuchillo en la mesa, entre su mano y la
botella; casi le corto los dedos. Me preparo para rechazar un golpe que no
llega; el hombre se echa hacia atrás y nos mira de reojo.
--Bueno, ¿qué tenemos aquí? ¿De verdad me han tocado un
par de luchadores este año?
Peeta se levanta del suelo y
coge un puñado de hielo de debajo del frutero. Empieza a llevárselo a la marca
roja de la mandíbula.
--No --lo detiene Haymitch--. Deja que
salga el moratón. La audiencia pensará que te has peleado con otro tributo
antes incluso de llegar al estadio.
--Va contra las reglas.
--Sólo si te pillan. Ese moratón dirá que has luchado y
no te han cogido; mucho mejor. --Después se vuelve hacia mí--.
¿Puedes hacer algo con ese cuchillo, aparte de clavarlo en la mesa?
Mis armas son el arco y la
flecha, aunque también he pasado bastante tiempo lanzando cuchillos; sobre todo
serafines. Las estelas también son lo mío, pero ellos no saben de su
existencia. A veces, si hiero a un animal con el arco, es mejor clavarle
también un cuchillo antes de acercarse. Me doy cuenta de que, si quiero ganarme
la atención de Haymitch, éste es el momento adecuado para impresionarlo.
Arranco el cuchillo de la mesa, lo cojo por la hoja, inspiro, lo lanzo a la
pared de enfrente y expiro; así me lo enseñó Cuatro. La verdad es que esperaba
clavarlo con fuerza, pero se queda metido en el hueco entre dos paneles de
madera, lo que me hace parecer mucho mejor de lo que soy.
--Venid aquí los dos --nos pide Haymitch,
señalando con la cabeza al centro de la habitación. Obedecemos, y él da vueltas
a nuestro alrededor, tocándonos como si fuésemos animales, comprobando nuestros
músculos y examinándonos las caras--. Bueno, no está todo perdido.
Parecéis en forma y, cuando os cojan los estilistas, seréis bastante
atractivos. --Peeta y yo no lo ponemos en duda, porque, aunque los
Juegos del Hambre no son un concurso de belleza, los tributos con mejor aspecto
siempre parecen conseguir más patrocinadores--. Vale, haré un trato con
vosotros: si no interferís con mi bebida, prometo estar lo suficientemente
sobrio para ayudaros, siempre que hagáis todo lo que os diga.
No es un gran trato, pero sí un
paso gigantesco con respecto a lo ocurrido hace diez minutos, cuando no
teníamos guía alguna.
--Vale --responde Peeta.
--Pues ayúdanos. Cuando lleguemos al estadio, ¿cuál es
la mejor estrategia en la Cornucopia para alguien...?
--Cada cosa a su tiempo. Dentro de unos minutos
llegaremos a la estación y estaréis en manos de los estilistas. No os va a
gustar lo que os hagan, pero, sea lo que sea, no os resistáis.
--Pero... --empiezo a protestar.
--No hay peros que valgan, no os resistáis --dice
Haymitch.
Después coge la botella de la
mesa y sale del vagón. A mis amigas no les gusta arreglarse y mucho menos como
los del Capitolio, pero Isabelle es bastante presumida. Para todas nosotras el
último grito en moda son unas mallas cómodas de lgún color marrón oscuro o
similar, y si también son resistentes mejor; una camisa sencilla, ya que suelen
durar; unas botas de piel cómodas y eficaces. Todo diseñado para aguantar
mucho, y no lo tiramos; cuando está muy mal, lo usamos como trapos, o como
zurrón si lo atravesamos por el borde con una cuerda y cosemos los agujeros.
Isabelle se peina y baña más a menudo que las demás, y aparte de su belleza
natural, siempre va de negro, lo que la hace de alguna forma más atractiva.
Creo que aguantaría a los estilistas un poco más que yo.
Cuando se cierra la puerta, el
vagón se queda a oscuras; aunque todavía hay algunas luces dentro, es como si
se hiciese de noche en el exterior. Me doy cuenta de que debemos de estar en el
túnel que atraviesa las montañas y lleva hasta el Capitolio. Las montañas
forman una barrera natural entre la ciudad y los distritos orientales. Es casi
imposible entrar por aquí, salvo a través de los túneles. Esta ventaja
geográfica fue un factor decisivo para la derrota de los distritos en la guerra
que me ha convertido en tributo. Como los rebeldes tenían que escalar las
montañas, eran blancos fáciles para las fuerzas aéreas del Capitolio.
Peeta Mellark y yo guardamos
silencio mientras el tren sigue su camino. El túnel dura y dura, nos separa del
cielo, y se me encoge el corazón. Odio estar encerrada en piedra, me recuerda a
las minas y a mi padre, atrapado, incapaz de llegar hasta la luz del sol,
enterrado para siempre en la oscuridad.
El tren por fin empieza a
frenar y una luz brillante inunda el compartimento. No podemos evitarlo, los
dos salimos corriendo hacia la ventanilla para ver algo que sólo hemos visto en
televisión: el Capitolio, la ciudad que dirige Panem. Las cámaras no mienten
sobre su grandeza; si acaso, no logran capturar el esplendor de los edificios
relucientes que proyectan un arco iris de colores en el aire, de los brillantes
coches que corren por las amplias calles pavimentadas, de la gente vestida y
peinada de forma extraña, con la cara pintada y aspecto de no haberse perdido
nunca una comida. Todos los colores parecen artificiales: los rosas son
demasiado intensos; los verdes, demasiado brillantes, y los amarillos dañan los
ojos, como los caramelos con forma de discos planos que nunca podemos
permitirnos en la tienda de dulces del Distrito 12. Vale, esto no le gustaría
tanto a Isabelle, está fuera de lugar sin ‘su’ negro.
La gente empieza a señalarnos
con entusiasmo al reconocer el tren de tributos que entra en la ciudad. Me
aparto de la ventanilla, asqueada por su emoción, sabiendo que están deseando
vernos morir. Sin embargo, Peeta se mantiene en su sitio, e incluso empieza a
saludar y sonreír a la multitud, que lo mira con la boca abierta. Sólo deja de
hacerlo cuando el tren se mete en la estación y nos tapa la vista.
Se da cuenta de que lo miro y
se encoge de hombros.
--¿Quién sabe? Puede que uno de ellos sea rico.
Lo había juzgado mal. Empiezo a
pensar en sus acciones desde que comenzó la cosecha: el amistoso apretón de
manos, su padre regalándome galletas y prometiendo cuidar de Prim... ¿Sería
idea de Peeta? Sus lágrimas en la estación, presentarse voluntario para lavar a
Haymitch y después retarlo esta mañana al descubrir que, por lo visto, hacerse
el bueno no servía de nada.
Y aquí está ahora, saludando
por la ventanilla, intentando ganarse al público.
Las piezas todavía no han encajado del todo, pero
siento que se forma un plan, que no ha aceptado su muerte. Ya está luchando por
seguir vivo, lo que significa, además, que el bueno de Peeta Mellark, el chico
que me dio el pan, está luchando por matarme.
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